Athena estaba lista.
Lista para la peor parte.
Enfrentar a un montón de nobles y políticos en su propia casa.
El Gran Salón de Flaria resplandecía bajo las lámparas de cristal, decorado con estandartes rojos y dorados. Athena, enfundada en su vestido escarlata con detalles dorados, joyas amarillas adornando su cuello y cabello trenzado en un tocado regio, entró con la espalda recta y la mirada firme.
Su hermano, Leandros, era quien brillaba en esa clase de eventos. Se movía entre la multitud con soltura, saludando, riendo, encantando a todos por igual. Athena lo observó desde la entrada con una sonrisa sutil. Él sería un gran rey. No lo dudaba.
Su padre, sentado en el trono central, la vio y alzó una mano. Ella se acercó con paso firme.
—Tan bella como siempre, hija mía. La luz de mis ojos —dijo con calidez.
Athena se inclinó ligeramente con respeto.
—Padre.
—Vamos, ve a divertirte. No estás aquí para vigilar a nadie. Baila, sonríe. Es tu noche también.
Athena suspiró, sin ganas de contradecirlo. Se adentró entre la gente, sintiendo las miradas sobre ella. Algunos de curiosidad. Otros de juicio.
Nunca la habían sacado a bailar. Salvo Leandros, por costumbre y afecto fraternal, nadie más se había acercado. Athena comprendía. Tal vez los jóvenes nobles no la consideraban hermosa. Tal vez les intimidaba. Tal vez... la despreciaban por no ser como las otras.
Intentó consolarse con lógica. Soy una comandante, no una dama de salones. Pero el pensamiento no calmaba el nudo en su pecho.
—¿Comandante, no baila? —preguntó una voz suave junto a ella.
Athena parpadeó. Era él. El marqués de Alvarien.
—No suelo hacerlo —dijo con honestidad.
—Entonces, ¿me haría el honor de bailar conmigo esta noche?
Ella se sonrojó, sorprendida. Pero asintió con una mueca casi nerviosa.
Delicadamente, tomó su mano. La guió hasta el centro del salón. Al comenzar a moverse al compás de la música, Athena sintió las miradas clavadas sobre ellos. Cada paso la ponía más tensa.
¿Lo habrá hecho por lástima? pensó. ¿Quiere burlarse de mí?
—No pienses en los demás —susurró el marqués, como si hubiera leído su mente—. En el baile, solo importa tu pareja.
Ella lo miró, algo apenada.
—Para ser sincera, es la primera vez que alguien me pide un baile en una de estas fiestas.
—No puede ser verdad —respondió el marqués, incrédulo.
Athena frunció el ceño, molesta.
—No pretenda sentir lástima por mí, marqués. Mi campo es la batalla, no la danza.
El marqués sonrió, como si lo hubiera estado esperando.
—Una batalla y una danza no son tan distintas, comandante. Dos personas frente a frente, moviéndose al compás, centradas el uno en el otro, dejando que los cuerpos hablen.
Athena se sonrojó. Pero mantuvo la voz firme.
—En la batalla, uno de los dos siempre pierde.
—Aunque no lo creas, a veces en el baile también —replicó el marqués, con una sonrisa enigmática.
Athena no supo qué responder. Solo sintió que, por primera vez, su corazón no marchaba al ritmo de la guerra... sino al de una danza que apenas comenzaba.
Cuando la música terminó, ambos se detuvieron y se inclinaron con respeto. El marqués hizo una reverencia elegante, y Athena respondió con una inclinación sobria pero digna.
Desde un rincón del salón, Leandros observaba. Sus pasos lo llevaron directamente hacia ellos.
—¿Athena? —preguntó con tono protector, posando su mano en el hombro de su hermana—. ¿Quién es este hombre?
El marqués se adelantó, haciendo una nueva reverencia.
—Saludos, Su Alteza —dijo con cortesía.
—Ah, hermano, es el mar... —Athena comenzó a responder, pero fue interrumpida por la voz del marqués.
—¿Hermano? —repitió él, mirándola con asombro—. ¿Su Alteza el príncipe es su hermano?
Ella lo miró con tranquilidad y asintió.
—Así es. Soy la segunda hija del rey Tharion, comandante de la guardia real. Athena Valenheart.
—No me dijiste tu nombre completo cuando nos conocimos —comentó el marqués, algo nervioso.
