Capitulo 4: Vino, perdida y adaptacion

[Fecha estimada:18 De Julio 3995]

Ubicación: Ubicación: Puesto Comercial “La Finca”[

Luego del último trabajo, nos quedamos en La Finca un tiempo, ayudando en lo que podíamos y aprendiendo más. Aunque Cal decía que le dejara los negocios a él, conseguimos sacar una moneda por la comida que preparé.

Y sin notarlo, ya teníamos gente haciendo fila fuera del bondi, esperando por comida. Nos dejaban ingredientes distintos, incluso algunas sartenes de hierro.

Una mujer trajo un pedazo de carne salada y un racimo de raíces que no supe nombrar, pero al hervirlas con ajo seco, largaron un olor que atrajo hasta a los perros más flacos.

Un pibe me pidió repetir. Tenía barro en la cara y una cicatriz que le cruzaba la ceja. Dijo que no comía algo tan “rico” desde que tenía padre.

No supe qué contestar. Solo le di otra porción.

Cal me miró desde el costado del bondi, con esa cara que pone cuando algo le incomoda pero no quiere decirlo. Después se fue a negociar un frasco con tornillos.

A veces creo que le molesta cuando me ven como algo más que un carroñero. Como si me sacara del molde donde él me encajó.

Pero después vuelve, me deja en silencio una bolsa con lentejas o grasa derretida y se sienta a comer al lado.

No dice nada. Pero eso, para él, ya es casi un abrazo.

El humo subía lento desde la parrilla, formando espirales que se deshacían en el aire seco. La carne chisporroteaba sobre el hierro caliente, dejando escapar ese olor denso, mezcla de grasa y carbón húmedo. Alen estaba quieto. Tenía las pinzas en la mano, pero no las movía.

Sus ojos miraban el fuego. No lo veían.

Una explosión sorda. Tierra húmeda salpicando el visor. Una voz cortada por el viento. “¡Cubrite, cubrite, cubrite!”

Después, oscuridad.

Una sala cerrada, paredes acolchadas y luz blanca. Un monitor encendido. Su respiración rebotando contra un casco.

Un silbido. Un grito.

Unos brazos rodeándolo por la cintura. Calor. Una voz suave en su oído. La misma que a veces soñaba, pero nunca lograba recordar.

Ladrido.

El sonido fue seco, cercano. Leni lo miraba desde el borde del bondi, con las orejas erguidas y los ojos fijos en él. Otro ladrido, más fuerte.

—Ya voy —murmuró Alen.

Giró la carne con torpeza. Uno de los trozos ya se había tostado más de la cuenta, pero no se había quemado del todo. Acomodó las brasas con la rama que usaba como atizador y sopló el carbón hasta reavivar el rojo.

Leni se sentó, aún alerta. Su mirada no era de hambre. Era otra cosa.

Como si supiera que Alen no había estado ahí durante unos segundos.

—Ya pasó —dijo Alen, sin mirar al perro—. Ya está.

Volvió a girar la carne, esta vez con más cuidado. El olor volvió a llenar el aire, y con él, el presente.

La parrilla crujía suave. A lo lejos, se oían voces, pasos, el murmullo constante del mercado.

Y entre todo eso, el chisporroteo de la carne. Algo simple. Algo real.

Unos pasos secos se acercaron desde el frente del bondi. Cal apareció rascándose la nuca con una mano llena de grasa y la otra sujetando una pinza oxidada.

—Lo escuché al pichicho —dijo, entrecerrando los ojos—. Pensé que te habías peleado con una rata otra vez.

Se acercó a la parrilla y olfateó el aire.

—Mirá vos... te quedó con costrita. Así me gusta. Bien muerta la carne. —Iba a agarrar un trozo, pero se frenó al mirarlo bien.

El gesto le cambió.

—¿Qué viste esta vez?

Alen tardó un segundo en contestar. Seguía mirando la carne.

—La guerra. La sala. Los brazos de ella. Todo junto.

Cal no dijo nada de inmediato. Solo bajó la vista y sacó el pedazo quemado con dos dedos.

—Bueno... mientras no me maten por un ataque raro, estamos bien.

Le dio un mordisco. Masticó lento, como si necesitara el sabor para poner los pies en la tierra.

—Pero si esa mujer vuelve a abrazarte en medio del almuerzo, avísame. Asi cocino yo.

Alen sonrió apenas. Era una sonrisa chiquita, pero estaba ahí.

Sentados cerca del fuego, sobre bloques de cemento y una rueda caída, comieron en silencio. Entre ellos, una tabla improvisada con una madera vieja de obra servía de mesa. Encima, la carne ya cortada en porciones, tibia y jugosa. No había platos. Solo el cuchillo de Alen, el mismo que usaba para despellejar, cortar y defenderse. Lo pasaban de mano en mano sin decir palabra.

Leni se sentó entre los dos. No tocaba la carne. Solo observaba, atento. Cada tanto, Alen le alcanzaba un pedazo chico. El perro lo tomaba sin apuro y lo masticaba en silencio, como si entendiera que era parte del ritual.

Había pan, redondo y áspero, hecho por Alen esa misma mañana con harina vieja y agua filtrada. Lo cocinó en una chapa calentada sobre brasas, con la corteza tostada y el centro esponjoso.

Cal rompió un pedazo, lo hundió en la grasa que quedaba sobre la tabla y se lo llevó a la boca con una sonrisa de medio lado.

—Que buen asado te mandaste flaco —dijo, con la boca medio llena—. Esto se come con las manos.

Alen no contestó. Solo cortó otro trozo de carne y lo empujó hacia el centro, al lado del pan. El fuego seguía vivo, bajito. La brasa crujía como si hablara bajito.

—Che —dijo Cal, con el cuchillo en la mano y un pedazo de pan en la otra—, si pudieras elegir tu última comida... ¿qué pedirías?

Alen pensó un segundo.

—Locro. Y sopa paraguaya.

Cal lo miró, frunciendo el ceño.

—¿Sopa qué?

—Paraguaya. Es sólida. Como un pan de maíz, con queso, cebolla. Se hornea. Medio húmeda por dentro... dulce, pero salada. Esta buena.

—¿Y le dicen sopa a eso?

Alen asintió.

—Así se llama. No me preguntes por qué. Capaz alguien se confundió hace siglos y quedó así.

Cal se rascó la cabeza.

—¿Y no es sopa?

—No. Se corta con cuchillo.

—Pero... si se corta con cuchillo, ¿cómo va a ser sopa?

—No tengo idea —respondió Alen, con una mueca—. Pero si la probás, no preguntás más.

Cal negó con la cabeza, divertido.

—La humanidad se fue a la mierda, pero seguimos poniéndole nombres raros a las comidas. Increíble.

Leni, como si entendiera el momento, giró la cabeza hacia Alen. Este le pasó otro pedazo de carne.

—Te juro que si alguna vez consigo harina de maíz y queso decente... te la hago —dijo Alen.

—Primero me hacés el locro ese. Quiero ver si es posta o puro chamuyo.

—Dale —dijo Alen, y volvió al pan.

Un silbido cortó el aire. Leni giró la cabeza con fuerza y, en cuanto vio quién venía, se levantó y salió disparado con el rabo moviéndose como un trapo al viento.

Chapu apareció desde entre dos estructuras con su andar irregular y ese aire de quien ya conoce todos los caminos. Llevaba una botella envuelta en un trapo y tres vasos de aluminio colgando de un cinturón improvisado. Al ver al perro, abrió los brazos.

