Los regalos de la Termita

Nada Más percibió el amanecer por el resplandor de la

antorcha que U había fijado en su yelmo.

Su labor como escudero del gigante resultó agotadora,

obligándolo a recurrir a un sistema de poleas para encajar la cota de malla

sobre los hombros de su señor. Aquella armadura, una maraña de cabezas de hacha

y martillos unidas por cadenas, le hizo tragar saliva con inquietud. "Si

un gigante necesita tanta protección... ¿qué me aguardará a mí allá

afuera?", pensó.

—¿Dónde está lo que se me ha prometido? —rugió U asomando su

cabeza por el hueco de la escalera, el sudor resbalando por su rostro.

Nada Más arrastraba una paellera que serviría de escudo al

coloso. 

—¿Tanta prisa, señor? De todos modos deberás comer una vez fuera.

Si comes ahora no pasarás por el portón

—Quiero ver qué traman esos hijos de la Garza. ¡Siempre

consiguen engañarme —bufó el gigante, alzando al chico sobre sus hombros con

brusquedad—. Nunca has pisado un templo de la Garza, ¿cierto?

-So…oy solo un niño.

-¿Ves algo?

-Está oscuro.

—¡Ojalá pudiera subir hasta el templo y sentir ese amor del

que alardean! —La nariz de U enrojeció—. Quizá hasta me volviera devoto.

Devolvió con cuidado al suelo al niño, que también se había

ruborizado.

—¿Es verdad que los del Toro solo... joden con

sacerdotes de la Garza? —preguntó U con torpeza.

El chico apretó la mandíbula y se puso a bombear aire al

deposito del astamvento, para no tener que mirar al gigante.

—En el Toro esos asuntos son... complicados. Entienden todo

acto carnal como una agresión. Aunque muchos son…cercanos, en la intimidad,

claro—musitó, forzando una risa incómoda—. Eso si, nos besamos con quien nos gusta.

—¡Los niños no deben hablar de eso! —interrumpió Pem

Ungolpe, descendiendo las escaleras con rigidez. Nada Más lo observó: "Él

sí actúa como niño".

-¿Y bien?- dijo U con impaciencia.

—Resulta que han venido algunas delegaciones del naciones del

Nudo- anunció Ungolpe. No pongas esa cara, vienen a despedirnos y desearnos

buena. Un espectáculo hartamente innecesario…

—No seas tan negativo, Pem. ¡Es un honor! —U golpeó su peto

metálico, haciendo resonar los eslabones—. ¡Es una labor importante! Nos

eligieron para mediar, no para alimentar su guerra.

— Ni tan solo vienen por gesto de cortesía; es pura

propaganda. Buscan adularte—replicó Pem, cruzando los brazos.

-Pues muy bien.

-Interpretarán tu informe como les convenga-añadió Pem

Ungolpe, dándole la espalda.

Un incomodo silencio se instaló hasta que U clavó un dedo en

el pecho de Nada Más: 

—¿Tú qué opinas, pequeño inventor?

—Dirán que en las calles no hay nada que merezca

preservarse. La Garza construirá sobre los vacíos…

 " ¿Y no tendrían razón?", estuvo a punto de decir.

—¡El Toro se opondrá! —rugió U—. Allí florecen culturas de

todo tipo, cada día nacen y mueren nuevos dioses… ¡La gente de allí

fuera también son gente!

—Te fascina ese lugar—murmuró Pem con desdén-. Cualquiera

diría que para ti este castigo van a ser unas vacaciones.

—No… No es eso. Fuera es más horrible que dentro —El gigante

se encogió de hombro y señaló escaleras arriba-. Únicamente deja pasar a los

del Toro y a los de la Termita.

-Lo siento, el Toro ya nos da más que por despedidos-rio

amargamente Pem, mientras volvía a subir las escaleras-. Pero has de saber que

los del Cerdo van a bajar quieras o no. Prometieron provisiones para nuestro

"paseíto", y viendo el tamaño de tu panza, no podemos rechazarlas.

-Está bien… está bien…-se quejó el gigante U-. Pero que

pasen los últimos.

Un zumbido estridente invadió la sala antes de que Ungolpe

alcanzara el primer piso. El aire se espesó de repente con unas mosquitas

diminutas de abdomen luminoso, cuyas sombras danzaban en las paredes como espectros

alargados.

-Guau- exclamó Nada Más con los ojos desorbitados y

brillantes- ¿Son arcinsectos? Dicen que la gente de Termita los moldea

de barro para desafiar a los viejos dioses.

Una voz crepitante surgió de una figura que había aparecido

frente al gigante, con el rostro oculto y envuelta en un hábito de telas grises

de patrones cuadriculados y superpuestos: 

—No hay más dios que el hombre —dijo—. Y solo al hombre

desafiamos. 

El gigante se arrodilló y agachó la cabeza en gesto de

respeto ante el aparecido. 

—Disculpa a mi joven escudero, venerable Sin Nombre —dijo

U. 

—¿Siempre eres tan bocazas? —le susurró por detrás Pem a

Nada Más. Lo agarró del hombro y lo condujo con fuerza a sentarse tras las

espaldas del gigante. Era la primera vez que Nada veía esa espalda que era como

una pared peluda, llena de cicatrices antiguas y nuevas. Algunas aún

abiertas. 

—Conozco a algunos de los mierdas que van a venir a despedir

al gigante errante —le dijo Pem al oído mientras U terminaba de disculparse—.

Aquí veremos sin meternos en líos.

—La nación de Termita os presenta sus respetos, sabio

errante —declaró el emisario de Termita, imitando al gigante al arrodillarse.

Lo hizo con cuidado, como si bajo las ropas habitara un hombre anciano. Ambos

se sentaron de rodillas frente a frente.

