—Si no me dejas vivir, entonces déjame terminar con esto yo misma. Porque no puedo... no, no voy... a volver a esa habitación. No esta vez.
Los ojos del Duque se ensancharon brevemente, su compostura quebrándose lo suficiente para mostrar un destello de alarma. Su barrera de mana brilló tenuemente, pero no se movió. La estudió, su expresión ilegible, su cuerpo rígido por la tensión.
—Aeliana —dijo lentamente, su tono medido pero con un filo de acero—. Baja el cuchillo.
—No —susurró ella, sus lágrimas cayendo libremente ahora. Su pecho se agitaba mientras luchaba por mantener su voz firme—. Ya no puedes decirme qué hacer. Si me envías de vuelta, bien podría estar muerta. Al menos así, es mi elección.
—No estás pensando con claridad —dijo él, su voz más suave pero no menos firme—. Sabes tan bien como yo que podría quitarte ese cuchillo antes de que parpadees. No me obligues a hacerlo.
Ella soltó una risa amarga, su mirada dirigiéndose brevemente hacia él.