El Equipo 1.2 se reúne

En el piso cero, donde las vigas oxidadas crujen bajo el

peso de millones de toneladas de cemento, el maestro de callejones aguardaba.

Sentado en el suelo, con las piernas cruzadas, en una oscura esquina de la

penumbrosa estancia, donde no llegaba el bailotear rojo de las antorchas. Y su

paciencia casi estaba llegando al límite cuando vio descender al primer miembro

de su equipo. 

—Eres un gigante… —murmuró el chico, con rizos pelirrojos

pegados a la cara, sudoroso bajo el peso de la gran bombona de cobre que

llevaba a cuestas. Daba cuidadosos pasos sobre los crujientes peldaños de

madera y arrugaba la nariz ante un desconocido olor, que parecía ser lo que

llamaban "tierra". 

—¡Pareces decepcionado! —rugió el gigante, ajustándose unas

gafas de alambre, minúsculas sobre su nariz bulbosa y surcada de venas. Su

rostro, bien afeitado, enrojeció como las brasas—. Sí, soy un gigante, de pura

raza. ¿Y tú eres el "escudero" que me envía el Toro? ¡Un día voy a

subir y le voy a hablar en su idioma! —dijo con un puño levantado, tan apretado

que estaba casi blanco. Contuvo el resuello y señaló al niño—. Por la cólera

del Dios que habita en la Caja… ¡Si no eres más que un crío! 

—No, no —dijo el niño, con tono ofendido. Dejó caer la

bombona sobre el barro y escupió al suelo—. Bueno, sí, soy un niño… Pero mira

esto. 

Se secó el sudor con la manga de su camisa roja y, tras

coger una honda bocanada de aire, agarró una manivela que sobresalía de la

bombona y empezó a darle vueltas con visible esfuerzo. 

El gigante alzó una ceja, expectante. 

—Puedo comprimir el aire en el bidón en muy, muy, muy poco

tiempo. 

—De acuerdo, de acuerdo —dijo el gigante—. ¿Y de qué me

sirve eso? 

—Esto… ¡Esto es el depósito de un astamvento! —dijo el niño,

desenrollando unos tubos elásticos y recubiertos de alquitrán endurecido que

salían del deposito—. ¿En qué mundo vives? ¡Yo lo inventé! —Consiguió extraer

un tubo de acero extensible, largo como un brazo y delgado como un dedo—. ¡Y

esto es el astamvento! —Pareció darse cuenta de que estaba hablando más de lo

que correspondía a un niño y continuó en tono algo más bajo—. Lo ideó mi

maestro. Como puedes ver, no es más que un tubo. 

El niño calló y bajó la mirada, a la espera de que el

gigante juzgase su invento. A fin de cuentas, era él quien decidía si el niño

iba a tener el privilegio de ser su escudero o no. Esta era una oportunidad

única de conseguir el perdón del Toro y de la nación. Perdón por su invento. 

—Un rifle… —murmuró el gigante—. El Nudo de Naciones prohíbe

usar el fuego para dar muerte. ¿El Toro sabe que vamos a llevar… eso? —dijo con

repugnancia—. ¿Lo sabe? 

El crío se rascó la mejilla, luego rio y apuntó el

astamvento al aire. Tiró de una palanca del bidón y sonó un estruendo sordo a

través del tubo, luego un silbido seco y una nube de cemento pulverizado llovió

del techo, tiñendo de blanco la cara del muchacho. 

—Aquí no hay chispa ni fuego. Esto es el astamvento. Cumple

las leyes del Nudo —el niño se llevó el tubo al hombro con una sonrisa

traviesa—. Solo es aire, ¿lo ves? Los dioses también lo ven. Y sonríen. 

El niño empezó a toser a causa del polvo. 

—Ya veo —gruñó el gigante. Cruzó sus brazos llenos de

cadenas—. Un paso más hacia la guerra. ¿Cómo te llamas, pequeño inventor? 

—Pem —Pem se quitó el polvo gris de la camisa con tres

palmaditas—. Pem, nada más. 

—Yo soy U —la manaza de U revolvió aún más el pelo de Pem—.