—¡Pero mirá quién está acá! El más fiero del asentamiento —dijo, agachándose un poco para recibir los lengüetazos de Leni.

Se acercó al fuego con paso firme, aspirando el aire como si fuera perfume de lujo.

—Sabía que estaban cerca. El olorcito me guió. 

Cal lo saludó con la barbilla y le hizo lugar en uno de los bloques.

—¿Viniste solo por el olorcito?

—Y por esto —dijo Chapu, levantando la botella—. Vino mutado. Lo hacen unos Torcidos en el norte. Quema como la verdad y pega como mi viejo en pedo.

Apoyó los vasos en la tabla y sirvió con cuidado. El líquido era espeso y oscuro, con un dejo dulzón que se sentía antes de probarlo.

—Che, justo hablábamos de comidas —dijo Cal—. Si tuvieras que elegir la última...

Chapu no lo dudó.

—Cualquier cosa que haga daño y tenga azúcar.

Se rieron los tres, incluso Leni, que soltó un bufido como si entendiera el chiste.

—¿Eso cuenta como comida? —preguntó Alen.

—Cuando vivís más de lo que te tocaba, todo lo dulce es un lujo. 

Brindaron sin decir mucho más. El vino raspó la garganta como lija mojada. Chapu sonrió satisfecho.

—Esto... esto sí es vida pibes.

Cal lo observó con una ceja levantada. Le conocía esa cara.

—Bueno, ya está. Decime. ¿Qué querés? No viniste solo por el vino y el chiste fácil.

Chapu se limpió la boca con el dorso de la mano, se acomodó en el bloque y suspiró.

—Sabía que no me ibas a dejar disfrutar un rato en paz... Pero sí, tengo algo.

Alen ya masticaba más lento. Leni seguía atento,y curioso.

—Un par de hermanos Torcidos —empezó Chapu—. Quieren meterse en un subte viejo, medio inundado. Dicen que ahí crecen unos hongos raros. Quieren escolta para ir a buscarlos. Estudiarlos, recolectarlos. Lo de siempre.

—¿Torcidos? —preguntó Cal—. ¿Qué tan torcidos?

—Ella... mide poco más de dos metros. Pura masa. Habla poco, piensa menos. Pero si hay que levantar un bondi con una mano, seguro puede. El hermano... más chico. Flaco, frágil, con cara de que si lo mirás mal se quiebra en tres, me entedes muy tiernito. Pero tiene cabeza. Es el que sabe qué buscar.

Chapu sirvió un poco más de vino.

—No son mala gente. Pero el lugar es jodido. Agua hasta la cintura, ratas con más dientes que vergüenza y estructuras que se vienen abajo con una tos fuerte.

Cal lo miró de reojo.

—¿Pagaron por adelantado?

—Les daran unas botellas de vino, entre otros ingredientes que al callado le gustaran seguro.

—Hermoso —dijo Cal—. Justo lo que necesitábamos para bajar la comida.

Alen no dijo nada. Solo se pasó el cuchillo de una mano a la otra, limpiándolo con un trapo.

Chapu se encogió de hombros.

—Nadie dijo que la ciencia era fácil.

Cal soltó un bufido.

—¿Y cuándo los vemos?

—Mañana a primera hora. En el depósito viejo, ese que da a los rieles —respondió Chapu—. Van a estar ahí con todo lo que necesitan. Vos llevá armas y paciencia.

Cal levantó el vaso y lo vació de un trago.

—Siempre llevo lo primero. Lo segundo, se negocia.

A la mañana siguiente, el bondi se detuvo con un chirrido frente al depósito viejo. Las ruedas hundieron el barro fresco del terreno y salpicaron gotas oscuras a los costados. El motor quedó encendido, roncando como un animal dormido.

Delante se extendía el paisaje olvidado: una serie de vagones oxidados, descarrilados hace siglos, cubiertos de lodo, plantas trepadoras y herrumbre. Algunos estaban volcados de lado; otros, torcidos como si el metal se hubiera rendido. Entre los rieles y las ruinas, un lago artificial se había formado con el paso de los años. El agua estaba estancada, verde, y despedía olor a moho caliente.

Cal bajó primero. Pisó el barro con una mueca y pateó una lata vacía que se hundió sin esfuerzo.

—Hermoso lugar para un desayuno —gruñó.

Alen bajó detrás, con Leni oliendo el aire cargado de humedad. El perro no ladró, pero mantuvo el lomo tenso.

—Ahí están —señaló Cal, levantando la barbilla.

Los dos hermanos esperaban bajo un toldo improvisado al lado de un vagón medio hundido. Ella era imposible de ignorar: gigante, de hombros anchos como una puerta, con brazos que parecían sacados de una máquina de demolición. Llevaba un peto de cuero gastado, botas hasta la rodilla y una trenza mal hecha que caía como una soga por la espalda.

El hermano menor parecía su sombra, pero de otro mundo. Delgado, encorvado, con un morral lleno de tubos, frascos y papeles enrollados. Tenía los ojos muy abiertos y los labios apretados como si cualquier palabra pudiera quebrarlo.

La mujer los saludó levantando una mano, sin mucho entusiasmo. El hermano hizo un gesto leve, como si tuviera miedo de molestar al viento.

Cal resopló.

—Bueno. A ver qué quieren hurgar esta vez.

—Nosotros somos Getrudis y Wili —dijo ella, con una voz profunda y ronca.

Wili asintió rápido, y agregó.

—Gracias por venir. La entrada al subte está más adelante, a unos cincuenta metros. Entre dos vagones caídos. Se inunda fácil, así que cuanto antes entremos, mejor.

Cal miró hacia donde señalaba, una abertura oscura entre estructuras torcidas, con humedad goteando desde arriba y niebla baja que salía del suelo como un aliento viejo.

—Lindo día para embarrarse —dijo, volviendo al bondi para cerrar el portón.

Alen no dijo nada. Solo chequeó su cuchillo y caminó en dirección a la entrada.

El descenso al subte fue lento y ruidoso. Cada paso hacía crujir la estructura metálica oxidada. El aire era espeso, cargado con olor a humedad, óxido y algo más… algo más antiguo.

Getrudis iba al frente con una linterna gigante colgada del pecho. Iluminaba tramos largos del pasillo corroído. Las paredes estaban cubiertas de musgo y hongos del tamaño de platos. El agua les llegaba hasta los tobillos y subía con cada paso.

Wili revisaba una lista en voz baja, comparando lo que veía con dibujos arrugados que sacaba de su morral.

Leni caminaba entre Alen y Cal, olfateando con cautela. De vez en cuando, soltaba un gruñido bajo.

—¿Escucharon eso? —susurró Alen.

Todos se detuvieron.

Un chirrido. Algo arrastrándose entre el metal húmedo. Goteos que no parecían naturales.

Cal alzó el arma.

—No estamos solos —dijo.

Al avanzar unos metros más, encontraron el primero.

Un agujero. En la pared. No era de óxido ni derrumbe.

Era redondo. Del tamaño de una rueda de carro.

—Esto no lo hizo el agua —murmuró Cal.

Más adelante, otro agujero. Esta vez en el techo. Y más marcas. Arañazos largos en el metal.

—¿Qué vive acá abajo? —preguntó Wili con la voz temblorosa.

—Nada bueno —dijo Getrudis, sonriendo como si eso le diera gusto.

Alen tragó saliva. El cuchillo, firme en la mano.

—Ratas —dijo—. Pero no de las chicas.

