El chico misterioso del puente se quedó mirándome. No había nada en sus ojos, ninguna emoción reflejada en ellos, solo el silencio. Un silencio pesado, incómodo, como si su alma estuviera atrapada en un vacío del que no podía escapar. Sentí una punzada de arrepentimiento. Tal vez había hablado demasiado, contado demasiado.
Le había confiado todo: la traición de Chris, la humillación de Cathia, el dolor de haber sido apartada de lo único que me daba un propósito. Y ahora, viéndolo así, inmóvil, distante, pensé que tal vez mi historia no significaba nada para él. ¿Qué le importaba a un chico como él lo que me había hecho? Ni siquiera sabía su nombre. Bien podría ser un exconvicto, un prófugo de la ley, y yo estaba allí, encerrado en su habitación, completamente vulnerable.
Tomé aire y decidí romper la tensión. "Me llamo Regina. Regina West", dije con voz firme, a pesar del temblor en mis manos. "Y aunque no tenga nada en esta vida, tengo el ballet. Es lo único que me importa, lo único por lo que lucho, y no pienso rendirme. No dejaré de bailar."
Mi voz fue ganando fuerza a medida que hablaba. Sentía cada palabra como un latido de mi propio corazón, una afirmación de que todavía quedaba algo en mí que valía la pena. Lo que Chris y Cathia me hicieron fue cruel, sí, pero yo era buena. Más que buena. Gracias a los entrenamientos y sacrificios, tenía lo necesario para triunfar.
Entonces, él frunció el ceño. Su mandíbula se tensó y una sombra oscureció su mirada. "¿Y si no fuera por lo que ellos te hicieron? Si hubieras ganado el concurso, ¿cuánto tiempo más habrías seguido bailando sin preocuparte por tu cuerpo?", preguntó con voz áspera, como si las palabras le quemaran la garganta. "¿Cuándo habrías ido a un doctor? Nunca. Porque bailarinas como tú nunca tienen tiempo para nada más que para ensayar. Así que en algún momento te habrías desmayado por desnutrición… o algo peor."
Su voz se elevó, quebrando el aire entre nosotros. "¿Por qué no te cuidaste?"
El peso de su furia me tocó de lleno. Me quedé en silencio, aturdida, sin saber qué responde. Sentí el calor de las lágrimas acumulándose en mis ojos, hasta que se desbordaron, deslizando su ardor por mis mejillas. Un sollozo desgarrado escapó de mi garganta y, de pronto, ya no pude detenerlo. Lloré como una niña, como si cada lágrima fuera un eco de todo lo que había soportado sola durante tanto tiempo.
Él se quedó mirándome, su expresión cambiando lentamente. La dureza en su rostro se desvaneció y en su lugar apareció algo que no supe identificar. Se levantó de la silla y caminó hacia mí. No fue un movimiento apresurado, sino cauteloso, como si no supiera si debía acercarse o no. Se detuvo a pocos pasos y, con voz más suave, dijo: "Lo siento, No debí a hablarte así".
Me froté los ojos con el dorso de la mano, avergonzada de mi propio llanto. "Pero tienes razón", admití entre suspiros temblorosos. "Sin el ballet... no tengo nada. No soy nadie."
Hubo un largo silencio entre nosotros, pero esta vez no fue incómodo. Fue pesado, sí, pero no vacío. Era un silencio lleno de verdades no dichas, de heridas abiertas y de una comprensión silenciosa que ninguno de los dos había buscado, pero que de alguna forma habíamos encontrado el uno en el otro.
Finalmente, habló. "Llámame Dorian", dijo simplemente. Y aunque no lo dijera en voz alta, su mirada oscura parecía susurrar algo más: Te entiendo más de lo que crees.
Él parecía una gran roca, imponente y firme, pero al mismo tiempo, había algo en su presencia que resultaba peligrosamente seductor. Se notaba que cuidaba su cuerpo, cada músculo marcado bajo la tela de su camisa. A pesar del frío que se filtraba por las enormes ventanas y del viento helado que rozaba mi piel, sentí cómo mi cuerpo se calentaba de una forma extraña, casi desconocida.
Mi corazón latía con fuerza. Había algo en él, algo que me inquietaba. Dos personas frías viéndose fijamente, dos almas que no tenían nada en común y, al mismo tiempo, parecían reflejarse la una en la otra. Como si él fuera mi versión en otro cuerpo, y yo la suya.
Me quedé observándolo con detenimiento, fijándome en esos ojos apagados, vacíos de todo sentimiento... pero, por un segundo, juraría que vi una pequeña chispa en ellos, una diminuta llama resistiéndose a extinguirse.