Encantado de conocerte, señor Nada Más. ¿Es muy común el nombre Pem en los

edificios de la nación del Toro? 

—Eh… No —dijo el niño, algo confuso. 

—El elegido para escoltarnos por las calles también se llama

Pem —el niño se dio cuenta de que era la primera vez que veía al gigante

sonreír—. ¿Te suena?

—Arriba… no es como allí afuera. En los edificios viven

miles y miles de miles de personas, no todos nos conocemos. 

—Vale, sabiondo —dijo U, rascándose la espalda contra la

pared con aire despistado—. ¿No conoces a nadie que se llame como tú? 

—Pe… Pem. Pem hay uno. Sí —dijo el niño, tartamudeando

nervioso ante la insistencia—. Todos conocen su nombre. 

—¿Es famoso allí arriba?

—Perdón, U, no soy más que un crío, pero creo entender que

quieres que hable de ese… Pem, porque es él tu escolta y quieres saber mi

opinión. Una opinión pura, antes de revelarme que el otro Pem, el infame Pem,

va a acompañarnos allí fuera. 

El gigante soltó una corta pero sincera carcajada. 

—¿Siempre piensas tan raro, Nada Más? 

Luego se quedó mirando fijamente a Pem, con ojos fríos y

grises y una sonrisa de grandes dientes amarillos. 

—Pero eso es imposible —continuó Pem—. Ese Pem nunca vendría

aquí. No trabaja. No… no quiere. Es un patán. 

—¿Qué es un patán? 

—No sé cómo será ahí fuera —explicó el niño y señaló el

portón que marcaba la frontera de lo desconocido para él—. O en otras naciones,

en los otros edificios. Pero en la nación del Toro, a quien no trabaja lo

llamamos patán. Ellos se dedican a… contarnos sus historias. Reímos con su… su

ociosidad y sus malas decisiones. 

—¿Cómo un bufón? —inquirió U, el gigante. 

—No… bueno —dudó Pem entre quedar como un estúpido o parecer

un repelente, pero ya era muy tarde para eso—. Los bufones hacen reír, me

consta que otras naciones los tienen y que se trata de todo un arte. Los

patanes no tienen que fingir. Pero bueno, sí, sería una equivalencia cercana a

la corrección.

—Bueno, pequeño sabio, es una suerte, ya que no queremos que

un bufón nos cubra las espaldas allí fuera, con su espada hecha de globos

atados. ¿No? 

Ese Pem es peor que eso, a decir verdad. Es un duelista. 

El gigante aguardó sin decir nada, y Pem se vio arrastrado a continuar hablando. 

—Los duelistas… la gente del Toro llamamos duelistas a los

patanes que no aceptan la burla y… y se baten en duelo cuando se sienten

ofendidos por su condición —Pem vio el disgusto en el rostro de la enorme

cabeza calva de U—. Ya sé, ya sé… ¡Horrible! Parece una costumbre de la nación

del Oso. Dejar que dos hombres busquen herirse como animales. Pero es una vieja

ley. Es un derecho. Pero… pero no hay público, ni es un duelo a muerte. Es a un

único golpe. A "primera sangre", lo llaman. 

—¿Es tan diestro duelista ese tal Pem como tú de

charlatán? 

—Hay pocos en los edificios de Carpintería que no lleven con

vergüenza una cicatriz, que atribuyen a un descuidado accidental con un hacha o

una sierra. Y todos ellos maldicen su nombre —Pem se miró los pies—. Por eso

odio llamarme como él. 

—¿Pem qué más has dicho que se llamaba? —dijo U. 

—Pem… —empezó a decir el niño, pero se puso blanco y se

quedó mudo al sentir algo, quizás un insecto, que le mordía el cogote. 

—¡Pem Ungolpe! —chilló el niño, dando un salto hacia delante

y girándose espantado. 

Un hombre joven y de rasgos delicados, estaba frente a él.

De su finísima espada sin filo colgaba una gota de sangre desde su punta; esta

sí bien afilada. Con unos ojos grandes y negros, carentes de expresión, miró al

niño con el que compartía nombre. 

