La pastilla, pequeña y blanca, descansaba en la palma de su mano. Paloma la miró con una sonrisa amarga. Obediencia fingida, una máscara más en su repertorio de superviviente. Se la llevó a la boca, simuló tragar, y luego, con una habilidad perfeccionada durante meses, la escondió bajo la lengua.
La enfermera, Elena, asintió con una mirada de satisfacción. "Buenas noches, Paloma. Que duermas bien."
Paloma cerró los ojos, fingiendo somnolencia. Esperó, contando los segundos, hasta que los pasos de Elena se perdieron en el pasillo. Luego, con cuidado, escupió la pastilla en un pañuelo de papel, deshaciéndose de la evidencia.
La noche se arrastraba, lenta y pesada. Paloma, acostada en su cama, fingía dormir. Su mente, sin embargo, estaba en alerta máxima, cada sentido agudizado, esperando el momento preciso.
A la 1:00 a.m., el momento había llegado. Paloma comenzó a agitarse, a gemir, a retorcerse en la cama. Fingió un ataque de ansiedad, un grito ahogado escapando de sus labios.
"¡Ayuda! ¡No puedo respirar! ¡Me estoy ahogando!"
Los pasos apresurados de Elena resonaron en el pasillo. La puerta se abrió, y la enfermera entró corriendo, una jeringa en la mano.
"Paloma, ¿qué te pasa? Tranquila, te voy a dar algo para calmarte."
Elena se acercó a la cama, la jeringa brillando bajo la luz mortecina de la habitación. Paloma esperó el momento preciso, el instante en que Elena bajó la guardia. Entonces, con una rapidez sorprendente, se lanzó sobre la enfermera, arrebatándole la jeringa.
La lucha fue breve y silenciosa. Paloma, con la adrenalina bombeando en sus venas, inyectó el sedante en el cuello de Elena. La enfermera se desplomó, inconsciente.
Paloma respiró hondo, tratando de calmar su corazón acelerado. El siguiente paso era deshacerse de la evidencia. Con manos temblorosas, quitó el uniforme de Elena y se lo puso. Luego, acomodó a la enfermera en la cama, cubriéndola con una sábana.
Se tomó unos minutos para recuperar la compostura, para calmar su respiración agitada. Se recogió el cabello en una coleta alta, se puso un tapabocas y salió de la habitación, convirtiéndose en una sombra que se deslizaba por los pasillos oscuros.
Paloma, vestida con el uniforme de Elena, se movía como una sombra entre los pasillos oscuros. Conocía cada rincón de la clínica, cada punto ciego, cada patrón de los guardias. Su escape había sido meticulosamente planeado, cada paso calculado.
Llegó a la sala de seguridad, el centro neurálgico de la clínica. Los monitores parpadeaban, mostrando imágenes de los pasillos y las habitaciones. Con dedos ágiles, borró las grabaciones de las últimas horas, asegurándose de que no quedara rastro de su paso.
El siguiente obstáculo era el muro perimetral, una barrera de hormigón armado que la separaba de la libertad. Paloma sabía que había un punto débil en el muro, una sección oculta por unos arbustos densos. Se dirigió hacia allí, con el corazón latiendo con fuerza.
Al llegar a los arbustos, se encontró con una sorpresa inesperada: un guardia, Danilo, patrullaba la zona. Paloma se escondió entre las sombras, conteniendo la respiración. Carlos se detuvo, mirando a su alrededor, como si sintiera una presencia extraña.
Paloma sintió un escalofrío recorrer su espalda. Si Danilo la descubría, todo su plan se iría al traste. Esperó, inmóvil, hasta que el guardia se alejó, continuando su ronda.
Con el corazón latiendo con fuerza, Paloma salió de su escondite y escaló el muro. Sus manos sangraban por los arañazos, pero la adrenalina la impulsaba a seguir adelante.
Al otro lado del muro, la libertad la esperaba. Corrió, sin mirar atrás, hacia la carretera principal alejándose de "Manantiales de Santa María", dejando atrás los muros de la opresión. La noche era su cómplice, la carretera su camino hacia un futuro incierto, pero libre.