Instinto.
Todas esas veces que había luchado por mi vida, esos momentos en que todo pendía de un hilo, cuando el límite entre la supervivencia y la muerte era tan fino como una navaja, eso había afilado algo más allá de mis sentidos. Un instinto de batalla, algo primitivo que me había guiado en los momentos más peligrosos. No se trataba de ver al enemigo, ni siquiera de sentirlo a través del maná. Se trataba de confiar en la batalla misma.
Tomé una respiración profunda, el dolor en mi cuerpo desvaneciéndose al fondo. Cerré mis ojos.
«Confía en tus instintos».
El mundo se oscureció, los sonidos de las garras de Mazekar raspando el suelo mezclándose con los susurros ilusorios. Pero en la quietud de la oscuridad, podía sentirlo—un pulso débil, un ritmo en el caos. Era sutil, apenas perceptible, pero era real.
La presencia de Mazekar.