—Pem Ungolpe, así me llaman —dijo, alargando las vocales, en

lo que al niño le pareció una burlona imitación del acento de los pisos bajos

de Carpintería—. Y estarías muerto si ese apodo me ofendiera. 

Pem, el niño, cayó sentado al suelo, con las piernas

temblando. "¿Por qué siempre meto así la pata?", se preguntó.

"Es tan fácil como callar", le decía siempre su maestro.

—Ahora te llamas Nada Más —dijo Pem, ahora con un tono

severo, como el de un anciano maestro de gremio de los áticos de Carpintería.

Enfundó el arma y retiró la mirada del pequeño Pem y, después de eso, ya rara

vez volvió a mirarlo, ni siquiera cuando le daba alguna orden—. Estoy encantado

de conocer al famoso gigante errante —continuó, ya dirigiéndose a U. Con manos

de largos dedos, que apenas asomaban de su capa negra, se abrochaba con

delicadeza un botón de su camisa del color rojo nacional. "Da la sensación

de que se avergüenza del rojo", pensó Nada Más, con disgusto—. Pero es

doloroso ser tan sincero, gentil U. No quiero estar aquí. 

—Y sin embargo… —se limitó a decir U, su tono era

teatralmente cansado. 

—Saldremos —contestó sin apartar la mirada de U, como

buscando en él un solo gramo de ofensa. Cada ojo de U era casi como una cabeza

de Pem—. Saldremos ahí fuera a que nos maten. 

—¡Pues vámonos! —exclamó el gigante, dio una palmada y se

alzó con tremendos crujidos de huesos. Su cabeza quedaba ladeada, con el cuello

torcido y la espalda doblada, aplastada contra el techo. Dio un paso al frente

y un montón de cadenas quedaron arrancadas de la pared. 

—¡No tan rápido! —dijo Pem Ungolpe—. ¿Qué prisa hay? Traigo

noticias de arriba. Y cuando he de dar una mala noticia a un gigante, lo

prefiero sentado. 

U se detuvo y miró al joven.

—Hemos de esperar a unos acompañantes de última hora

—continuó Pem Ungolpe—. El Nudo ha decidido que nos acompañará una delegación de la Garza. 

—¿QUÉ DEMONIOS…? —bramó—. ¿Nos va a acompañar el…

enemigo? 

—A mí esos remilgados no me han hecho nada —Pem Ungolpe puso

los brazos en jarra bajo su capa—. De momento. Pero están en su derecho de

saber tanto como nosotros… mientras pertenezcamos al Nudo.

—¿Y cuánto van a tardar? —dijo U, de pronto tranquilo y

sentándose con cuidado; por poco no aplastó a Nada Más—. Llevo dos días sin

comer para poder pasar por el portón de salida. ¡Me voy a cagar en los huevos

de ese pollo que tienen por dios! 

—Dormiremos —dijo Pem, con aires de capataz en opinión de

Nada Más—. Mañana los sacerdotes de la Garza te traerán ofrendas: media

tonelada de las más deliciosas carnes de la nación del Cerdo y un cuarto de

tonelada de pan y pasteles de la nación del Zorro. ¿Contento? 

El gigante sopló y todas las antorchas se apagaron. Nada Más

rodó por el suelo. 

—Buenas noches, equipo 1.2 —dijo apenas un segundo antes de

ponerse a roncar como un demonio pariendo. 

—También traerán un tonel de aceite —pudo oír Nada Más que

decía Pem Ungolpe en la oscuridad—. Para que puedas pasar tu culo enorme por el

portón y salir de esta mierda de sitio.

—Uh… Bu… buenas noches —tartamudeó Nada Más. 

Nadie respondió. El niño no durmió. Sabía que debía encender

la mecha de la guerra, solo así podría salvar la vida a su maestro. ¿Aceptarían

U y Pem Ungolpe convertirse en cómplices de un destino fatal? Mañana lo

descubriría. Pero esa noche, el insomnio lo acompañó. Y lo habría de acompañar

hasta su ultimo suspiro.