Capítulo 4 (continuación): Bajo el hielo

El sol, que apenas rozaba el horizonte desde su llegada, ya empezaba a desvanecerse. Un resplandor tenue se deslizaba entre las nubes espesas, haciendo que todo el paisaje brillara con un matiz azul metálico. La nieve crujía bajo sus pies, y el viento se volvía cada vez más cortante.

—Allí —dijo Iker, señalando una formación rocosa parcialmente cubierta de hielo—. Si no me equivoco, esa zona debería ser un poco más segura para pasar la noche.

Lucas lo miró con desconfianza. No por desmentirlo, sino porque cualquier lugar en este infierno blanco parecía igual de peligroso.

—¿Estás seguro?

—Lo leí una vez, en una publicación sobre la fauna del Eoceno Antártico. Este lugar… no era muy transitado por los grandes depredadores —explicó Iker, mientras avanzaba—. Creo que por las temperaturas extremas y la falta de alimento. No lo recuerdo con claridad, pero era considerado un "refugio natural" por algunos paleobiólogos.

Lucas no respondió. Su respiración se hacía más pesada con cada paso, no solo por el frío sino por la tensión acumulada. La muerte había sido demasiado cercana, y su cuerpo aún temblaba, no por el clima, sino por el miedo.

Llegaron al borde de una grieta congelada donde el hielo formaba una especie de cueva natural. El techo brillaba con cristales afilados, y dentro, el ambiente parecía más cerrado, menos expuesto al viento.

—Aquí servirá —dijo Iker, dejando caer su mochila—. He acampado en sitios peores.

Lucas se sentó con las piernas cruzadas, frotándose las manos. Iker, con movimientos precisos, comenzó a preparar el pequeño refugio. Sacó de su mochila una manta térmica, unas semillas envueltas en papel encerado y una especie de hornillo improvisado hecho con latas recicladas y piedras volcánicas. Se notaba que había hecho esto antes.

—¿Sueles acampar solo? —preguntó Lucas, observándolo.

—Sí —respondió sin levantar la vista—. Por mis estudios. Estudio botánica en la Universidad de Navarra, en España. Es privada, sí, bastante exigente. Mi padre insistió en que debía estar en la mejor. Él… tiene dinero, es de San Sebastián. Un empresario. Frío, serio, pero cumple con lo que promete.

Lucas asintió, comprendiendo ese tipo de relación sin palabras. Iker continuó mientras encendía una pequeña llama entre dos piedras.

—Pero no fue por él que comencé a estudiar plantas. Fue por mi madre. Ella murió hace tres años por una falla cardíaca. Tomaba unos tés naturales para calmar sus ataques de ansiedad… hasta que un día colapsó.

Hizo una pausa. El fuego crepitaba suavemente.

—Después supimos que esos tés estaban adulterados. Eran de una tienda muy conocida en Madrid. Usaban una planta que no debía mezclarse con betabloqueadores. Una combinación letal.

Lucas lo miró en silencio. Iker hablaba con una calma que solo podía nacer del dolor que se había convertido en costumbre.

—Le prometí que haría algo con eso. Que estudiaría las plantas para ayudar, para evitar que otra madre muriera así. No sé si alguna vez lo logre, pero al menos intento hacer algo útil.

El silencio volvió, solo interrumpido por el leve silbido del viento fuera de la cueva. Lucas bajó la cabeza, pensativo. Las palabras de Iker removían algo dentro de él, algo que prefería no enfrentar… todavía.

—Yo también tuve una madre científica —dijo al fin, casi en susurro—. No sé exactamente a qué se dedicaba… creo que a estudios ambientales, o algo relacionado con salud. Siempre estaba fuera. Laboratorios, viajes… Pero cuando estaba en casa, nos hacía reír. Cocinaba cosas raras y hablaba con las plantas como si fueran sus amigas.

—¿Y tu padre?

Lucas dudó. Luego dijo:

—Ingeniero biomédico. Trabajaba en Tailandia, en una clínica privada. Nunca supe mucho más. Nunca hablaba del trabajo. Solo recuerdo que una vez mi hermano y yo escuchamos una llamada extraña… gente hablando en otro idioma. Javier dijo que era tailandés… y algo más.

—¿Crees que estaba metido en algo?

—No lo sé —respondió Lucas—. Pero Javier y yo decidimos no preguntar. Solo… seguir adelante.

Los dos quedaron en silencio otra vez, conectados por historias diferentes, pero heridas similares. En esa grieta helada, por primera vez desde que llegaron, sintieron algo parecido a compañía.

—Mañana buscaremos algo de alimento —dijo Iker—. Si tenemos suerte, podríamos encontrar musgos primitivos o líquenes. Y si no… bueno, las semillas que traje no son comestibles, pero tengo algunas para estudiar adaptaciones. Tal vez nos sirvan para algo.

Lucas asintió, y se recostó con la espalda contra la pared congelada.

Afuera, la noche cayó por completo. Y en la lejanía, entre los ecos del hielo y el rugido lejano del viento… algo grande se movía.