La caminata era silenciosa, cada paso crujía sobre la escarcha como si el suelo se quejara de su presencia. Lucas no podía dejar de observar el bosque que se estiraba hacia el sur. Era un mar de sombras oscuras entre los árboles, como si una criatura gigantesca respirara desde dentro.
Iker iba concentrado, deteniéndose de vez en cuando a inspeccionar la vegetación que lograba crecer entre la nieve y las piedras. Sacaba pequeñas pinzas de su mochila, recogía musgo, tallos, pequeñas raíces… y anotaba con rapidez. Su libreta ya estaba húmeda, pero no dejaba de escribir.
—¿Qué estás buscando exactamente? —preguntó Lucas, rompiendo el silencio.
—Nada específico… —respondió Iker sin apartar la vista del suelo—. Pero algunas de estas especies… no existen en ningún registro moderno. Tal vez son antecesoras de plantas que conocemos. Tal vez no.
Lucas asintió en silencio. Había algo admirable en la forma en que Iker intentaba darle sentido a todo eso, como si buscar respuestas en la ciencia lo protegiera de la locura.
—¿Sabes? —dijo Iker, mientras arrancaba con cuidado un helecho rojizo—. Mi mamá siempre decía que las plantas eran más sabias que las personas. Que no corrían, ni gritaban, ni se desesperaban… pero sobrevivían a casi todo.
Lucas se quedó en silencio. No sabía mucho sobre botánica, pero entendía el fondo de lo que decía.
—¿Tu mamá era botánica también?
Iker guardó el helecho en un tubo transparente.
—No. Solo una amante del té —respondió con una sonrisa triste—. Pero fue lo último que tomó antes de que… bueno… antes de que ya no pudiera tomar nada.
Lucas lo miró, sin decir nada. Iker respiró hondo y siguió caminando.
—Le dieron uno con valeriana adulterada. Un té para dormir, de esos de tienda bonita, con envases caros. El mismo que ahora está en todos los supermercados. Ella tenía problemas al corazón… y esa combinación la mató en minutos.
Lucas sintió un nudo en la garganta. Iker hablaba con una calma inquietante, como si lo hubiera repetido tantas veces en su cabeza que ya se había gastado el dolor.
—Desde entonces quise entender a las plantas. No para hacer justicia, eso no sirve de nada… —dijo, apretando el tubo entre los dedos—. Solo para que nadie más dependa de mentiras para curarse.
Lucas asintió, admirándolo un poco más. Nunca había conocido a alguien que llevara tanto dolor en silencio… y aun así, se mantuviera amable.
El camino comenzó a inclinarse. Desde ahí, entre la niebla tenue, podían ver mejor el bosque que descendía hacia el este. Y también algo más.
—¿Eso es… un lago? —preguntó Lucas.
Iker sacó sus binoculares. Observó en silencio unos segundos.
—Parece congelado. Pero hay grietas. No deberíamos acercarnos aún… Mira allá.
Apuntó hacia el borde del agua. Algo se movía lentamente. No era grande… pero sí cuadrúpedo. Con un cuerpo bajo, como de reptil, y una cola gruesa. Se deslizaba entre los troncos, sin apresurarse. Como si no tuviera miedo. Como si supiera que ese bosque era suyo.
—¿Lo conoces? —preguntó Lucas en voz baja.
Iker bajó los binoculares, pálido.
—No estoy seguro… pero se parece a un Thrinaxodon. Eran pequeños… pero eso…
—Eso no era pequeño.
—Exacto.
Un escalofrío recorrió la espalda de Lucas. Estaba claro: esa criatura no debía estar ahí, o no en ese tamaño.
—¿A qué hora es más peligroso aquí? —preguntó Lucas, sin apartar la vista del bosque.
—Por la noche. Las temperaturas bajan, y los animales salen de sus escondites. Muchos prehistóricos eran nocturnos, o al menos crepusculares.
—Entonces debemos alejarnos antes de que anochezca.
Iker asintió.
—Hay una cueva más arriba. No muy profunda, pero con buena vista al valle. Es el mejor lugar para acampar sin adentrarnos en el bosque.
Subieron con cuidado. El suelo se volvía más rocoso, menos nieve, más musgo. En el trayecto encontraron restos: huesos. Algunos pequeños, como de ave… otros, enormes. Como una mandíbula descompuesta con dientes rotos. Lucas evitó mirar demasiado.
Cuando llegaron a la cueva, el sol ya caía en diagonal. El lugar era estrecho, pero seco. Y desde ahí, podían ver todo: el lago, el bosque, el sendero que recorrían. Iker acomodó su mochila y sacó las semillas de su proyecto, guardadas con celo en tubos acolchados.
—¿Y eso qué es? —preguntó Lucas.
—Un híbrido que estaba cultivando. En teoría… puede crecer incluso en suelos con poca luz solar. La traje solo por si acaso, como parte del proyecto… nunca imaginé tener que usarla para sobrevivir.
Lucas lo observó en silencio. Todo en Iker parecía pensado, planificado. Y sin embargo… no dejaba de ser humano.
—Eres de España, ¿no?
—Sí. De Pozuelo. Cerca de Madrid. Uno de esos barrios donde los perros tienen más comodidades que las personas.
Lucas sonrió. Por primera vez en mucho rato.
—¿Y tú? —preguntó Iker.
—Lima. Perú.
—¿Te gusta tu carrera?
Lucas dudó un momento.
—La elegí por necesidad. Pero… ahora no estoy tan seguro de que haya sido una mala elección.
Se quedaron en silencio un rato, mirando el horizonte. La noche comenzaba a caer, y la temperatura volvía a descender. Un aullido lejano los hizo tensarse. Pero no se movieron.
En algún punto del mundo, el tiempo seguía avanzando como siempre. Pero para ellos… parecía haberse detenido justo antes del colapso.