El aire era tan denso que dolía respirarlo. El silencio del lugar, apenas roto por el viento que arrastraba la nieve, envolvía todo como un velo pesado. No había árboles, ni edificios, ni señales humanas. Solo un campo blanco, extenso e infinito, bajo un cielo que comenzaba a teñirse de un azul profundo. El sol apenas se insinuaba en el horizonte, como si no quisiera presenciar lo que estaba por venir.
Lucas miró a su alrededor, todavía aturdido por lo ocurrido. El cuerpo de uno de los chicos yacía inmóvil a unos metros, el rostro deformado por el terror. No supo si murió por el shock o por algo más. Pero el grito… ese grito que aún resonaba en su cabeza, provenía de otra dirección.
—Tenemos que irnos de aquí —dijo una voz temblorosa.
Era uno de los dos desconocidos que habían sido transportados con él. Tenía el rostro pálido, con los ojos bien abiertos y clavados en el punto donde el grito había nacido. Llevaba una mochila de tela verde desgastada, manchada de barro y nieve, y en sus manos sostenía con fuerza un frasco pequeño que tintineaba con cada paso.
—¿Estás bien? —preguntó Lucas, aunque sabía que la respuesta era obvia.
—No… no puede ser… lo que vimos… eso no debería existir —murmuró el chico, con la voz entrecortada—. Era del Eoceno. Eso… eso era un Basilosaurus… o un Gastornis, no lo sé, pero era real. ¡Era de verdad!
Lucas lo miró, confundido.
—¿Cómo sabes eso?
—Mi nombre es Iker —respondió el joven, intentando calmarse—. Estudio botánica, pero me fascina la paleontología desde niño… por eso lo reconocí… y por eso estoy seguro de que no estamos en nuestro tiempo.
La frase lo golpeó como un ladrillo en el estómago. Lucas ya lo sospechaba, pero oírlo en voz alta lo hacía aún más real. El mundo en el que estaban era otro. Uno donde criaturas extintas caminaban libremente, y los humanos eran solo presas.
—¿Qué llevas en la mochila? —preguntó Lucas, intentando cambiar de tema.
—Semillas… de mi proyecto final —dijo Iker, apretándola contra su pecho—. Quería desarrollar plantas que resistieran cambios climáticos extremos. Irónico, ¿no?
Lucas sonrió, casi con tristeza. La desesperación no borraba del todo el instinto de sobrevivir. En su caso, lo había forjado desde mucho antes.
La imagen de su madre apareció fugazmente en su mente. Siempre rodeada de documentos y pantallas, hablaba de cosas que él no entendía. No pasaba mucho tiempo en casa, pero cuando lo hacía, cocinaba con una ternura que desmentía su frialdad profesional. Le gustaban las plantas también, y decía que eran más resistentes que muchos humanos.
Y su padre… nunca hablaba mucho de su trabajo. Era ingeniero biomédico, eso era todo lo que sabían. Una vez, lo escuchó discutir por teléfono, en tailandés, con alguien que hablaba de "envíos" y "retribuciones". Lucas no entendía, pero Javier sí. Por eso se guardaban cosas. Por eso mentían. Por eso habían aprendido a vivir con secretos.
—Lucas —dijo Iker, llamando su atención—. Tenemos que movernos. Si ese grito vino de allá, mejor ir en dirección contraria.
Lucas asintió. Aunque sus piernas temblaban, su mente comenzaba a reaccionar. No podía congelarse, no ahora. Javier le había enseñado que la vida no da segundas oportunidades. Y en este lugar, lo entendía más que nunca.
Empezaron a caminar, dejando atrás el eco del terror, pisando la nieve con cuidado. A lo lejos, un par de figuras se deslizaban entre la niebla.
No sabían si eran animales o algo más… pero sabían que no estaban solos.