Érase una vez… así comienzan las grandes historias, y así fue como empezó esta cuando me la contaron por primera vez.
Ahora, años después, me he decidido a recordarla, recopilarla y transcribirla, para que no se pierda en el olvido.
Esta es una historia que nace de una forma sencilla: un joven frente a un castillo. Pero no era cualquier castillo, ya que este se alzaba orgulloso en la desembocadura de un río, ocultando y revelando un lecho accesible solo a voluntad del mar.
Aquella mañana, la marea, en un gesto de clemencia, había retrocedido, dejando al descubierto un sendero de tierra y arena que se extendía como una invitación para los curiosos. Era un fenómeno raro, casi mágico: cuando sube la marea, el castillo queda completamente aislado, rodeado por las aguas como una isla solitaria. Solo durante unos pocos momentos al día, cuando las aguas se retiran, es posible cruzar ese lecho expuesto del río. Y fue entonces cuando apareció Kei. Ese era el nombre del joven que aguardaba en la orilla. Su cabello, oscuro como una noche sin luna, caía en desorden sobre su frente, enmarcando un rostro de palidez casi etérea, como si hubiese sido esculpido en marfil por manos antiguas. Sus ojos, verdes y luminosos, eran ventanas abiertas a un alma vibrante, donde danzaban pensamientos y sueños con una energía que desafiaba al mundo.
Vestía una túnica marrón de lino desgastado, con remiendos visibles en los bordes y mangas raídas por el uso. Bajo ella, un pantalón simple y unas botas curtidas, agrietadas por los caminos recorridos. No llevaba escudo ni armadura, solo una katana enfundada a la espalda, sujeta con una tira de cuero cruzada en el pecho. La empuñadura, envuelta en una tela de color púrpura desteñido, contrastaba con la humildad de su atuendo. A medida que Kei avanzaba con cautela por el lecho del río, el día desplegaba su magnificencia. El mar, a su izquierda, resplandecía bajo la caricia del sol, extendiéndose hasta confundirse con el cielo en un abrazo sin fin. A su derecha, el río continuaba su curso, estrechándose entre la vegetación hasta perderse colinas arriba, como si huyera hacia las montañas lejanas. A ambos lados, la naturaleza parecía contener el aliento ante la presencia del visitante. Y allí, emergiendo ante él como una visión arrancada de una leyenda antigua, se alzaba el Castillo Ishimizu.
No era grande, pero sí majestuoso. Se erguía sobre una roca prominente en medio del lecho, como un bastión solitario que resistía las embestidas del tiempo y de las mareas. Su planta era cuadrada, con muros gruesos y sólidos que marcaban una simetría simple pero imponente. En cada una de sus esquinas, una pequeña almenara se alzaba como vigía solitario, sin la pretensión de una torre pero con la firmeza de quien ha resistido siglos de viento y sal. Sus cimas, achatadas y prácticas, estaban pensadas para encender fuegos o izar señales, más que para adornar. Los muros, curtidos por las estaciones, estaban salpicados de musgo y hiedra, testigos silenciosos de su longevidad. Las ventanas, estrechas y enmarcadas por piedra tosca, observaban el horizonte con la vigilancia de centinelas antiguos. Unas escaleras de piedra, talladas directamente en la roca madre, eran el único acceso a aquel refugio ancestral. Desgastadas pero firmes, hablaban de la unión íntima entre el hombre y la naturaleza, de un pacto silencioso que el tiempo aún no había roto.
Al final de las escaleras, un gran portón de madera ennegrecida por el salitre y los años se alzaba como única entrada visible. Reforzado por herrajes de hierro ahora oxidados, hablaba de un tiempo en que la fortaleza aún necesitaba defenderse, aunque su gloria pareciera haber quedado atrás. Su apariencia seguía siendo imponente, pero el desgaste de los siglos y la humedad marina lo habían debilitado, convirtiéndolo más en un símbolo de resistencia que en una barrera real.
Lo que más capturaba la atención —agitándose suavemente con la brisa marina— eran los estandartes que coronaban las almenaras. Blancos, con un dragón azul grabado en el centro, ondeaban como los últimos testigos del honor y la nobleza que alguna vez habitaron aquellos muros. Aunque desgastados por el tiempo, conservaban una dignidad intacta, majestuosos incluso en su decadencia.
