La Promesa entre las Llamas

Capitulo 1:

La noche ardía.

Las llamas envolvían la aldea como si el infierno hubiera abierto sus fauces. Las casas de madera crujían, colapsaban entre estallidos de chispas y gritos humanos. El aire estaba cargado de humo, de miedo, y de un olor metálico que no pertenecía al fuego: sangre.

Entre ese caos, corría un niño.

Riku tenía ocho años. Demasiado pequeño para cargar con lo que llevaba en brazos: su hermano Kaoru, herido, desangrándose, sonriendo como si la muerte no tuviera garras.

Je… Eres más fuerte de lo que crees, Riku… —susurró Kaoru, apenas consciente.

Pero Riku no respondía. Sollozaba, temblaba, corría como un condenado. Cada paso era un grito en silencio. Cada aliento, una súplica. Los demonios lo seguían. Criaturas sin forma definida, hechas de carne y sombra, con ojos que lloraban fuego y bocas que murmuraban nombres que nadie debía recordar.

El mundo a su alrededor se deshacía.

Y él solo corría.

Un día antes, el cielo era azul, y la vida aún no conocía la palabra tragedia.

En un campo verde, bajo el sol suave de la tarde, dos hermanos entrenaban. Kaoru, el mayor por un año, tenía la espada de madera firme entre las manos. Riku, en cambio, estaba una vez más en el suelo, jadeando por el esfuerzo.

¿Sabes por qué te molesto tanto con esto? —preguntó Kaoru, tendiéndole la mano.

Porque soy débil… —respondió Riku, sin mirarlo.

Kaoru negó con la cabeza. Había algo en su voz que no pertenecía a un niño de nueve años.

No. Porque algún día… yo no estaré. Y tú vas a tener que proteger a los demás.

De su bolsillo sacó una cinta roja, vieja pero cuidada. La ató con suavidad alrededor de la muñeca de su hermano. Lo miró con seriedad, sin palabras innecesarias.

Esta es nuestra promesa.

Y Riku, con la voz temblorosa, susurró:

Lo juro…

La promesa se rompería esa noche.

Kaoru, atrapado bajo los escombros de un templo que ya no existía, apenas podía respirar. Su sangre teñía la piedra. Su mirada, cada vez más lejana, seguía posada en su hermano menor.

Hazte fuerte… —susurró—. No por odio… por amor…

Fue lo último que dijo.

Y fue suficiente.

Riku gritó. No un grito de rabia. No de venganza. Un grito primitivo, ancestral, de alguien que acaba de perder el mundo. La luna, antes blanca, se tornó roja. Y del humo surgió algo imposible: una criatura sin nombre, con ojos múltiples y forma cambiante. Un abismo con patas.

Riku cayó de rodillas. Frente a él, el cuerpo de su hermano. Bajo sus manos, la cinta roja. En sus ojos, la promesa rota.

Diez años después, el invierno reinaba.

En un pueblo abandonado, bajo la nieve, un joven caminaba en silencio. Su espada colgaba de la espalda. En el mango, aún atada, la cinta roja, ahora gastada por el tiempo.

Riku ya no era un niño. Pero sus ojos aún lloraban.

Entró al templo. La sangre dibujaba símbolos en las paredes. Del altar surgió el Demonio del Pesar, una entidad tejida con telas negras, ojos tristes y susurros que hablaban al alma. Era la primera prueba.

Tú… el que carga los muertos… —dijo la criatura—. ¿Quieres redención… o castigo?

Riku no respondió. Desenvainó su katana. El acero vibró con energía oscura. Y el combate comenzó.

Cada corte liberaba un grito. Cada golpe, un recuerdo. La espada no solo cortaba carne. Cortaba memorias. Dolía. Pero no se detuvo.

¡No por odio… por amor! —gritó, con la voz de un niño que aún lloraba dentro de un cuerpo de hombre.

Con un tajo final, el demonio cayó. Y al desvanecerse, susurró:

Cinco lazos… cinco almas… tu camino apenas comienza…

Al salir, Riku se detuvo frente al lago congelado. Su reflejo era una imagen rota. La luna, ahora blanca, lo observaba.

Y el viento, suave, ondeaba la cinta roja.

Desde algún rincón de su alma, una voz infantil susurró:

Siempre estaré contigo, hermano.

Y Riku, sin decir nada, siguió caminando.