El viento soplaba con fuerza en las alturas de las colinas occidentales, arrastrando consigo el olor a sangre seca y ceniza. La guerra había terminado. Y Flaria, una vez más, se alzaba victoriosa.
Montada sobre su corcel negro, con la capa ondeando tras de sí y el emblema de su casa brillando al sol, Athena Valenheart regresaba a casa.
Su padre la había nombrado así en honor a la diosa de la sabiduría y la guerra de los antiguos textos griegos. Y, como si el destino hubiera aceptado el desafío, Athena creció encarnando cada uno de sus atributos: fuerza, inteligencia, estrategia y justicia. No era una coincidencia. Era su esencia.
Había pasado semanas en el frente, liderando la defensa contra los bárbaros del oeste. A sus diecinueve años, Athena era una leyenda viviente: imbatible con la espada, letal con el arco y flecha, jinete sin igual, y criadora de los halcones reales que servían como mensajeros en batalla.
Desde niña había desafiado las expectativas de su sangre y su género. Mientras otras nobles aprendían bordado y etiqueta, Athena entrenaba con acero, escalaba murallas y leía libros de estrategia a escondidas en la biblioteca del castillo.
Su madre había muerto cuando ella era aún pequeña, y el rey Tharion —orgulloso y severo— nunca intentó convertirla en una dama de corte.
—Haz lo que tu corazón dicte, pero hazlo con honor —le decía él.
Y Athena lo honró. Una y otra vez. Hasta ganarse el respeto del ejército. Hasta convertirse en la sombra que los enemigos temían al caer la noche.
Solo su hermano mayor, el príncipe Leandros, compartía con ella el campo de batalla con la misma pasión. Él, el heredero legítimo, era todo lo que se esperaba de un príncipe: noble, justo, encantador. Y aunque menos arriesgado que Athena, era un estratega brillante, y su vínculo fraternal era inquebrantable. Juntos eran temidos y admirados, dos fuerzas complementarias: fuego y cielo, acero y sabiduría.
Ahora, de regreso a la capital, los esperaban un banquete de celebración, una audiencia con el rey... y la llegada de una delegación extranjera. El príncipe heredero del reino de Alvarien vendría a proponer una alianza. Athena no pensaba demasiado en eso. Para ella, la política era un terreno envenenado.
Pero entonces, el destino se cruzó en su camino.
Mientras el sol comenzaba a hundirse en el horizonte, un chillido familiar cortó el aire. Uno de sus halcones, Nyros, volaba en círculos con un aullido de alarma. Athena alzó la vista de inmediato.
—¿Qué has visto…? —murmuró, y espoleó a su caballo.
A lo lejos, en un camino secundario cubierto de polvo, una carroza ornamentada estaba siendo atacada por una docena de bandidos armados. Los estandartes estaban cubiertos o rasgados. Algunos guardias, de uniformes desconocidos, luchaban con fiereza, pero eran superados en número. El sonido de espadas chocando, gritos ahogados y relinchos desesperados llenaba el aire.
Athena entrecerró los ojos. A través del caos distinguió a un joven que acababa de ser arrastrado fuera del carruaje. Cabello blanco como la nieve, manchado por el polvo. En su mano temblaba una espada que blandía con determinación, aunque su técnica era torpe. Valiente... pero inexperto, pensó.
Él no debía estar allí. Era un noble, sin duda. Y estaba a punto de ser abatido.
Athena lanzó un silbido agudo y claro.Nyros entendió la señal y alzó vuelo en dirección al grupo que venía detrás. La mensajera alada llevaría la urgencia a su escudera.
—No hay tiempo... —murmuró, y espoleó a su caballo.
Galopó como un rayo colina abajo, la armadura vibrando con cada sacudida del terreno. Su cabello trenzado se deslizaba como una serpiente roja por su espalda. Cuando estuvo lo bastante cerca, desenvainó su espada. No gritó. No anunció su presencia. Fue como una sombra letal que se abalanzó entre los árboles.
El primer hombre no la vio venir. Le cortó el cuello de un tajo limpio. El segundo apenas alzó su lanza antes de que Athena la desviara, girara sobre la silla y le hundiera la hoja entre las costillas.
—¡¿Qué demonios—?! —gritó uno de los asaltantes al verla descender como un halcón de acero.
El joven de cabello blanco la miró con sorpresa, aún defendiendo su posición con torpeza. Uno de los bandidos lo golpeó con la empuñadura de su espada y lo derribó al suelo. Athena quiso correr hacia él, pero otros tres hombres le cerraron el paso.
La lucha fue veloz, brutal, precisa.
Athena descendió del caballo en un movimiento fluido, blandiendo su espada en un arco ascendente que partió el escudo de uno en dos. Giró sobre sus talones, usando el impulso para clavar la hoja en el vientre de otro. El tercero intentó retroceder, pero ella arrojó una de sus dagas de cinturón directo a su garganta.
Cuando alzó la vista, vio cómo uno de los bandidos escapaba con el joven sobre un caballo robado.
—¡Maldita sea! —espetó, y silbó con fuerza.
Justo entonces, su escudera Iris llegó al galope, seguida por tres de sus hombres.Athena no necesitó dar explicaciones.
—¡Uno se lo lleva por el sendero del norte! —gritó, montando otra vez con un salto ágil.
—¡Atrás, protejan la retaguardia! —ordenó mientras cabalgaba con furia tras el rastro del secuestrador.
El bosque se cerraba a su alrededor, las ramas arañaban sus brazos, pero no se detendría. Había visto la mirada de ese muchacho antes de caer. No de miedo... sino de orgullo.Nadie luchaba así por su vida si no tenía algo que perder.
Y ella no dejaría que lo perdiera.