—Amamos los sueños imposibles —prosiguió el anciano embozado

mientras cuatro figuras igualmente ataviadas, que debían cubrir a hombres bien

crecidos, bajaban pesados sacos que depositaban sobre el barro de la estancia—.

Por eso deseamos equiparos de la mejor manera. No todos los días se puede

colaborar a frenar la insensatez humana. 

Dos encapuchados dejaron frente al gigante una ofrenda.

—Para el escudero y el escolta, que tan buenamente se han

presentado voluntarios —dijo el anciano—. Dos lanzas de queratina oscura. 

—¿Queratina oscura? —exclamó Nada Más, y Pem Ungolpe tuvo

que retenerlo agarrándolo de la camisa—. Son durísimas y muy, muy flexibles

—continuó susurrándole a Pem mientras U daba las gracias al emisario.

—Todos los regalos de Termita están envenenados, niño —dijo

Ungolpe sin preocuparse de que lo oyeran, cruzando los brazos bajo la capa—.

Esas lanzas están vivas. Son un caparazón, y en su interior habita una alimaña

repugnante que se alimenta de sangre —no miró al joven, pues ya adivinaba su

palidez—. Brujerías. Quédatelas tú —sentenció. 

—…y sentimos no ofreceros alimento, pero nuestras reservas

de carne se vieron mermadas… mmmh… cuando usted paseaba por las calles, entre

los edificios de nuestra nación. ¿Recuerda?

—¡Ja, ja! Pues la verdad que no—soltó U—. Perdón, siento

haberme reído, es que tengo hambre y me vuelvo un salvaje.

Sin nombre no pareció inmutarse. El resto de encapuchados ya

subían en filas de dos las escaleras. Habían apilado un alto montón de sacos.

—Y aquí tenéis media tonelada de harina vivificada —continuó

el anciano, levantándose sin mucho esfuerzo.

—¿Llamáis así a la harina de insecto? —dijo Pem, que no pudo

contenerse desde detrás del gigante-. ¡Que coman esa porquería vuestros niños!

—Esta harina es diferente —respondió Sin Nombre, con voz

imponente y orgullosa—. Si tiene espacio, se multiplica. Es decir, que si no la

comes, crecerá exponencialmente. Solo necesita un ambiente húmedo.

—Eso… eso acabaría con el hambre en Abismo Lodoso-murmuró U,

anonadado.

Sin Nombre se revolvió incómodo en sus ropas. 

—Perdón… quería decir las calles. ¡Eso es genial! Los

alimentaremos, los educaremos, y… —U parecía apasionado—. Y tendrán que

tratarlos como iguales, ¿verdad? —giró la cabeza, y cayó polvo del techo sobre

Nada Más—. ¿Verdad, escudero sabiondo? ¿Qué piensas? 

—Aumentaría la población. Se sospecha que la desnutrición es

la primera causa de muerte en las calles. Toda mi humilde admiración a Termita:

habéis arreglado el eterno problema del hambre. Pero en tres generaciones habrá

tanta gente apiñada y ociosa entre nuestros edificios que… 

—¡Dilo, niño, por el Dios en la Caja! ¿Qué?-bramó U.

—No solo querrán entrar a los edificios... necesitaran hacerlo. 

—¿Y qué más da eso? —dijo U. 

—Mucho. Esta amenaza será usada por el Nudo como excusa

para… limpiar las calles. Y será una oportunidad para la Grulla y objetivo de

construir entre edificios. 

—Este escudero tuyo es un mocoso muy sagaz —dijo Sin Nombre con

voz temblorosa—. Mi admiración sea también para su maestro, pues gracias a su ingenio

de viento, la guerra que se avecina será mucho más corta. Pero no vamos a

aceptar que se nos acuse de beneficiar con nuestras acciones a la Garza.

-Bueno, ¿Eso es todo?-zanjó U con voz gutural-. Tenemos prisa

y hay más emisarios que requieren mi atención. Ya veremos que hacemos con esa

harina tuya. No prometo nada.

La sala quedó iluminada únicamente por la antorcha del casco

de U. Los arcinsectos no solo se apagaron: cayeron sin vida al suelo.

Nada Más cogió uno entre sus dedos y lo examinó con los ojos entrecerrados.

Apretó ligeramente, y la cosa se volvió barro y le pringó las manos. 

-¿Se ha ido?-se atrevió a preguntar Nada Más tras un rato.

-La Termita siempre está ahí, chico-musitó el gigante.

—Y esos son los que están más por tu causa —dijo muy serio Ungolpe

al gigante U—. Así que ármate de paciencia, grandullón. Total, lo tuyo es… ¿un

sueño imposible?

-¡Ya está bien, Pem!- se quejó U-. Haz pasar a esos puercos

de una vez.

Antes de que Ungolpe pudiera ponerse en pie vieron fuegos de

antorchas bajar por la escalera. Una inacabable hilera de hombres vestidos con

monos rosas bajaban con grandes bandejas en equilibro sobre sus cabezas rapadas

y humeantes, repletas de carnes asadas. Se fueron colocando, agachados y en

ordenada fila, hasta ocupar toda la gran sala. Tres grandes figuras bajaron las

escaleras con dificultad y resollando. Nada Más nunca había visto a un pura

raza de la nación del Cerdo. Antes de poder verlos pudo olerlos, incluso por

encima del aroma a carne chamuscada. Olían a azúcar caliente.

-¿Y bien?-inquirió U.

Los tres pura raza llegaron frente a U, arrastrando sus pies

descalzos. Eran obesos y vestían con filetes de carne fresca y finas cadenas de

oro. Sus pieles rosadas brillaban bajo una espesa capa de sudor.