Un chapoteo sonó más adelante, seguido de un chillido agudo. Algo se movía rápido entre la sombra. La linterna de Getrudis barrió el corredor y por un instante captaron la forma: una masa pálida, sin pelaje, con patas gruesas y un hocico ciego que olfateaba el aire como si pudiera morderlo.

La criatura se detuvo, expuesta por la luz. Tembló. Emitió un gruñido sordo y retrocedió a toda velocidad, perdiéndose en uno de los agujeros del techo.

—Ratatopo —murmuró Cal, bajando el arma—. Prácticamente ciegas, pero sensibles a la luz. Si la ven, huyen. 

—¿Y hay muchas? —preguntó Wili, blanco como papel.

—Con esos túneles... seguro —dijo Cal—. Pero si armamos luz, capaz las mantenemos lejos.

Getrudis se bajó el morral y sacó una botella rota con lo que parecía aceite de motor. Alen rompió una tela vieja, la empapó y la ató al extremo de una barra metálica.

—Listo —dijo, encendiendo la improvisada antorcha con un encendedor oxidado.

La llama iluminó el túnel como si fuera una bengala. Las sombras danzaron en las paredes húmedas. Más adelante, otro chillido, seguido por el sonido de algo escapando.

Cal hizo otra con un tubo de hierro y un trapo empapado de grasa.

—No va a durar mucho, pero es mejor que ir a oscuras —dijo.

Con las antorchas en mano y los ojos bien abiertos, siguieron avanzando.

La luz se volvió su mejor defensa. Y su único consuelo.

Avanzaron durante varios minutos más, hasta que el agua empezó a bajar. El suelo dejó de hacer ese sonido pastoso al pisar y el olor a moho se volvió más seco. Habían llegado a una zona elevada del túnel, donde las filtraciones no alcanzaban.

Las paredes estaban cubiertas de una capa densa de hongos. Algunos brillaban con un tono azul tenue, otros parecían esponjas grises con vetas rojizas. El aire era pesado, pero no tóxico. Solo espeso, como si se masticara antes de respirarlo.

—Ahí están... —murmuró Wili, con una mezcla de alivio y fascinación.

Sacó su cuaderno y empezó a comparar los dibujos con lo que tenía delante. Sus manos temblaban, pero no de miedo. De entusiasmo.

—Estos... estos no están en ninguna de las guías. Ni siquiera en las del Culto. Y estos otros... mirá esa textura. ¡Y ese color! Esto puede cambiar todo.

Se arrodilló con cuidado, sacó unos frascos y comenzó a tomar muestras con una espátula pequeña. Llenaba cada tubo con delicadeza, como si se tratara de oro en polvo.

Getrudis lo observaba sin decir nada. Solo se quedó quieta, de pie, con la antorcha baja y la mirada fija en la oscuridad del pasillo.

—¿Todo bien, hermano? —preguntó sin girarse.

—Sí, sí... más que bien —respondió él, con una sonrisa sincera por primera vez.

Empezando a hablar. Sin que nadie lo presionara. Explicaba con una voz firme, diferente, cómo esos hongos generaban esporas capaces de descomponer metales ligeros, cómo algunos brillaban por reacciones químicas únicas del subsuelo, y cómo una sola cepa podría purificar agua contaminada. Hablaba rápido, con pasión, sin tartamudeos. Como si al hablar de hongos se olvidara de tener miedo.

Alen lo escuchaba, pero no dejaba de mirar hacia atrás. Algo le zumbaba en los oídos.

—Shhh —susurró, alzando una mano.

Todos se callaron.

Un crujido seco. Un golpe sordo. Vibraciones leves en las paredes.

Cal también lo sintió. Giró la cabeza hacia el pasillo por donde habían venido.

—La entrada... —empezó a decir.

Un estruendo lo interrumpió. Como si el túnel tosiera barro y concreto. Luego, polvo. Un bloque de techo cayó a lo lejos. Otro crujido.

Y después, silencio.

—Se vino abajo —dijo Alen, con la mandíbula apretada.

Wili bajó el frasco que tenía en la mano. Getrudis miró la oscuridad con más atención, como si buscara algo que golpear.

—Bueno... —murmuró Cal—. Parece que vamos a tener que buscar otra salida.

El grupo avanzó con las antorchas encendidas, rodeando los montículos de escombros que ahora bloqueaban su camino de regreso. El ambiente se sentía más cerrado, más denso. Como si el colapso hubiera despertado algo viejo entre las paredes húmedas.

—¿Alguien más siente que el aire pesa más? —dijo Cal.

—Es el miedo —respondió Getrudis, sin emoción.

Wili no decía nada. Caminaba cerca de su hermana, con los frascos apretados contra el pecho.

—¿Siempre supiste tanto de hongos? —preguntó Alen, rompiendo el silencio.

Wili lo miró sorprendido, como si no esperara que alguien le hablara directamente.

—Desde chico. Nos escondíamos en ruinas cerca del pantano. No había mucho más que barro y hongos. Aprendí por curiosidad... y porque si te comías el equivocado, te morías.

—Suena como una buena motivación —dijo Cal, pateando una piedra que cayó en un charco seco.

—¿Y vos? —preguntó Wili—. ¿Cómo terminaste haciendo esto?

Alen dudó. No era de hablar mucho de sí mismo, pero algo en la forma en que Wili preguntaba no sonaba entrometido. Sonaba genuino.

—Desperté en una cápsula. Sin saber quién era. Cal me encontró. Desde entonces, desarmo chatarra, cocino y trato de no morirme.

Wili lo miró como si no supiera si estaba hablando en serio o no.

—Es verdad —agregó Cal—. El tipo salió como nuevo. Ni una cicatriz. Como si lo hubieran sacado del paquete.

Getrudis soltó una risa seca, casi como un bufido.

—A mí me criaron en una comunidad Torcida. Fuerte o muerta, decían. Y yo elegí lo primero.

Caminaron en silencio unos metros más. El túnel se bifurcaba adelante.

—¿Y ahora qué? —preguntó Cal, mirando ambas opciones.

Alen alzó la antorcha y examinó las paredes.

—Por acá —dijo, señalando el camino de la izquierda—. Hay menos marcas de ratas. Y se siente más seco.

El grupo giró sin decir nada más. La conversación había calmado los nervios. Pero el peligro seguía ahí, justo detrás del murmullo del agua y el crujido lejano del metal viejo.

Mientras caminaban, Alen se acercó a Cal.

—No sé... hay algo que no me cierra —dijo en voz baja.

—¿Qué cosa?

—El derrumbe. Justo cuando Wili empezó a hablar. Como si no quisieran que saliéramos por donde vinimos.

Cal lo miró de reojo.

—¿Estás diciendo que las ratas topos nos encerraron a propósito?

—No lo sé. Pero sabían que estábamos acá. Escucharon. Se movieron. Y el derrumbe no fue casual.

Cal soltó una risa breve, sin humor.

—No les doy tanto crédito. Son bichos grandes, no estrategas. Capaz fue pura coincidencia.

—Capaz —dijo Alen, pero no sonaba convencido.

Siguieron caminando. Más despacio. Más atentos.

Por si acaso.

Después de un giro largo en el túnel, el espacio se abrió de golpe. La bóveda era más amplia, con techos altos sostenidos por vigas oxidadas. Desde ahí, a lo lejos, se veía un tramo elevado que podía ser otra salida.

—Parece que por ahí podríamos salir —dijo Alen, señalando el pasaje al fondo.

