—Mi señora... por favor, no se mueva tanto —murmuró suavemente la doncella, con las manos firmes mientras pasaba un peine de dientes finos por el cabello de Aeliana.
Aeliana exhaló por la nariz, obligándose a quedarse quieta. Ni siquiera se había dado cuenta de que estaba inquieta.
Las cosas ya habían cambiado.
Apenas llevaba un día completo de vuelta en la mansión, y sin embargo todo se sentía... diferente.
Los pasillos ya no eran asfixiantes. El aire ya no llevaba ese pesado ambiente de estancamiento, esa sensación de lenta decadencia que se había aferrado a su habitación durante años. Los sirvientes ya no la miraban con lástima ni susurraban a sus espaldas sobre si sobreviviría otro invierno.
Y lo más obvio
Ya no llevaba velo.
Siempre había mantenido su rostro oculto, evitando las miradas, las expresiones de disgusto apenas disimulado, el recordatorio de lo que había perdido. Pero ahora... ahora no lo hacía.
Las doncellas lo habían notado.