Pero la quietud no duraría mucho…
Bajo el abrazo cálido del sol, un destello súbito interrumpió su visión. No era el brillo benigno del agua bajo la luz, sino una chispa hostil, una advertencia tan veloz como una sombra. Kei reaccionó sin pensar, movido por el instinto y el reflejo de quien ha entrenado durante años. Su mano se deslizó hacia la katana en su espalda con una gracia que desmentía la urgencia del momento. Al desenvainarla, la hoja emergió con un fulgor morado, profundo e inusual, un color tan bello como letal.
El acero púrpura trazó una línea perfecta en el aire, interceptando la flecha con precisión milimétrica. El proyectil se partió en dos mitades que pasaron zumbando a ambos lados de su cuerpo, ya inofensivas. Kei permaneció firme, la katana aún vibrando suavemente en su mano, como si recordara el contacto. La acción había sido tan limpia, tan exacta, que por un instante el mundo pareció detenerse, ofreciéndole un breve respiro de contemplación… justo al borde del peligro.
Apenas tuvo ese instante para recuperar el aliento y asimilar lo ocurrido, cuando el silencio volvió a quebrarse. Otro silbido cortó el aire: una segunda flecha, tan precisa como la anterior, se abalanzaba sobre él con la misma intención letal. Ambas habían sido disparadas desde el interior del castillo, desde lo alto, entre las sombras de las almenaras. Kei lo supo al instante. La amenaza no venía del camino, ni del bosque, sino del lugar hacia el que se dirigía.
Y esta vez, la trayectoria no dejaba espacio para una defensa sencilla. No había margen para el acero. Instinto y supervivencia se fundieron en una sola orden silenciosa. Kei se lanzó al suelo, rodando sobre la arena húmeda del lecho del río. La flecha pasó rozando su nuca, tan cerca que pudo sentir el susurro afilado del aire a su paso.
No se permitió pausa. Se incorporó de inmediato, la katana de acero morado aún firme en su mano, y comenzó una carrera desenfrenada hacia las escaleras de piedra que conducían al castillo. Su figura cortaba el viento con la urgencia de quien sabe que ya no hay vuelta atrás. Que el único camino seguro es hacia adelante.
El portón estaba ya a la vista cuando Kei se detuvo en seco. No tenía tiempo para titubeos. Si el atacante seguía dentro, demorarse sería invitar a otra flecha. El castillo era una amenaza, y cada segundo jugaba en su contra.
El portón, alto y pesado, mostraba la nobleza de tiempos antiguos: madera endurecida por los años, reforzada con bandas de hierro ahora corroídas por la humedad del mar. Resistiría la fuerza de una espada... pero no el fuego.
Kei inspiró hondo, firme. No lo hacía por desesperación, sino por decisión.
Con un paso hacia delante, exhaló. Y la llama surgió con violencia.
Una bocanada densa, abrasadora, brotó de sus labios y se lanzó contra el portón con la furia de una tormenta contenida. El fuego se desplegó como una bestia viva, devorando la madera reseca con un rugido que resonó entre las piedras. En cuestión de segundos, las puertas ardían, convertidas en antorchas que se retorcían y crujían bajo el poder del calor.
Una columna de humo negro comenzó a elevarse, y mientras el humo se perdía en el aire, formando un velo entre el presente a lo desconocido, Kei apenas tuvo tiempo de registrar el cambio en el ambiente. Del caos emergió una sombra, silenciosa y letal: no era un enemigo humano, sino una pantera negra, cuyo pelaje parecía devorar la luz del sol naciente.
La criatura se abalanzó sobre él con una agilidad descomunal, derribándolo de lleno. El impacto fue seco, brutal, y los hizo rodar escaleras abajo. Kei apenas tuvo tiempo de reaccionar antes de que su espalda golpeara la piedra. Su katana, arrancada de su mano en la caída, salió despedida escaleras abajo, rebotando con un golpe metálico un par de escalones más allá. La pantera cayó sobre él un instante después. Su peso lo inmovilizó por completo, y el mundo pareció reducirse al brillo dorado de aquellos ojos salvajes, fijos en los suyos con una intensidad casi antinatural. El hocico de la bestia se detuvo a escasos centímetros de su rostro. Gruñía en silencio, los colmillos al descubierto, como una sentencia contenida.