Empezaron a caminar en dirección a la salida, pero algo cambió en el aire. Las corrientes aumentaban. Pequeños soplos primero, luego ráfagas inconstantes que les agitaban la ropa.

—¿Sentís eso? —preguntó Wili.

—Sí. Viento —dijo Cal—. Puede ser bueno. Significa que hay una salida cerca.

Pero entonces, sin previo aviso, una ráfaga fuerte apagó una de las antorchas. Luego otra. Una a una, las llamas murieron hasta que solo quedaba la penumbra filtrada por la linterna de repuesto que sostenía Getrudis.

—Mierda... —murmuró Cal.

El viento no paraba. Al contrario. Se intensificaba. Como si algo más profundo respirara desde el otro lado.

Entonces empezaron a escucharse. No palabras. No voces. Garras.

Primero suaves. Raspones apenas audibles en la piedra, detrás de los muros, entre las tuberías podridas. Luego más cercanos. Más fuertes. Rítmicos. Coordinados.

—¿Escuchan eso? —preguntó Alen, con la voz baja, pero tensa.

—Sí —respondió Cal, levantando el arma sin apuntar a nada en particular.

La linterna de Getrudis tembló apenas en su mano. La luz danzaba contra las paredes, pero no alcanzaba a iluminar el techo ni los bordes de la bóveda. Estaban rodeados de oscuridad, y algo se movía dentro de ella.

—Nos están rodeando —dijo Alen.

Wili tragó saliva con fuerza. Leni gruñía bajo, con el pelo del lomo erizado.

—No atacan —susurró Getrudis—. Todavía no.

El sonido de las garras crecía. Desde todos los ángulos. Como si esperaran algo. Como si se prepararan.

La tensión se volvió física. Pesaba sobre los hombros. En cada respiración. En cada paso que no daban.

La luz de la linterna era un hilo frágil entre ellos y el abismo. Y ese hilo empezaba a temblar.

Wili tragó saliva con fuerza. Leni gruñía bajo, con el pelo del lomo erizado.

—No atacan —susurró Getrudis—. Todavía no.

El sonido de las garras crecía. Desde todos los ángulos. Como si esperaran algo. Como si se prepararan.

La tensión se volvió física. Pesaba sobre los hombros. En cada respiración. En cada paso que no daban.

La luz de la linterna era un hilo frágil entre ellos y el abismo. Y ese hilo empezaba a temblar.

Entonces, Wili se agachó de golpe.

—Esperen... esperen un segundo —dijo, más para sí que para los demás.

Bajó la mochila al suelo con manos temblorosas, pero no de miedo. Tenía otra cosa en la mirada: una idea.

—¿Qué hacés? —le preguntó Cal, sin bajar el arma.

—El suelo... el óxido... —murmuró Wili mientras revolvía entre sus cosas—. Si encuentro... sí... sí, esto puede servir.

Sacó frascos, cables pelados, un encendedor y una pequeña botella con un líquido oscuro.

—Necesito cinco minutos. Nada más. Cúbreme.

—Cinco minutos es mucho si se nos tiran encima —gruñó Getrudis.

—¡Confíen en mí! —dijo Wili, ya esparciendo cosas sobre el suelo.

Alen intercambió una mirada con Cal.

—¿Lo cubrimos?

—Si esto nos salva el pellejo... vale la pena intentar —respondió Cal, girando hacia el túnel y apretando los dientes.

La tensión no bajó. Las garras seguían sonando. Pero por primera vez, tenían algo más que miedo. Tenían una posibilidad.

Wili trabajaba rápido. Mezcló dos polvos blancos dentro de una botella vacía, sus manos moviéndose con una precisión casi mecánica. Luego vertió un líquido transparente desde un frasco más pequeño. La mezcla chispeó apenas al unirse, como si respirara por sí misma.

—¡No lo agiten! —avisó en voz baja, mientras lo tapaba con un trapo—. Esto necesita unos segundos...

Antes de que pudiera explicar más, los primeros disparos sonaron. Secos, certeros. Getrudis había abierto fuego hacia una sombra en movimiento. Algo chilló y se perdió entre los ecos.

—¡Se vienen! —gritó Cal.

Alen se puso junto a Wili, cuchillo en mano, mirando hacia los extremos oscuros del túnel. Leni ladraba como loco.

Wili no levantó la vista.

—Solo un poco más... solo un poco más...

La solución en la botella cambió de color de golpe. Pasó de un tono claro a un brillo anaranjado intenso, casi metálico. Wili soltó un jadeo de alivio y, sin perder tiempo, raspó con fuerza el óxido del suelo con una cuchilla y lo vertió dentro.

El líquido reaccionó de inmediato. Se agitó dentro del vidrio, y una luz potente comenzó a formarse desde el fondo de la botella. Wili la levantó por encima de su cabeza justo cuando una nueva ráfaga de viento apagaba la linterna de Getrudis.

La oscuridad se desvaneció de golpe. Una explosión de luz blanca y cálida iluminó la caverna entera, como si el sol hubiera estallado bajo tierra.

Y por un instante, lo vieron todo.

Decenas. Tal vez cientos de ratatopos. Pegadas a las paredes, al techo, colgando de grietas, agazapadas entre escombros. Todas quietas. Todas expuestas.

El silencio duró apenas un latido. Después, el caos.

—¡Corran! —gritó Alen.

Aprovechando que las criaturas retrocedían ante la luz, el grupo salió disparado hacia el otro extremo de la caverna. Las sombras se retorcían, confundidas, mientras Wili sostenía la botella luminosa sobre su cabeza como si fuera una antorcha sagrada.

Los ratatopos chillaban, algunos se ocultaban, otros corrían en círculos desorientados. El grupo esquivó piedras, túneles colapsados y charcos densos, avanzando con el pulso en la garganta.

La salida que habían visto antes estaba más cerca de lo que parecía. Una grieta en la estructura revelaba una galería alta, parcialmente derrumbada, pero lo bastante abierta como para pasar.

Getrudis llegó primero. Sin pensarlo dos veces, clavó los pies en el suelo, agarró uno de los pilares corroídos y tiró con fuerza. El metal crujió como si supiera que no podía resistirse. Con un estallido seco, el pilar se quebró y parte de la entrada cedió, sellando el túnel tras ellos.

Las ratas no pudieron seguirlos.

Se quedaron ahí, respirando hondo, iluminados solo por el resplandor moribundo de la mezcla de Wili.

—¿Qué... qué carajo hiciste? —preguntó Cal, mirando la botella con los ojos abiertos.

Wili apenas sonrió, todavía agitado.

—Nada... solo química básica.

Nadie respondió al instante. Getrudis le dio un golpecito en la cabeza con dos dedos, sin mucha fuerza, como quien reconoce algo que no entiende pero respeta.

—Sos raro —dijo—. Pero útil.

Wili solo asintió, con el frasco temblando en la mano.

Después de unos segundos de silencio, el grupo volvió a moverse. Las piernas dolían, el aire seguía denso, pero lo peor parecía haber pasado. Al menos por ahora.

El nuevo pasadizo era más estrecho al principio, pero pronto desembocó en una galería más ancha, con paredes de concreto y metal corroído por el tiempo. Caminaban con cautela, atentos a cada sonido.

Fue Cal quien lo notó primero.

—No hay marcas —dijo en voz baja, señalando el suelo con la punta del arma.

Alen se agachó y tocó la superficie húmeda. Tenía razón. No había huellas, ni arañazos, ni esos agujeros circulares que ya conocían demasiado bien.

—Ni rastro de ratatopos —agregó.