El silencio entre nosotros se rompía solo por el crepitar de la chimenea. La calidez del fuego contrastaba con el frío de nuestras almas, de nuestras pieles que apenas comenzaban a entender su cercanía.
Tragué saliva, reuniendo valor para preguntarle lo que realmente quería saber. Iba a hacerlo. Iba a preguntarle por qué intentó saltar de aquel puente…
Pero antes de que pudiera abrir la boca, un sonido atroz retumbó en la habitación.
Mi estómago.
Abrí los ojos con horror, sintiendo la vergüenza subir por mi cuello hasta teñirme las mejillas.
Dorian ladeó la cabeza, divertido. Una sonrisa burlona se dibujó en sus labios mientras soltaba una breve risa nasal.
—Vaya… ¿Cómo alguien tan frágil y pequeña como tú puede hacer un ruido tan aterrador?
La vergüenza se transformó en humillación instantánea. Si antes me había sonrojado por la atracción inexplicable que sentía hacia él, ahora lo hacía por la completa humillación de mi propio cuerpo delatando mi hambre.
Dorian suspiró y, sin previo aviso, acercó su mano a mi rostro. Me quedé inmóvil, conteniendo el aliento cuando sus dedos cálidos y ásperos rozaron mi piel, limpiando con suavidad las lágrimas que aún quedaban en mis mejillas.
El contacto duró apenas unos segundos antes de que él diera media vuelta bruscamente.
—Mira… no te conozco —dijo con un tono más relajado, pero aún con ese matiz oscuro en su voz—, pero agradezco lo que hiciste allá en el puente por mí. Mi mente ha estado nublada últimamente.
Hizo una pausa, y cuando volvió a hablar, su voz sonaba un poco más suave, casi... gentil.
—Así que, como recompensa, te prepararé algo de cenar. No soy el mejor chef… en realidad, no soy chef en lo absoluto, pero prepararé algo nutritivo para tu cuerpo.
Lo miré, sorprendida.
Dorian giró la cabeza con una media sonrisa de lado, como si le divirtiera mi reacción.
—No me mires así —bromeó—, que si sigues haciendo ese tipo de sonidos infernales, no podré dormir esta noche.
Dorian dijo que esperaba que, con una buena cena, mi estómago finalmente se calmara; de lo contrario, tendría que llamar a algún cura para que me exorcizara el estómago.
No pude evitarlo. Solté una carcajada genuina, la primera en mucho tiempo.
El sonido de mi propia risa me sorprendió. Era como si no me reconociera, como si la persona que se había parado en aquel puente horas antes fuera una extraña y no la misma que ahora reía con un desconocido de mirada melancólica y humor ácido.
Dorian me observó con atención, como si no esperara aquella reacción de mi parte. Sus labios se curvaron levemente en lo que parecía una sonrisa fugaz, apenas perceptible.
—Vaya, y yo que pensaba que eras pura tragedia —murmuró, sacudiendo la cabeza con diversión antes de encaminarse hacia la cocina—. Vamos, antes de que tu demonio interior nos devore a los dos.
Y ahí me encontraba, bajo la cálida luz del comedor, comiendo con el chico más guapo que había visto… y conocido en circunstancias extrañas.
El aroma de la comida recién hecha llenaba el espacio, envolviéndome con una sensación de comodidad que no recordaba haber sentido en mucho tiempo. Observé a Dorian mientras comía, con sus rasgos esculpidos por sombras y luces, la mandíbula firme, la forma en que su cabello caía despreocupadamente sobre su frente. Parecía sacado de una novela, pero su mirada, aquella profundidad oscura en sus ojos, me recordaba que era tan real como yo.
—¿Qué? —dijo de repente, alzando una ceja sin dejar de masticar.
Me sonrojé al darme cuenta de que lo estaba mirando demasiado fijamente.
—Nada —mentí, centrando mi atención en la comida—. Solo pensaba en lo raro que es esto.
—¿Raro? —repitió, apoyando el codo en la mesa y mirándome con interés—. Bueno, considerando que me salvaste de un intento de suicidio y terminaste inconsciente en mi cama, sí, supongo que es raro.
Solté una risa nerviosa, cubriéndome la boca.
—Dicho así, suena aún peor.
Él sonrió levemente, pero en su expresión aún quedaba un rastro de cansancio.
—Pero debo admitir que es la primera vez que alguien me sigue hasta el borde del abismo… y sobrevive.
Sus palabras me hicieron estremecer. No por miedo, sino porque entendí el peso detrás de ellas. Él había estado listo para saltar. Listo para desaparecer.
Y, de algún modo, yo estaba aquí, cenando con él, como si hubiéramos sido arrastrados a esta extraña coincidencia por un destino caprichoso.