El Duque Thaddeus se mantenía a distancia, sus ojos dorados firmes, indescifrables. La discusión entre él y Aeliana se había disipado, pero algo más había tomado su lugar—algo más silencioso, algo más sutil, pero no menos absorbente.
Él observaba.
Observaba cómo su hija se enfrentaba al joven—Lucavion—con palabras afiladas y ojos aún más penetrantes. Al principio estaba rígida, su irritación evidente en la forma en que sus dedos se crispaban a sus costados, en cómo su peso se desplazaba ligeramente, traicionando la inquietud bajo su fachada compuesta.
Pero entonces—lenta, sutilmente—cambió.
La postura de Aeliana se aflojó, su actitud ya no estaba tensa por la irritación sino por algo más. El filo en sus ojos permanecía, pero ahora estaba templado, enfocado, escudriñando. No se apartó, no lo desestimó.
Estaba interactuando con él.