Getrudis olfateó el aire, como si pudiera captar algo más allá de la vista.

—Es raro —dijo—. Este lugar parece limpio.

—Demasiado —respondió Alen.

Avanzaron con más lentitud, como si el peligro pudiera estar acechando en otra forma.

La tensión volvió a crecer. No por lo que oían, sino por lo que no. La ausencia de garras, de chillidos, incluso del eco. Solo sus pasos y respiraciones quedaban.

Fue entonces cuando Wili se detuvo en seco.

—Miren eso —dijo, señalando una de las paredes.

En el concreto ennegrecido, cubierto de moho y salpicado por manchas viejas de óxido, alguien había trazado un símbolo. Era grande, irregular, hecho con pintura rojiza o tal vez sangre seca. Representaba un espiral invertido con marcas que parecían garras en cada extremo.

—Eso es... —empezó Cal, frunciendo el ceño.

—Una marca tribal —interrumpió Getrudis, bajando la voz—. De los Torcidos. Esta zona es de ellos.

—¿De los tuyos? —preguntó Alen.

—No exactamente. Cada tribu es distinta. Algunos son salvajes. Otros, peores.

Wili tragó saliva. El ambiente había cambiado otra vez.

Ahora sabían que no estaban solos. Ni seguros.

No tardaron en confirmarlo.

Desde una abertura lateral, entre sombras y piedras, surgieron siluetas. No ratatopos esta vez. Humanos. O algo cercano. Cubiertos de barro, huesos y trapos viejos, con los ojos pintados de negro y cicatrices rituales cruzando la piel.

Eran Torcidos. Pero no como Getrudis. Estos parecían salidos de un cuento para asustar niños. Su piel brillaba como cuero viejo y varios llevaban collares hechos con dientes.

Uno de ellos habló, pero el tono no era para saludar.

—Profanaron la luz... —dijo, con voz rasposa.

Otro alzó una lanza hecha con hueso y metal oxidado.

—El nido era sagrado.

Getrudis dio un paso al frente, interponiéndose entre los suyos y los otros.

—No sabíamos. Solo queríamos salir vivos.

El líder la miró como si fuera una traidora. Luego clavó la vista en Wili, que aún sostenía el frasco apagado.

—Ese hizo la luz. La luz que cegó a los hijos del subsuelo.

Cal apretó los dientes, y Alen bajó la mano lentamente hacia su cuchillo.

El ambiente se tensó como una cuerda por romperse.

—Hablen rápido —murmuró Cal—.

Cal respiró hondo, dejó el arma apenas baja y levantó una mano abierta.

—Mirá... nadie quería joderles la cueva. Fue un error, ¿sí? Estábamos encerrados. Íbamos a morir ahí adentro. El pibe sólo hizo lo que pudo para que todos salgamos con el cuero entero. ¿Está mal eso?

El líder tribal no contestó, pero su mandíbula se apretó más.

—No queremos su territorio. No buscamos pelea. Solo un camino de salida. Eso es todo. —La voz de Cal era firme, pero sin agresión. Sabía cuándo usar la lengua en vez del plomo.

Mientras hablaba, Alen hizo un leve chasquido con la lengua, como si se aclarara la garganta. Leni, que estaba a unos metros detrás, reaccionó de inmediato. Avanzó sin hacer ruido hasta quedar al lado de su dueño, con el lomo erizado y los ojos clavados en los extraños.

El gesto fue sutil. Pero lo suficiente para que la tensión subiera otro escalón.

Los Torcidos notaron al perro.El silencio volvió. Aún más espeso que antes. Cada segundo era una cuerda tirante a punto de quebrarse.

Uno de los Torcidos dio un paso al frente. Tenía la cara pintada de blanco, con una línea negra cruzándole la frente hasta el mentón. Sus ojos estaban fijos en Leni. No dijo nada. Solo se agachó levemente y estiró una mano hacia el perro, como si fuera a agarrarlo.

—No —murmuró Alen, pero fue tarde.

El Torcido tocó el lomo de Leni y en un movimiento seco, el perro gruñó y retrocedió. Alen, por reflejo, ya tenía el cuchillo en la mano. Y lo siguiente fue puro instinto.

Una puñalada limpia. Rápida. Alen se giró y clavó el filo en el costado del agresor, que cayó con un grito ronco, derramando sangre oscura sobre el suelo húmedo.

Todo explotó al instante.

Los Torcidos gritaron, alzando armas rudimentarias. Getrudis rugió y se lanzó hacia adelante con el cuerpo como un ariete. Cal disparó sin pensar, y Wili se cubrió con el frasco contra el pecho.

La negociación había muerto con ese cuchillo. Ahora, solo quedaba abrirse paso a la fuerza.

Se adentraron entre los pasadizos de la aldea subterránea mientras esquivaban lanzas, disparos improvisados y gritos que retumbaban en la piedra húmeda. No había tiempo para pensar, solo para moverse.

Las antorchas tribales colgaban de las paredes, iluminando figuras toscas talladas en piedra: ratas con cuerpos humanos, rostros deformes, altares de huesos. El culto era real. Y violento.

Entre un giro y otro, llegaron a un espacio amplio, una especie de cámara central construida con restos de vagones y concreto. Desde ahí, al fondo, se veían unas escaleras de metal corroído que subían en espiral hacia una abertura en la parte alta del muro.

—¡Ahí! —gritó Wili, señalando la estructura.

—¿Estás seguro? —preguntó Cal, disparando a ciegas hacia un corredor.

—¡Si hay corriente de aire, hay salida! —respondió Wili.

Getrudis no esperó confirmación. Se lanzó hacia las escaleras como una bestia liberada. Pero justo cuando puso el pie en el primer escalón, una lanza silbó desde lo alto y le dio de lleno en el antebrazo. Getrudis soltó un gruñido de dolor y cayó de rodillas, sujetándose el brazo ensangrentado. Alen la alcanzó de inmediato, levantando el arma y girando hacia la dirección del ataque, mientras cubría a Wili y Leni, que no se despegaban el uno del otro.

Cal fue el último en avanzar, disparando en ráfagas cortas para cubrir al grupo. Al llegar al primer rellano, notó algo: un sistema de poleas y cadenas corroídas que sostenían la compuerta de salida por encima de ellos. Era vieja, oxidada... pero funcional.

—¡Sigan! —gritó Cal—. Yo me encargo de esto.

Esperó a que los demás pasaran por el umbral y, con un disparo bien apuntado, reventó el punto de anclaje principal. Las cadenas crujieron y la compuerta cayó con un estruendo que sacudió la galería.

El acceso quedó sellado, atrapando a los Torcidos del otro lado.

Solo entonces, Cal respiró hondo y corrió a reunirse con los demás.

La compuerta se cerró con un estruendo metálico cuando Cal disparó al mecanismo de cadenas. El eco rebotó por los pasadizos mientras el polvo caía como lluvia fina. Los Torcidos quedaron atrapados detrás, sus gritos apagados por la gruesa placa de acero.

Fuera del túnel, el grupo cayó sobre el terreno rocoso del exterior, jadeando. El sol grisáceo del yermo golpeaba con fuerza. Por un instante, el mundo volvió a tener horizonte.

—¡Getrudis! —gritó Alen al ver que se desplomaba de rodillas.

El brazo izquierdo de la mujer sangraba, pero no solo era eso. Donde la lanza la había alcanzado, la piel comenzaba a tomar un tono violáceo extraño, con vetas verdes que se extendían por debajo de la piel como raíces enfermas.