Kei permaneció inmóvil, sin aliento, atrapado bajo aquel cuerpo de músculos tensos y piel negra como la noche. Sin su espada, sin margen de reacción, todo lo que podía hacer era esperar al momento adecuado para intentar su siguiente movimiento. La pantera abrió las fauces, lista para morder. Su mandíbula descendía con precisión letal hacia el cuello de Kei, que seguía inmóvil bajo su peso. Sin katana, sin escapatoria, solo tenía una fracción de segundo antes de que todo terminara. Pero justo cuando los colmillos estaban a punto de cerrarse sobre él, una voz emergió entre el humo y las llamas con una fuerza que detuvo el mundo.
—¡Alto!
El grito fue nítido, rotundo, cargado de una autoridad que no admitía réplica. Un instante después, la tensión en los músculos de la pantera se disipó como si alguien hubiese soltado una cuerda invisible. El animal se quedó inmóvil, aún sobre Kei, pero ya sin intención de atacar. Sus fauces abiertas quedaron congeladas a escasos centímetros del rostro de Kei. Un leve gruñido vibró en su garganta, pero no atacó. Con un último resoplido de frustración, apartó su cuerpo del de Kei y, como una sombra obediente, retrocedió hasta situarse junto a una figura que acababa de aparecer entre la niebla ardiente.
Era una joven.
De pie, enmarcada por el resplandor del fuego y la bruma, se alzaba con el arco en alto y la cuerda tensada. La punta de una flecha apuntaba directamente al pecho de Kei, aún en el suelo, aún sin aliento. Sus ojos, de un color caramelo profundo, lo miraban con una intensidad implacable: no había duda, ni miedo, ni vacilación. Solo determinación.
Kei se incorporó lentamente, manteniéndose quieto al sentir la amenaza clara frente a él. Había algo en ella que imponía respeto. No solo por el dominio absoluto que ejercía sobre la pantera, sino por cómo sostenía el arco: sin temblor, sin esfuerzo aparente. Su cuerpo entero estaba templado como un arco más: listo para actuar.
La joven era de una belleza serena, casi etérea. Delgada, sí, pero con la silueta definida por una musculatura sutil, templada como un arco. Cada línea de su cuerpo hablaba de agilidad antes que de fragilidad; fuerza bajo control. Vestía ropas blancas con detalles azules que hablaban de cierta nobleza o distinción, aunque la forma en que se movía —ligera, precisa— revelaba una disciplina adquirida en combate. Su pelo castaño, trenzado y recogido con elegancia, caía sobre su espalda como una línea de orden en medio del caos. Y sin embargo, no había nada frágil en ella. Era como una estatua tallada con propósito: la gracia y la fuerza contenidas en una misma figura.
Cuando habló, su voz fue tan firme como su postura:
—¿Quién eres y qué haces aquí?
No gritó. No necesitaba hacerlo.
—Kei… —respondió él al fin, con la voz áspera aún cargada por el esfuerzo, por la caída y por aquella situación que le había dejado algo aturdido. Se puso en pie con lentitud, sin hacer movimientos bruscos, aunque aún podía sentir la amenaza latente en la cuerda tensada del arco.
—Me llamo Kei —repitió, como si eso bastara para justificar su presencia—. Y he venido… a matar a un dragón.
Sus palabras no fueron una amenaza, ni un alarde. Las pronunció con total honestidad, sin orgullo ni dramatismo. Como quien afirma una simple verdad. Como quien no conoce otra forma de vivir. El silencio que siguió no duró más de un latido.
La flecha voló.
No hubo advertencia, ni grito, ni vacilación. Solo un chasquido seco, el siseo en el aire, y luego el impacto: seco, cruel, certero. El proyectil se incrustó en el muslo izquierdo de Kei con una fuerza que le arrancó un grito ahogado. Sus piernas cedieron, y cayó de rodillas sobre la piedra aún caliente, la katana fuera de su alcance unos escalones más abajo, y sus manos manchadas de sangre y tierra.
La joven seguía allí, inmóvil. El arco aún alzado, su expresión intacta. No temblaba. No dudaba. Sus ojos color caramelo lo observaban con la misma dureza con la que se vigila una amenaza latente. Como si el simple hecho de mencionar un dragón hubiese cruzado una línea que no se debía traspasar.
Kei, respirando con dificultad, no replicó. Ni ira, ni súplica. Solo confusión.
Y detrás de esa confusión, algo más profundo: la certeza de que había cometido un error, sin siquiera saber cuál.
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¿Cómo he podido pasar por alto semejante detalle?
