Capítulo 3.5 – La Sombra de Yavin

El caos reinaba en los niveles inferiores de la Ciudadela de Tharlon. Lo que antes eran corredores bulliciosos y centros de actividad frenética, ahora eran zonas de cuarentena improvisadas. Androides médicos corrían de un lado a otro; guardias armados patrullaban cada esquina con el dedo tenso sobre el gatillo. Los hologramas de noticias parpadeaban con imágenes de destrucción: ciudades en llamas, naves de guerra destrozadas, colonias enteras sumidas en la anarquía.

Una explosión sacudió la superestructura, haciendo vibrar los paneles metálicos. Afuera, los disparos resonaban a lo lejos: la guerra ya no estaba "lejos". Se acercaba.

En una sala de conferencias improvisada, los miembros del Consejo Ejecutivo Interno, apodados en los pasillos como el Consejo de Ratas, se reunían entre murmullos de desesperación. Aquellos rostros, antaño arrogantes y altivos, ahora revelaban lo que siempre ocultaron: miedo.

—Otro ataque terrorista —gruñó Joshen Caldras, mascando su cigarro apagado—. Volaron la central de energía del Sector 7. Miles de muertos.

—Eso no fue terrorismo —corrigió Virelle Sa’tann, helada y precisa—. Fue sabotaje. Fue obra del Nuevo Orden.

—¡Es lo mismo! —estalló Zaloran Kervos, golpeando la mesa—. ¡Yavin está destruyendo nuestro mundo desde dentro!

Las cifras eran irrebatibles:

La Flota Invencible, orgullo del Consenso, aniquilada en una emboscada.

El Gobernador de Tressia Prime, asesinado en su propia cama.

Las rutas comerciales a los sistemas mineros de Xylos, completamente bloqueadas.

E incluso Andoria, bastión leal, había caído.

Pero lo que más inquietaba no eran las flotas ni los recursos, sino los asesinatos selectivos. Las familias, los aliados, los hijos. Ejecutados con precisión quirúrgica.

—Mi sobrino… —dijo Sa’tann con un hilo de voz—. Lo encontraron desangrado. En su apartamento.

—Mi hija fue envenenada —murmuró Kervos, la rabia ahogada en un nudo de impotencia.

El silencio que siguió fue sepulcral. El Consejo, alguna vez temido, era ahora presa de su propio pánico.

En la sala privada anexa, Ivar Malkorn mantenía una acalorada discusión con los demás miembros. Las imágenes proyectadas no dejaban lugar a dudas: los restos humeantes de la flota en Eridan, la devastación orbital de Tressia, los refugiados apiñados en cápsulas de escape. La derrota era visible en cada píxel.

—Los sistemas exteriores se nos escapan —admitió Malkorn—. Las flotas no responden. Las élites locales están desertando. ¡Incluso los medios ya no nos obedecen!

—Yavin ha calado en los corazones —interrumpió Sa’tann—. Él no promete democracia. Promete justicia. Y eso, en este momento, vende más.

—¡Y tú permitiste que creciera! —acusó Caldras—. ¿Dónde estaban tus reformas? ¿Tus planes?

Malkorn alzó la voz, furioso:

—¿Y dónde estaban ustedes? ¿Acaso no fue Zaloran quien vendía contratos de defensa falsos? ¿Acaso no fue Virelle quien dirigía campos ilegales en Tarsenna?

Zaloran sonrió con veneno.

—Y sin embargo, aquí estamos... y tú eres el que se tambalea.

Malkorn comprendió entonces lo inevitable. No era solo el fin del Consenso. Era el principio del sacrificio. Y él sería la ofrenda.

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Aquella noche, oculto bajo una capa térmica, Malkorn descendió a los niveles inferiores de la Ciudadela. El hangar estaba silencioso, flanqueado por sombras. Una figura encapuchada lo esperaba junto a una lanzadera negra. Su nombre clave: Corvus.

—Gracias por venir —susurró Malkorn.

—El Comandante Supremo está ocupado —dijo Corvus—. Pero me ha enviado para escuchar tu… propuesta.

—El Consenso está perdido —admitió Malkorn—. Yo… puedo ser útil. Información. Claves de seguridad. Contactos.

Corvus no respondió de inmediato.

—¿Y qué esperas a cambio?

—Asilo. Protección para mi familia. Una posición... si es posible.

El agente se acercó, evaluando cada palabra.

—El Comandante Supremo no premia la traición. Pero sí valora la utilidad.

—Estoy dispuesto a todo —aseguró Malkorn—. Haré lo que sea necesario.

Corvus extendió la mano, firme.

—Entonces esto es un acuerdo provisional. Pero recuerda: en el Nuevo Orden, la lealtad se demuestra. No se negocia.

El apretón fue breve. Y frío.

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En los cielos sobre Kireas IV, una nueva señal fue detectada: naves reformistas penetraban en los sistemas centrales. En la oscuridad, el fin del Consenso comenzaba a manifestarse.