—¡Mierda! —gruñó Cal, acercándose—. Eso no es una herida común.

—Me rozó, no fue profundo... —intentó decir Getrudis, pero su voz ya sonaba más débil.

—No me gusta ese color —dijo Wili, sacando una venda de su mochila.

Alen se arrodilló junto a ella y sacó su cuchillo. Sin dudar, rasgó la tela de la camisa de Getrudis por encima del codo y ató el trozo como un torniquete improvisado.

—Tenemos que frenar eso ya —dijo, apretando el nudo con fuerza.

—¿Creés que es veneno? —preguntó Wili.

—O algo peor —dijo Cal—. Estos Torcidos comen carne humana y viven entre ratas mutantes. Podría ser cualquier cosa.

La piel de Getrudis palpitaba en torno a la herida. Su respiración era cada vez más errática.

—Tenemos que buscar ayuda médica —dijo Alen, levantándola por los hombros.

—¿Dónde? —preguntó Cal, mirando el yermo desolado frente a ellos.

—Donde sea, pero rápido. Si eso sigue avanzando, le va a tomar el brazo... o algo más.

El grupo se puso en marcha otra vez, con Getrudis semiinconsciente y el horizonte incierto por delante.

El sol ya no golpeaba desde arriba, sino que se deslizaba entre las montañas como una herida encendida. El calor comenzaba a ceder, pero el peso sobre los hombros de Alen se hacía cada vez más insoportable.

Getrudis colgaba de él, inconsciente casi todo el tiempo. Su cuerpo se sentía más pesado que antes, como si se aferrara al mundo solo por inercia. La venda improvisada en su brazo derecho había dejado de contener la infección. Un hilo de pus y sangre seca goteaba cada tanto, sin ritmo, sin pausa.

—¿Falta mucho? —preguntó Wili, jadeando.

—Estamos cerca —dijo Cal, señalando entre la maleza.

Y ahí estaba: el vehículo. El viejo bondi que habían escondido entre rocas antes de entrar al túnel. Polvoriento, con el parabrisas agrietado y los vidrios cubiertos de tierra, pero aún entero.

Alen no se detuvo. Caminó directo hasta él y dejó con cuidado a Getrudis en el suelo, apoyándola contra una rueda. Le apartó el cabello del rostro. Estaba ardiendo.

Cal se arrodilló a su lado y levantó el vendaje.

—Mierda…

La carne del brazo estaba hinchada, de un rojo oscuro casi morado. Líneas negras se ramificaban hacia el hombro como venas muertas. El olor a podredumbre los hizo apartar la cara.

—Ya no hay opción —dijo Cal.

Wili se acercó, palideciendo al ver la herida.

—¿Querés decir que hay que…?

—Sí —interrumpió Alen—. Hay que cortar.

—¿Estás seguro? —preguntó Cal—. ¿Y si...

—Si no lo hacemos ahora, llega al pecho. Y entonces es tarde.

Silencio. Solo el viento y el canto lejano de un pájaro carroñero.

—¿Con qué? —preguntó Wili, sin levantar la mirada.

—Mi cuchillo —respondió Alen—. Alcohol. Fuego.

Cal sacó una cantimplora con alcohol y una botella rota para usar como recipiente. Wili encendió una pequeña fogata junto a la puerta del bondi. Alen se quitó la camisa y la usó como mordaza. Todo era improvisado, brutal, primitivo.

Getrudis abrió los ojos cuando Alen le tomó la mano.

—Va a doler —dijo él, con voz firme.

Ella apenas asintió. Una lágrima cayó por su mejilla, pero no por miedo. Era rabia. Frustración. Dolor de saber lo que venía.

Alen se puso de pie con el cuchillo en mano. Lo sostuvo unos segundos sobre el fuego para esterilizarlo. Luego miró el brazo. Tenía que hacerlo por encima del codo. No había otra.

—Sujetala —ordenó.

Cal y Wili se posicionaron. La sujetaron fuerte. Getrudis gritó antes del primer corte.

El sonido fue crudo. Carne desgarrándose. Hueso resistiendo. Y finalmente, cediendo.

El grito de Getrudis quedó colgado en el aire, como una nota final antes del silencio.

Cal aplicó presión. Wili envolvió el muñón en vendas empapadas de alcohol. Alen usó el filo del machete al rojo vivo para sellar la herida. El olor a carne quemada hizo que Wili vomitara.

Cuando todo terminó, Getrudis había perdido el conocimiento.

El sol ya se había ocultado. El cielo era una cúpula naranja enrojecida por el polvo.

—No sé si hicimos lo correcto —dijo Cal, limpiándose las manos—. Pero era esto o dejarla morir.

Alen no respondió. Solo observaba la sangre en sus manos, la herida cauterizada, el cuerpo inmóvil de Getrudis.

—Tenemos que salir de acá antes que caiga la noche —dijo finalmente—. Si algo huele esta sangre… no vamos a tener otra oportunidad.

Wili asintió. Cal encendió el motor del bondi, que rugió como un animal viejo despertando de una siesta larga.

Subieron a bordo, dejando atrás la parte de Getrudis que el mundo había reclamado.

El motor del bondi rugía con esfuerzo, tosiendo cada tanto, como si también él estuviera herido y avanzara a pura voluntad. El cielo se teñía de ceniza, mezclando las últimas luces del día con las primeras sombras de la noche. Polvo. Silencio. Rutas muertas.

Alen iba en el asiento del copiloto, con la mirada fija en la nada. A su lado, Leni —su perro— se mantenía en el medio, sentado, con la cabeza en alto y las orejas atentas. El animal parecía notar el peso en el aire, pero no decía nada.

Cal conducía, manos firmes en el volante, los ojos revisando el horizonte con cada minuto. Cada tanto murmuraba algo para sí, o acomodaba un cable flojo en el tablero. No hacía preguntas. No hacía comentarios.

En el suelo del bondi, sobre unas mantas viejas, Getrudis dormía. Su rostro estaba pálido, sudado. El muñón, vendado con fuerza, sobresalía como un recordatorio grotesco de lo que habían hecho. Wili se había quedado a su lado, cuidándola en silencio, sin hablar ni moverse demasiado. Solo vigilaba. Solo estaba ahí, como un hermano pequeño al borde de las lágrimas que no sabía si ya estaba permitido llorar.

Alen no hablaba. Su mano aún dolía, aunque no fuera la herida. Era el eco del machete en su palma. La sensación al cortar. El crujido del hueso. El calor del metal sellando la carne viva. Y ese grito.

Volvió a verlo, ahí mismo, delante suyo: Getrudis mordiéndose la tela, los ojos abiertos de par en par, los músculos tensos como cuerdas a punto de romperse.

Luego, otros recuerdos emergieron, sin permiso. Más oscuros, más confusos. Un laboratorio blanco. Un quirófano. Una cápsula. Voces apagadas tras un cristal. Un bisturí bajando. No era el brazo de Getrudis. Era el suyo. O el de alguien más.

Proyecto C-7... transferencia incompleta... no hay tiempo... sellar la unidad...”

Un zumbido agudo llenó su cabeza. Se llevó la mano a la sien. Cerró los ojos.

—¡Guau! —ladró Leni de golpe.

El sonido lo sacó de golpe del trance.

Abrió los ojos. El camino seguía delante. Recto. Desolado.

—¿Estás bien? —preguntó Cal sin mirarlo.

Alen no respondió de inmediato. Leni le apoyó la cabeza en la pierna.

—Sí —dijo al fin, acariciando al perro—. Solo... recuerdos.

