Capítulo 3: El carruaje, el caos y la llegada real

El interior del carruaje era más espacioso de lo que parecía desde afuera —clásica magia de expansión dimensional. Tapicería de terciopelo azul, runas flotando suavemente en los bordes de las ventanas, y un panel encantado que mostraba el mapa mágico en tiempo real.

Dargan estaba tirado como si fuera su habitación, con las botas sobre la mesa, mirando las nubes por la ventana.

—Hora y media para llegar… suficiente tiempo para aburrirme —murmuró mientras lanzaba una pequeña chispa de fuego al aire y la moldeaba en forma de un grifo bailando tap.

De pronto, una voz femenina y elegante emergió del panel mágico.

—Atención, pasajero Dargan Zevalen. Se aproxima una tormenta mágica de nivel tres. La ruta será desviada levemente. No se recomienda abrir ventanas. Tampoco lanzar hechizos fuera del carruaje.

—"No se recomienda"… —repitió con tono burlón—. ¿Quién vive siguiendo recomendaciones?

Apenas lo dijo, una sacudida violenta hizo tambalear el carruaje. Afuera, relámpagos de colores púrpura y verde cruzaban el cielo como serpientes locas. El aire se volvió denso. El mapa flotante parpadeó.

—Eso no parece una simple tormenta…

Entonces, sin previo aviso, algo golpeó el carruaje por un costado. Un rugido extraño retumbó desde el exterior, y los grifos chillaron. El carruaje giró, cayendo en picada hacia un claro del bosque.

—¡Me niego a morir antes de molestar a un profesor! —gritó Dargan, poniéndose de pie, la chaqueta flotando con el viento mágico que entraba por una rendija rota.

Saltó hacia la puerta lateral, abrió un compartimento secreto del carruaje y sacó su varita oficial Zevalen: negra, con inscripciones en azul oscuro que brillaban como brasas.

Cuando se asomó, vio lo que atacaba: una criatura mágica salvaje, parecida a un dragón menor pero cubierto de niebla negra. Un hechizo corrompido.

—¿Qué haces tú fuera de un manual de criaturas peligrosas?

La criatura chilló y disparó una ráfaga de sombra. Dargan, como quien esquiva una pelota en el recreo, se impulsó con una runa bajo sus pies y contraatacó con una explosión de fuego azul.

—¡Magia de combustión controlada, edición caótica!

La criatura se tambaleó, el carruaje giró de nuevo, y con un último salto, Dargan aterrizó en el lomo de uno de los grifos. Agarró las riendas.

—¡Perdón por la intromisión, muchacho emplumado, pero tengo que llegar con estilo!

Con una sonrisa maniaca, usó las riendas y su magia para redirigir el carruaje, mientras la bestia mágica retrocedía entre estallidos de luz. Finalmente, con una última sacudida, los grifos recuperaron el control. El carruaje, humeando, retomó altura.

La voz del panel volvió, con un tono notablemente más tenso.

—La amenaza ha sido neutralizada. Reanundando ruta a la Academia Real de Magia.

Dargan, con el pelo despeinado por el viento, se dejó caer de nuevo en el asiento, jadeando.

—Bueno… eso fue divertido. ¿Tendrán café en la academia?

Poco después, el carruaje descendió sobre una vasta explanada rodeada de torres flotantes, fuentes de luz mágica y un castillo central que superaba incluso el de los Zevalen. El emblema real de la academia flotaba en el aire, tallado en luz pura.

La Academia Real de Magia de Asteria.

Decenas de estudiantes ya llegaban por portales, bestias voladoras y carruajes similares. Algunos lo miraban con curiosidad cuando su vehículo aterrizó con humo y un ala del techo colgando.

—Sí, llegué. Y sí, no pregunten.

Bajó del carruaje como una estrella de rock tras estrellar su guitarra. Algunos estudiantes se apartaron. Otros murmuraron. Una chica con uniforme ya puesto le lanzó una mirada entre espanto y admiración.

Desde una terraza alta, una figura lo observaba: una directora de aspecto imponente, con túnica negra adornada con gemas celestes. A su lado, varios profesores, uno de ellos con una lista.

—¿Ese es… el Zevalen menor? —preguntó un profesor de lentes redondos.

—El mismo —respondió la directora sin quitarle la vista de encima—. Esto va a ser interesante.

Dargan respiró hondo. Sacó una varita de repuesto del bolsillo.

—A ver qué tantas reglas rompo el primer día.

Fin del capítulo.