Capítulo 3: El caos y la adaptación

Apenas tuvo tiempo de reaccionar cuando todo a su alrededor comenzó a desvanecerse. Su celular comenzó a emitir una extraña vibración, la cual no había sentido antes. Antes de que pudiera comprender lo que sucedía, una luz cegadora lo envolvió por completo, y en un instante, todo cambió.

El aire era gélido, pero no insoportable. La luz se filtraba suavemente desde un cielo pálido, como si el mundo entero estuviera cubierto por una sábana blanca que lo hacía todo más lento, más silencioso. A lo lejos, las montañas estaban recortadas con líneas suaves, envueltas en una bruma ligera. El suelo, firme pero cubierto de una capa delgada de nieve, parecía extenderse sin fin, manchado solo por algunas rocas oscuras y restos de vegetación retorcida.

Lucas se incorporó con dificultad. Su cuerpo temblaba más por la confusión que por el frío. No había ruido de autos, ni zumbidos eléctricos, ni voces humanas. Solo el crujido de la nieve bajo sus zapatos, y el silbido sutil de una brisa que venía de ningún lugar en particular.

Durante unos segundos, parecía un lugar pacífico. Abierto. Limpio.

Pero algo no encajaba. Era como si todo estuviera demasiado quieto. Demasiado perfecto. Como si el mundo entero se hubiera congelado no por el frío, sino por miedo.

A su alrededor, los otros dos chicos que habían sido transportados con él también comenzaban a reaccionar. Uno se frotaba los brazos, con los ojos abiertos de par en par; el otro simplemente se quedó sentado, mirando a la nada, como si algo se hubiera roto dentro de él.

Había objetos dispersos por el suelo: una mochila abierta, un termo abollado, un libro con manchas de barro helado en las páginas. Las huellas de los tres estaban marcadas en la nieve, pero no duraban mucho: el viento comenzaba a borrarlas lentamente.

Lucas sintió una presión en el pecho. Aquello no era un sueño. Algo dentro de él lo sabía. Esto era real.

Cuando alzó la vista, en la distancia, más allá de una línea de arbustos deformes y árboles bajos, lo vio.

Una silueta.

Grande. Poderosa. Ajena.

No se movía rápido. Solo caminaba, como si patrullara su propio territorio. Su cuerpo estaba cubierto de un pelaje denso, oscuro, pero adaptado al frío. Su andar era pesado, firme, y en cada paso dejaba una huella profunda que tardaba en desaparecer.

—No… no puede ser —susurró uno de los chicos, con la voz entrecortada—. Yo… yo lo vi en un documental… eso… eso ya no existe. ¡Eso ya no debería existir!

Se llevó ambas manos a la cabeza, y comenzó a respirar de forma irregular, casi hiperventilando. Lucas se giró para calmarlo, pero entonces lo escucharon.

Un grito. Agudo. A lo lejos.

El tercero ya no estaba con ellos.

El sonido se apagó tan rápido como empezó, como si lo hubieran cortado de golpe. Lucas se quedó helado, no por el clima, sino por la forma brutal en que algo había cambiado sin previo aviso. Buscó con la mirada, pero no vio nada más que árboles, viento y la nieve revoloteando.

Solo una cosa quedó clara en ese momento: no estaban solos.

Y ese nuevo mundo no era un lugar para todos.

Lucas no sabía aún lo que enfrentaría, pero algo dentro de él se activó. No era solo miedo… era una chispa. Tal vez una mezcla de instinto y memoria. Sabía que tenía que actuar con rapidez, pensar diferente, sobrevivir.

Y aunque no entendía las reglas de ese nuevo lugar, tenía algo que los otros no: conocimiento. Técnicas. Habilidades.

Cocina. Electronica. Una mente que había aprendido a adaptarse incluso en medio de la escasez.

Pero esto... esto era otra cosa.

Un territorio donde el silencio podía matar.

Y donde solo uno saldría con vida.