Me he saltado el hecho fundamental que sitúa nuestro relato en el Reino de Seiryu.
Un lugar donde las palabras “matar a un dragón” no son una declaración de valor, sino una prueba de legitimidad.
Seiryu es una tierra de belleza desbordante: colinas suaves, cielos despejados, arquitectura que parece sacada de un tapiz bordado con esmero, y estandartes blancos ondeando en cada almenara, orgullosamente decorados con un dragón azul de alas extendidas. El símbolo de la casa real y —hay que reconocerlo— un detalle decorativo de exquisito gusto.
Pero más allá de su refinada heráldica y sus paisajes de ensueño, lo que realmente define a Seiryu es una tradición nacida del fuego y del miedo.
Hace generaciones, los dragones asolaban estas tierras. Eran tiempos oscuros, de aldeas arrasadas, campos reducidos a cenizas y los pueblos al borde del colapso. Fue entonces cuando se alzó un rey —el primer Matadragones—, y con él, la esperanza. Desde entonces, el reino sostiene una sola convicción: quien no puede derrotar a un dragón, no puede gobernar Seiryu.
Por eso, cuando una princesa cumple los dieciséis, es encerrada con una de estas criaturas. Y se abre el desafío. No es un castigo. Es una prueba. A veces llegan guerreros solitarios. Otras, nobles con sangre ambiciosa. En contadas ocasiones, ejércitos enteros. El dragón decide quién vive… y, si alguno sobrevive, gana la mano de la princesa y el derecho al trono.
Y aquí es donde entra Kei.
No es un noble. Ni un pretendiente. Ni un aspirante al trono.
Es un joven que ha pasado la mayor parte de su vida entrenando en soledad, apartado del mundo, bajo la tutela de un maestro que le enseñó todo sobre la espada… pero muy poco sobre el mundo. Sin libros de historia. Sin clases de protocolo. Y desde luego, sin la menor idea de las tradiciones del Reino de Seiryu.
No vino a buscar una princesa. Ni gloria.
Solo escuchó una historia en una taberna —una historia por la que pagó más de lo que debía— sobre un castillo solitario donde, según los mercaderes, habitaba un dragón. Un dragón de verdad.
Y él fue.
Porque tras años de entrenamiento, de repeticiones solitarias bajo el sol y la lluvia, necesitaba saber.
¿Era lo bastante fuerte?
¿Estaba preparado?
¿Servía para algo más que para cortar el viento con la katana?
Era todo.
Ese era su único propósito.
Y ahora, tras llegar hasta la cima de las escaleras, todo lo que ha conseguido es:
una pantera encima,
una flecha en el muslo,
y una princesa fuera de su castillo…
que no está ni remotamente interesada en ser conquistada.
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En ese instante tan tenso, con Kei arrodillado y la sangre oscureciendo el pantalón, el aire entre él y la joven se volvió denso, como si el mundo contuviera el aliento. Ella, aún con el arco en la mano y una nueva flecha apuntando hacia el suelo lo observó con la serenidad de alguien que ha presenciado ese tipo de idiotez demasiadas veces.
Sus ojos color caramelo se clavaron en los suyos, y su voz, firme como una orden de exilio, cortó el aire sin titubeo:
—Aquí no hay ningún dragón.
El silencio que siguió fue denso, cargado de confusión, sorpresa… y quizás una pizca de vergüenza.
—Así que lo mejor será que te vayas por donde viniste.
Ante la firme declaración de la princesa, Kei no respondió de inmediato. Dejó que sus palabras se hundieran en su mente como una piedra lanzada en agua quieta. Procesaba lo que había oído con esa calma suya, casi exasperante. No parecía frustrado. Ni siquiera perplejo. Solo... reflexivo.
Una sonrisa leve —ligera como el amanecer— se dibujó en su rostro. Cargada de resignación, sí, pero también con un destello de genuina curiosidad, como si la situación le resultase más fascinante que ofensiva.
—Bueno, eso simplifica las cosas —dijo al fin, con el mismo tono que uno usaría al descubrir que ha caminado tres días hacia un sitio... que no era el correcto.
Se levantó con cuidado, gruñendo apenas por el dolor en el muslo.
—Siento las molestias.- Musitó mientras hacía una leve reverencia.
La princesa, desconcertada, lo observó como si acabara de hablar en un idioma extinto. Su arco bajó apenas unos centímetros, titubeante, como si la firmeza con la que lo sostenía hubiera recibido su propia flecha.
