Para cuando Miguel regresó al campamento, lo peor ya había pasado.
Desde arriba, el lugar parecía extrañamente pacífico —si uno ignoraba el suelo chamuscado, los árboles destrozados y los leves rastros de sangre que manchaban la tierra.
Los incendios se habían extinguido hace tiempo, dejando tras de sí senderos ennegrecidos.
Una extraña calma se había asentado sobre el área, como si el aire mismo intentara olvidar el caos que había estallado antes.
Sin embargo, justo fuera del perímetro del campamento, la verdad yacía a plena vista —cadáveres de monstruos mutilados esparcidos en desorden, algunos quemados, otros cortados en pedazos, unos pocos con cráneos destrozados o corazones perforados. Era una masacre.
Los ojos de Miguel se desviaron entonces hacia sus no-muertos humanoides con armadura que permanecían inmóviles como si esperaran órdenes.