El Príncipe que Soñaba con Aventuras

El reino despertaba bajo una mañana serena. En el mercado, la algarabía de los comerciantes y los murmullos de los compradores llenaban el aire, mientras aves de plumaje resplandeciente entonaban sus cantos desde los tejados. La luz cálida del sol acariciaba las torres de un majestuoso castillo que se alzaba imponente en el corazón de la ciudad.

Dentro de esos muros de piedra, un niño de apenas cinco años corría con desbordante energía por los amplios pasillos. Sus cabellos, de un intenso color rojo como brasas encendidas, ondeaban tras de sí; sus grandes ojos anaranjados brillaban con la chispa traviesa de la infancia.

En otra sala del castillo, la escena era de agitación. Varias sirvientas recorrían los corredores a toda prisa, sus rostros tensos y sus respiraciones agitadas.

—¡Príncipe! —llamaba una de ellas con voz urgente.

—¡Señorito! ¿Dónde está? —insistía otra, mirando de un lado a otro.

—El señorito es increíble… —murmuró una tercera, jadeando y apoyándose contra una pared para recobrar el aliento.

—Es natural —dijo la primera con una sonrisa resignada—. Es el hijo de Su Majestad, la reina. No podíamos esperar menos.

—Rápido, separémonos y busquémoslo —ordenó una cuarta. Todas asintieron y se dispersaron con renovada determinación.

Mientras tanto, ajeno a la preocupación que causaba, el niño de cabellos rojos reía a carcajadas, sus pasos resonando como ecos juguetones entre las columnas.

—¡Jiji! No pudieron alcanzarme… —exclamó con orgullo, su voz vibrando con la alegría de su pequeña travesura.

Frente a él se extendía un edén de flores que danzaban al compás del viento. Más allá, una pérgola de mármol blanco se alzaba, y bajo su sombra, una mujer de belleza serena reposaba con elegancia. Su largo cabello rojo, tan sedoso como la seda más fina, caía en cascadas sobre sus hombros. Sus ojos grises, profundos como la plata pulida, observaban con calma mientras sostenía una delicada taza de té entre sus dedos.

Al verla, el niño dirigió sus pasos hacia ella, su rostro iluminado por una sonrisa radiante.

—¡Madre! —exclamó, su voz rebosante de alegría mientras corría a su encuentro

La reina alzó la vista, sorprendida al ver a su hijo, pero su gesto se suavizó en una expresión cálida.

—¡Yaros! —exclamó con alegría.

El niño le respondió con una mueca traviesa.

—Jeje…

Ella entrecerró los ojos, cariño...

—¿Otra vez andas haciendo travesuras?

—No… —musitó él, bajando la mirada, aunque la sonrisa en su rostro lo delataba.

—¿Seguro? No te habrás escapado para esconderte de las sirvientas… ¿cierto?

Yaros titubeó, pero finalmente asintió, algo avergonzado. La reina soltó una risa suave y acarició con ternura su cabello.

En este mundo, la magia fluía como una corriente invisible que tejía el destino de las mujeres. Agua, fuego, aire… y más. Entre todos, el Reino de Fuego, gobernado por la reina maga más poderosa de la era, destacaba como uno de los más temidos.

Mientras las flores del jardín bailaban al ritmo de la brisa, Yaros se dejó caer en la hierba, con los brazos extendidos hacia el cielo.

Su madre lo observaba con una sonrisa suave, mientras la luz jugaba en su cabello rojo como el atardecer.

—Madre… —dijo Yaros, rompiendo el silencio—. ¿Crees que algún día yo tendré que ser rey?

La Reina inclinó la cabeza, intrigada por la pregunta

—Algún día, tal vez —respondió con voz serena—. Pero falta mucho para eso.

El niño arrugó la nariz con una mueca.

—Yo no quiero ser rey… Quiero viajar. Quiero recorrer el mundo, vivir aventuras, conocer tierras lejanas y ver criaturas maravillosas. No quiero quedarme encerrado aquí…

La Reina soltó una risa baja, indulgente.

—¿Aventuras, eh? Vaya, suena emocionante… —sus dedos apartaron un mechón rebelde del cabello de su hijo—. Me pregunto a quién habrás salido tan inquieto.

Yaros la miró con una expresión confusa y encantadora. La reina sonreía aún, pero en la profundidad de sus ojos una sombra se deslizó sutilmente. Ella sabía que afuera, las aventuras no eran solo historias de juglares. Había peligro, traición… y un mundo que no perdonaba a los imprudentes.

Yaros, ajeno a esas inquietudes, continuaba hablando de sus sueños, la mirada encendida de ilusión. Su madre lo escuchaba con paciencia, guardando en su corazón las preocupaciones que solo una madre podía comprender.

La noche cayó con un peso denso, impregnada de un olor a ceniza y acero. Gritos desgarraban la oscuridad. En las afueras del reino, las antorchas pintaban destellos rojizos sobre un paisaje de caos. Caballeros y magas cabalgaban como llamaradas vivas, sus capas rojas ondeando.

Buscaban a un hombre. A un fugitivo.

Entre las ruinas humeantes, la silueta de aquel hombre avanzaba con dificultad. Su túnica estaba desgarrada; la sangre empapaba su manga izquierda. Con la otra mano sujetaba su brazo herido, y sus pasos, tambaleantes, dejaban un rastro de gotas oscuras sobre la tierra agrietada.

Su respiración era un jadeo entrecortado, y sus ojos, encendidos por la desesperación, se clavaban en la lejanía, hacia las montañas.

Tenía que llegar.

Antes de que lo atraparan.

Antes de que fuera demasiado tarde.

Detrás de él, las voces de sus perseguidores resonaban cada vez más cerca, mientras una oscuridad misteriosa comenzaba a envolverlo.