Aquel no era el típico pretendiente. No era noble, ni galante. Ni remotamente cuerdo, si uno se basaba en su llegada: envuelto en llamas, sin armadura, y declarando que venía a matar a un dragón. Más que un guerrero, parecía un vagabundo con katana. Uno peligroso… y curioso.
Fue entonces cuando una sombra danzó sobre ellos en el cielo de la dulce mañana, leve como un suspiro.
Ambos alzaron la vista justo a tiempo para ver a la pequeña criatura descender del cielo como una hoja arrastrada por la brisa. Aterrizó sobre el hombro de Kei con la naturalidad de quien ha estado allí mil veces, revelando su forma: un diminuto dragón azul, no mayor que un gato, de escamas brillantes como zafiros y alas que vibraban con un zumbido apenas audible.
Kei, visiblemente encantado, alzó la mano hacia él. El pequeño dragón ladeó la cabeza, lo olfateó, y luego frotó su hocico contra sus dedos en una clara señal de aceptación.
—Así que después de todo… sí hay dragones en este castillo —comentó Kei, con una sonrisa ladeada, entre ironía y descubrimiento, mientras su nuevo compañero se acurrucaba en su hombro.
—¡Umiryu! Te dije que no salieras —exclamó la princesa, con una mezcla de autoridad, reproche y un afecto que delataba cuánto le importaba aquella criatura.
El dragón giró la cabeza hacia ella y emitió un sonido que no era exactamente un ronroneo ni un silbido, sino algo entre ambos, como el chisporroteo suave de una llama satisfecha. Luego volvió su atención a Kei, como si acabara de tomar una decisión que solo él comprendía.
La princesa observó cómo Umiryu se acomodaba como si hubiese encontrado su lugar. Sus ojos, antes tensos, se suavizaron. Bajó el arco del todo. Un suspiro escapó de sus labios. Llevaba un año en aquel castillo, custodiada por tradición, acompañada por Umiryu, y defendiendo aquel lugar cada vez que alguien se acercaba con intenciones de gloria. Durante ese año, solo había tenido que enfrentarse a seis hombres. Seis aspirantes. Todos habían desistido tras recibir un par de flechas de advertencia, lanzadas con la precisión suficiente para asustar, pero no para matar. Ninguno había llegado tan lejos. Ninguno había subido esas escaleras.
Pero Kei sí.
Y ahora estaba allí, con una flecha en la pierna, en frente al portón que había reducido a brasas humeantes, y un dragón sobre el hombro. No parecía entender en qué se había metido. Pero tampoco parecía arrepentido.
Entonces Gaia dio un paso al frente y, con una leve sonrisa, le tendió la mano.
—Mi nombre es Gaia.
Fue un gesto simple, pero cargado de significado. Un puente silencioso entre la desconfianza… y la posibilidad. Kei tomó su mano sin dudar, y durante un instante, su sonrisa serena encontró un reflejo inesperado en los ojos caramelo de Gaia. Con la otra mano, sin romper el contacto, acarició suavemente la barbilla del pequeño dragón, que cerró los ojos con un leve temblor de alas, como si aprobara en silencio aquella tregua recién nacida.
Desde la entrada calcinada del castillo, un bufido resonó contra la piedra. La pantera los observaba desde lo alto de los escalones, sus ojos dorados entrecerrados, la cola oscilando con irritación, como un látigo contenido. Tras un segundo más de juicio silencioso, se giró con la dignidad de quien ha perdido protagonismo… y desapareció entre los restos humeantes del portón, envuelta en una dignidad herida.
Fue justo entonces, cuando el apretón de manos parecía sellar una tregua tácita entre desconocidos, que el aire se quebró.
Un sonido ancestral retumbó en el valle.
Un cuerno. Grave, profundo. No era un llamado festivo ni una fanfarria de bienvenida. Era un bramido primitivo, de esos que hablan en nombre de imperios. Resonaba con ecos de conquista, advertencias de guerra… y promesas de finales que aún no habían comenzado.
El cuerpo de Umiryu se tensó al instante. Con un ágil salto, el pequeño dragón azul abandonó el hombro de Kei y se refugió en los brazos de Gaia, enroscándose entre los pliegues de sus ropas como si buscara protección.
Gaia y Kei se giraron.
Y entonces los vieron.
Un ejército.