—No te pierdas en ellos. No ahora.

Alen asintió, sin mirar. Afuera, la noche se venía encima.

La finca apareció entre los árboles como un espejismo tangible: los muros reforzados con chatarra, las torretas improvisadas, las luces solares apenas vivas parpadeando sobre la entrada. El bondi frenó bruscamente en la entrada principal. Cal ni siquiera apagó el motor.

Alen bajó primero, con la vista fija en las torres. Levantó la mano en señal de paz, como habían acordado.

—¡Traemos herida! ¡Necesitamos a Chapu, ya!

Una de las puertas laterales se abrió y un chico descalzo salió corriendo hacia adentro.

—¡CHAPU! ¡ALEN VOLVIÓ Y TRAE UNA MUJER SANGRANDO!

Al instante, las compuertas se abrieron con un rechinido metálico. Alen y Wili entraron con cuidado, cargando a Getrudis entre los dos. Leni corría en círculos alrededor, nervioso, ladrando sin parar.

Chapu apareció bajando de su taller. El overol lleno de hollín, unos guantes enormes colgando de su cinturón. En la cabeza, unas gafas con más capas de aumento de las que deberían ser legales.

—¡Mierda, qué carajo le pasó!

—Infección. Gangrena. Tuvimos que amputar. —Alen hablaba rápido, sin aliento—. Necesita estabilización o no llega a la mañana.

Chapu los miró un segundo más, su mente ya trabajando más rápido que sus palabras.

—Ponganla en la mesa del taller. No en la médica, en la de ensamblaje. Voy a necesitar herramientas... muchas herramientas.

—¿Podés salvarla? —preguntó Wili, con el rostro desencajado.

Chapu lo miró, serio por una vez.

—Salvarla, sí. Pero va a cambiar.

—¿Qué querés decir?

—Le voy a hacer un brazo nuevo.

Alen lo observó, sin decir nada.

—¿Estás seguro de que podés?

—No, pero lo voy a intentar igual. Es lo que hago.

Getrudis gimió entre sueños. Su cuerpo ardía en fiebre, pero aún respiraba.

—Entonces hacelo. —dijo Alen, firme.

Chapu asintió. Dio media vuelta y gritó a sus asistentes.

—¡Traigan el set de implantes 3B, los estabilizadores y las jeringas de enfriamiento! ¡Y alguien encienda el generador! 

El taller de Chapu olía a metal fundido, alcohol y sudor. Las lámparas colgantes, improvisadas con focos solares y linternas de minería, arrojaban una luz áspera sobre la mesa de ensamblaje. Getrudis yacía inmóvil, entubada y sedada, con el muñón recién cauterizado extendido sobre una base metálica sujeta con correas de cuero viejo. Su respiración era débil, irregular.

Chapu no hablaba. Se movía como un cirujano de otro mundo: con precisión, ferocidad y un brillo en los ojos que solo alguien obsesionado con vencer a la muerte podía tener.

Wili estaba a su lado, temblando, sosteniendo el cableado, alcanzando las piezas. No era médico. No era técnico. Solo hacía lo que Chapu le ordenaba. Y cada vez que veía esos cables delgados conectarse al interior de su hermana —a lo que quedaba de su cuerpo— sentía que algo dentro de él se rompía.

—Sujeta esto. Que no se te mueva. —Chapu le extendió una pequeña placa de interfaz neural, temblorosa de energía.

Wili la sostuvo. Chapu empezó a soldar los conectores microscópicos directamente sobre los nervios expuestos del brazo cortado. El olor a carne chamuscada y ozono llenó el aire. Getrudis se estremeció, incluso sedada.

—¿Está sufriendo?

—No lo suficiente como para parar. Si lo hacemos, se muere. —respondió Chapu, sin mirarlo.

Wili apretó los dientes. Las lágrimas le picaban detrás de los ojos, pero no caían. No ahora.

Horas pasaron. El brazo, aún incompleto, comenzaba a tomar forma: una estructura ligera de acero plateado, con tendones sintéticos, sensores de presión, y una carcasa protectora reforzada. No era bonito. Era brutal. Funcional.

—Cuando despierte, va a sentir todo. Como si el brazo fuera suyo. —dijo Chapu en voz baja, mientras ajustaba una articulación—. Tal vez incluso mejor que el original.

Wili lo miró. Bajó la vista.

—No vamos a poder volver, ¿sabés?

—¿A dónde?

—Con los Torcidos. Mi gente. No aceptan lo que no es carne. Ni siquiera si es por necesidad. Para ellos... esto —señaló el brazo mecánico en construcción— es una traición. Una aberración.

Chapu detuvo un segundo su mano. Lo miró de reojo.

—Entonces que se jodan.

—Es mi familia.

—Y ella es tu hermana. Hiciste lo correcto. Lo único que podías hacer.

Wili no contestó. Seguía sosteniendo el conector, aunque ya no hacía falta. Su mirada se había quedado fija en el rostro de Getrudis, tan pálido, tan ajeno.

—Cuando despierte, ¿vos se lo vas a decir? —preguntó.

—¿El qué?

—Que ya no puede volver. Que la van a odiar.

Chapu pensó un momento.

—No. Eso se lo va a decir el mundo. Yo solo le voy a mostrar cómo hacer que el mundo le tema.

La mañana llegó sin anunciarse, gris y muda, apenas filtrada por los paneles oxidados del taller. El aire olía a aceite, sangre seca y metal. Chapu dormitaba en una silla plegable, con una manta sobre los hombros y las botas apoyadas en un compresor. Wili no se había movido de su lugar; su espalda recta, los ojos abiertos, las manos firmes. No había dormido en toda la noche. No podía.

Getrudis despertó en silencio. Sus párpados temblaron un momento antes de abrirse por completo. Miró el techo, desorientada. Luego giró apenas la cabeza y vio a Wili, inmóvil, como una estatua de hueso y tierra.

—¿Dónde...? —murmuró, con la voz rasposa.

Wili se levantó de inmediato, acercándose. No supo si tomarle la mano o no. No sabía cuál era la mano ahora.

—Estás a salvo. Estamos en la finca. Lo logramos.

Getrudis parpadeó. Luego sintió el peso en su brazo izquierdo. Bajó la vista. El vendaje terminaba antes del codo, y lo que continuaba era otra cosa. Algo mecánico, brillante, gris mate, con tres gruesos dedos: dos paralelos, largos, articulados, y un pulgar fuerte que parecía capaz de aplastar una roca.

—¿Qué...?

Chapu gruñó desde la silla, apenas incorporándose.

—No iba a ponerte una mano inútil. Ese diseño es más fuerte que la original. Más resistente. Y te va a servir mejor. Confía en mí —se frotó los ojos—. Podés agarrar un arma, escalar, incluso romper un hueso con eso si hace falta.

Ella movió los dedos. Los sintió. No como antes, pero sí. Pulsos eléctricos bailaron en su columna. Un estremecimiento de poder, ajeno, nuevo.

—¿Esto fue... tu idea? —miró a Wili.

Él asintió, sin decir nada.

—Tuve que decidir rápido —murmuró después—. No quería perderte.

Ella lo miró en silencio. Luego notó algo más. Sus manos. Wili las tenía cerradas, pero firmes. Inquietantemente firmes. Ya no temblaban. Ya no parecían de un niño asustado, sino de alguien que había cruzado un umbral y no pensaba mirar atrás.

Getrudis sintió un nudo en el estómago.

—¿Qué hiciste?

