Sombras en el Santuario
El año se arrastraba, pesado y monótono, en los pasillos de "Manantiales de Santa María". Paloma, encerrada en su habitación austera, observaba el mundo a través de la ventana enrejada. El jardín, con su aparente serenidad, era una burla cruel a su cautiverio. Cada flor, cada pájaro, le recordaba la libertad que le habían arrebatado.
Las visitas de su padre, Antonio Ferreira, eran un ejercicio de tensión contenida. El hombre, con su uniforme militar retirado y su mirada cansada, se sentaba al borde de la cama, incapaz de mirarla a los ojos. Los flashbacks de los intentos de suicidio de Paloma lo atormentaban, imágenes vívidas de su hija al borde del abismo, una y otra vez.
—¿Cómo estás, hija?", preguntaba Antonio, la voz ronca.
—Sobreviviendo, respondía Paloma, la mirada fría.
—Como tú querías.
Las palabras eran dagas, pero Antonio no tenía respuesta. Su culpa era un peso insoportable, una carga que lo había llevado a ceder ante la influencia de Dayan, Georgina y Carlinos. Ellos, con su fanatismo religioso y su aparente preocupación, lo habían convencido de que la clínica era la única salvación para Paloma.
Dayan, con su sonrisa dulce y sus ojos duros, visitaba a Paloma con frecuencia. Sus palabras eran veneno disfrazado de piedad, sermones sobre la redención y la purificación.
—Debes aceptar tu cruz, Paloma. Debes dejar que la luz de Dios te guíe, decía, mientras sus ojos reflejaban un odio oculto.
Georgina, la monja de rostro severo y manos huesudas, dirigía las "terapias" de Paloma. Eran sesiones de oraciones interminables, lecturas de la Biblia y confesiones forzadas. Georgina veía a Paloma como un recipiente del mal, un alma poseída por demonios que debían ser expulsados.
Carlinos, el sacerdote de voz suave y mirada penetrante, era el consejero espiritual de Paloma. Sus palabras eran un laberinto de culpa y miedo, un intento de doblegar su voluntad y hacerla aceptar su encierro.
—Debes arrepentirte de tus pecados, Paloma. Debes buscar la misericordia de Dios", susurraba, mientras sus ojos brillaban con un fanatismo inquietante.
Las enfermeras, con sus uniformes blancos y rostros impasibles, administraban la medicación y mantenían el orden. Eran guardianas de la rutina, autómatas que seguían órdenes sin cuestionar. El guardia, apostado en la puerta del ala de depresivos, era un recordatorio constante de que la libertad era una ilusión.
Paloma, sin embargo, no se rendía. Observaba, escuchaba, aprendía. Cada interacción, cada detalle, era una pieza del rompecabezas de su escape.estudiaba los patrones de la clínica. Se convertía en una sombra, una presencia invisible que se movía entre los muros de piedra, tejiendo su propia red de libertad.
Una noche, mientras la tormenta azotaba los jardines de "Manantiales de Santa María", Paloma se sentó en el borde de su cama, la mirada fija en la ventana enrejada. La lluvia golpeaba los cristales, el viento aullaba como un lamento. En ese momento, Paloma supo que había llegado el momento. La libertad la esperaba, más allá de los muros de la fe, en un mundo donde podría ser ella misma, sin máscaras ni cadenas.