—¿Ya se conocían? —preguntó Leandros, alzando una ceja.
—Ah, sí. La princesa me rescató de un asalto camino al palacio —dijo el marqués, rascándose la nuca.
—¿Entonces usted es...? —comenzó a decir Leandros, pero antes de que pudiera terminar, la voz del rey resonó por todo el salón.
—¡Bienvenidos todos! —exclamó desde el trono, alzando su copa—. Hoy estamos aquí para honrar a mis maravillosos hijos y los valientes guerreros que nos dieron la victoria contra los bárbaros del oeste.
Brindemos por mis hijos, el rugido del linaje Valenheart.
Por Leandros, el León Dorado, sabio y noble heredero.
Y por Athena, el Halcón de Hierro, nuestra llama en el campo de batalla.
Que sus nombres resuenen como rugidos en la historia de Flaria.
Todos alzaron sus copas y brindaron, el eco del cristal llenando el gran salón. En medio de la celebración, un hombre se acercó al marqués de Alvarien y le susurró algo al oído. Este frunció ligeramente el ceño, asintió y se volvió hacia Athena.
—Me disculpo un momento —dijo con una leve reverencia.
Athena lo observó alejarse mientras Leandros le indicaba que lo siguiera. Pronto, ambos se encontraban junto al trono, recibiendo los saludos formales de los invitados. Leandros a la derecha del rey Tharion, Athena a la izquierda.
La siguiente delegación fue anunciada con formalidad.
—La comitiva del Reino de Alvarien —proclamó el heraldo.
Athena alzó la mirada y observó el grupo que se acercaba. Su atención se centró de inmediato en una figura familiar: el cabello plateado del marqués brillaba bajo las luces del salón mientras caminaba al frente de todos.
Vestía los colores de su nación: un uniforme de gala azul marino con bordados plateados, el emblema de su casa brillando discretamente en el pecho. Cada paso que daba era medido, elegante, casi coreografiado. Su rostro era sereno, imperturbable, con esa expresión digna e inalcanzable que parecía tallada en mármol. Athena no pudo evitar recordar a una estatua viviente de las crónicas antiguas. Demasiado perfecto.
¿Por qué va primero?, pensó, intrigada.
Y entonces escuchó el anuncio.
—Su Alteza Real, Caelum de Alvarien, príncipe heredero del Reino de Alvarien.
Athena quedó perpleja.
¿Príncipe heredero...? La sorpresa la dejó inmóvil unos segundos. Me mintió. Dijo que era un simple marqués.
Caelum se acercó al trono y saludó con elegancia. Depositó sus ojos celestes, claros como el cielo, directamente en Athena mientras hacía una reverencia impecable.
—Su Majestad, Su Alteza —dijo, inclinándose primero ante el rey y luego hacia Leandros y Athena—. Es un honor estar en Flaria.
—Le deseo una excelente estadía en nuestro reino, príncipe Caelum —dijo el rey Tharion con voz firme y amable—. Espero que encuentre aquí aquello que ha venido a buscar.
Caelum esbozó una sonrisa casi imperceptible.
—He encontrado más de lo que jamás habría esperado —respondió, y sus ojos se posaron unos segundos más en Athena antes de retirarse discretamente.
Athena debió continuar saludando a los representantes de otras casas, pero el golpe emocional la había dejado más abrumada de lo que habría admitido. Tan pronto como pudo excusarse, salió al balcón en busca de aire.
El frío de la noche la recibió como una caricia inesperada. Cerró los ojos.
Era más fácil seguir en batalla, pensó.
No pasó mucho antes de que oyera pasos tras ella. Caelum.
—No quiero hablar ahora —dijo Athena sin girarse.
—Lo entiendo. Pero quería disculparme.
Ella se volteó lentamente, el rostro contenido pero claramente molesto.
—¿Disculparte? Me mentiste. Dijiste que eras un simple marqués. ¿Cuál era tu intención? ¿Burlarte de mí?
Caelum negó con suavidad.
—Tú también me ocultaste tu identidad. No sabía que eras la princesa.
—Desde el inicio dije mi nombre y mi rango —replicó ella, molesta—. No oculté nada.
—No dijiste tu apellido —contestó él, con voz serena.
Athena lo miró con incredulidad.
Caelum bajó la mirada por un momento.
—No quise que me trataras diferente por ser un príncipe. Pero quiero que sepas que estoy eternamente agradecido por salvarme.