Wili no respondió. Bajó la mirada. Chapu intervino, con voz grave:

—Tu hermano fue el que sostuvo los nervios. El que soportó el olor, la presión, el dolor. Podría haber salido corriendo. No lo hizo. Lo que hiciste vos en el túnel, él lo hizo acá.

Getrudis volvió a mirar su brazo. Lo alzó lentamente. La mano mecánica emitió un leve zumbido. Apretó. Se oyó un chasquido metálico. Fuerte.

—No puedo volver —dijo, casi como un suspiro.

—Lo sé —respondió Wili, apenas audible.

Se quedaron en silencio. Solo se oía el zumbido bajo del brazo nuevo, y los pájaros a lo lejos.

Getrudis giró la muñeca. La miró. Y por primera vez en su vida, pensó en sí misma no como parte de una tribu, sino como algo aparte. Como una amenaza. Como alguien que podía decidir su propio destino, aunque le doliera.

El cielo empezaba a teñirse de un gris opaco, y el frío de la noche aún no se iba del todo. Afuera de la finca, entre las sombras de una mañana que no terminaba de nacer, Alen encendía unas brasas con restos secos y ramas torcidas. Sobre ellas, una vieja olla abollada comenzaba a hervir. El vapor salía lento, perfumado por un puñado de hierbas que había recogido cerca del cerco.

—¿Qué es eso? —preguntó Cal desde una piedra, con la voz apagada.

—Té —respondió Alen sin mirarlo—. No cura nada, pero da la sensación de que sí.

Cal dejó escapar una exhalación breve. Se sentía pesado. No había dormido. Nadie lo había hecho bien esa noche.

—No pueden volver —dijo finalmente—. Los Torcidos no lo entenderán.

Alen asintió mientras servía el líquido en dos latas viejas. Mientras Cal explicaba.

—No van a querer entenderlo. Para ellos, perder un brazo es un sacrificio. Ponerse uno de metal... es rendirse.

—Para mí no. Fue salvarla —dijo Alen con fuerza contenida.

Alen se sentó cerca, mirando las brasas.

—Se vienen con nosotros.

Cal lo miró de reojo.

—¿Así nomás?

—Así nomás. Ella es fuerte. Y el... sabés cosas. Sobre hongos, sobre entornos. Tiene cabeza. Eso vale más que músculo en este mundo.

—No son soldados, Alen. Vos sí. Ellos eran parte de algo... hasta ayer.

—Y ese "algo" los dejó. ¿ Te recuerda a alguien?.

El silencio se hizo largo. Solo el crujido del fuego y el soplo del viento cruzaban entre ellos. Cal bajó la mirada.

—¿Y si todo esto los cambia?

Alen giró apenas la cabeza, mirándolo con seriedad.

—Ya nos cambió.

El mediodía caía con fuerza sobre la finca. Un viento seco arrastraba polvo y olor a óxido. Alen estaba agachado junto a una plancha de metal calentada por brasas, cocinando algo que olía a raíz quemada y carne salada. A su lado, Cal se mantenía en silencio, observando cómo el humo subía en espirales.

Los pasos llegaron primero. Alen giró la cabeza. Por el camino de tierra venían Getrudis y Wili, caminando juntos. Ella aún tenía el brazo vendado y sostenido con una tela al cuello, pero se notaba que ya no tenía fiebre. Wili llevaba algo envuelto en un trapo viejo. Detrás de ellos, más por inercia que por entusiasmo, caminaba Chapu, con su bata sucia y la cara ojerosa.

—Venimos a pagar la deuda —anunció Wili apenas estuvieron a distancia.

Getrudis desenrolló el trapo con cuidado, revelando una botella polvorienta de vidrio oscuro. La levantó como si fuera oro.

—Prometimos vino si nos ayudaban a cruzar vivos. Cumplimos.

Alen asintió, y Cal sonrió apenas.

—Bienvenidos de nuevo —dijo ella.

Chapu bufó, sentándose sin que se lo ofrecieran.

—Yo solo vine por la comida. Si no hay carne, me voy.

—Hay carne —respondió Alen sin mirarlo—. Pero no esperes que esté tierna.

Se sentaron en círculo, usando cajas, piedras y restos de chatarra como asientos. Alen sirvió porciones usando tapas oxidadas como platos. El humo del mediodía los envolvía con un aire cálido y áspero.

Comieron en silencio unos minutos, hasta que Wili habló.

—No podemos volver con los nuestros. Lo sabés, ¿no?

Gertrudis bajó la vista, apretando el brazo nuevo contra el pecho. Su expresión era una mezcla de determinación y miedo.

—Lo sé.

Cal miró a Alen, pero no dijo nada.

Wili siguió hablando, su voz más firme ahora.

—No les pedimos que nos salven. Solo... que viajemos juntos un tiempo. Pagamos nuestra parte. Podemos ser útiles. Yo sé distinguir hongos comestibles de venenosos, y ella...

—Yo soy fuerte. Más que antes —interrumpió Gertrudis, levantando el brazo metálico. Aún se movía con rigidez, pero se notaba el poder en sus articulaciones nuevas.

Chapu dejó de masticar y la miró de reojo.

—Esa mano tiene más torque que una cerradura industrial. Si sabés usarla, va a servir más que muchos fusiles.

Alen limpió el cuchillo con una hoja seca.

—No viajamos por caridad. Cada uno tiene que ganarse el lugar.

—Ya lo sabemos —dijo Wili.

—Entonces bienvenidos —dijo Cal por fin, con voz tranquila.

Alen sirvió algo de vino en una lata oxidada y la levantó como brindis.

—Por los que no volvieron, y por los que encontraron otro camino.

Chocaron las latas. Por un instante, todo fue humo, calor, vino áspero y la tenue sensación de que, al menos por ahora, no estaban solos.

[Fecha estimada:22 De Julio 3995]

Ubicación: Ubicación: Algún lugar del Camino.

Otra vez el humo de las brasas me arde en los ojos. Cociné con lo que teníamos. Sabe a tierra, pero al menos llena. Cal está cerca. Habla poco, como siempre, pero no se va. Supongo que eso cuenta como quedarse.

Hoy vi a Getrudis levantar su brazo nuevo. Brilla bajo el sol como una pieza de las viejas máquinas. Chapu hizo un buen trabajo. Más que eso. Le dio algo que ningún Torcido aceptaría. Y ella… lo tomó sin dudar.

Recuerdo cuando corté el suyo. Todavía tengo el olor del hueso quemado y la carne chamuscada en la garganta. No me tembló la mano, y eso me asusta más que si hubiera temblado. No sé si fue valor o costumbre.

Wili no se apartó de su lado en ningún momento. Tiene más coraje del que parece. Se quedó callado cuando la serrucha chirrió. No gritó, no lloró. Solo sostuvo su brazo hasta que terminó. A veces me olvido que los chicos como él han visto más muerte que vida.

Y Chapu… vino por comida, dice. Pero se quedó toda la noche conectando nervios como si lo que hacíamos tuviera sentido. Como si creyera que armar a alguien con chatarra es una forma de salvarlos. Tal vez lo es.

Ahora somos un grupo de parias. Sin un lugar claro, sin un camino seguro. Pero juntos. Por ahora.

Pensé que la soledad era mi castigo. Pero puede que haya algo peor: tener gente cerca y temer perderla. Me estoy acostumbrando a sus voces, a sus pasos, al ladrido de Leni cuando me pierdo en mis recuerdos.

No sé cuánto durará esto. Pero si mañana muero, al menos hoy sentí que no cargaba todo solo.