Elena pasó el resto del día debatiéndose entre el odio y la desesperación. La revelación de
Sebastian la había dejado sin aliento, pero la única certeza que tenía era que no iba a dejar que él
controlara su destino sin luchar. Cuando el sol comenzó a ocultarse, tomó una decisión. Se
dirigió al despacho de Sebastian, con la espalda recta y el corazón latiéndole con fuerza. No iba a
permitir que él la dominara. Si iba a jugar su juego, lo haría en sus propios términos.
Sebastian estaba sentado detrás de su escritorio, revisando documentos. Al verla entrar, levantó la
vista con una ceja arqueada. —¿Has venido a entregarte? —preguntó con su tono burlón de
siempre.
Elena apretó los dientes. —He venido a negociar.
Sebastian dejó los papeles sobre la mesa y apoyó los codos en el escritorio, mirándola con
diversión. —Interesante. Continúa.
Elena respiró hondo. Sabía que cada palabra tenía que ser calculada. —No voy a aceptar ser tu
prisionera. Si quieres que me quede, será bajo mis condiciones.
Sebastian sonrió con lentitud. —¿Tienes condiciones ahora?
—Sí —afirmó sin titubear—. Quiero independencia dentro de esta casa. Quiero acceso a mi
dinero, y quiero respuestas sobre todo lo que mi padre hizo antes de desaparecer.
Sebastian tamborileó los dedos sobre el escritorio, evaluándola. —Podría considerar algunas de
esas peticiones. Pero dime, ¿qué obtengo yo a cambio?
Elena tragó saliva. Sabía que había una sola moneda de cambio que él aceptaría. —Mi lealtad…
mientras descubro la verdad.
Sebastian se levantó de su asiento y caminó hacia ella con pasos medidos. Se detuvo justo frente a
ella, inclinándose apenas. —¿Lealtad? —susurró, con los ojos fijos en los de ella—. Suena más a
una tregua que a un trato.
Elena sostuvo su mirada. —Llámalo como quieras, pero si realmente quieres que me quede, será
en mis términos.
Sebastian sonrió de lado, divertido por su desafío. —Está bien, Elena. Juguemos a tu manera…
por ahora.
Pero ambos sabían que esto no era solo un trato. Era el inicio de una guerra silenciosa entre ellos.