la niña del rey demonio

Daya Kenko nació en un lugar que parecía sacado de un cuento: el hermoso pueblo de Gryffindor.

Las calles estaban llenas de magia, de risas, de esperanza... pero para ella, ese pueblo era una prisión de miradas de odio y miedo.

Desde que abrió los ojos al mundo, Daya supo que no sería como los demás.

No porque ella quisiera.

Sino porque su sangre, la de su padre, el antiguo Rey Demonio, pesaba sobre sus hombros como una maldición.

Aunque ella nunca había causado daño a nadie, la gente no lo olvidaba.

Ni la destrucción, ni el miedo, ni las lágrimas que dejaron sus padres atrás.

Para ellos, Daya era una amenaza disfrazada de niña.

Y ese día, como todos los días, Daya intentaba sonreír.

Intentaba ser normal.

Con paso tímido, entró a la pastelería.

El aroma a azúcar y mantequilla la envolvió como un abrazo cálido...

pero duró poco.

Apenas la dueña de la pastelería la vio, su rostro se endureció, su mirada se volvió fría.

- ¿Otra vez tú, mocosa? –escupó con desdén.

Daya, tragándose las lágrimas que querían salir, solo bajó la cabeza.

- Me podría dar un pastel de fresas, por favor...

La señora resopló con fastidio mientras preparaba el pastel, como si cada segundo que pasaba atendiéndola fuera una tortura.

- Nadie quiere venderte nada... deberías largarte de este pueblo –gruñó mientras le entregaba el pastel, estirando el brazo para no tocarla.

Daya recibió el pastel como quien recibe un tesoro...

aunque lo que realmente le dolía era la frialdad con la que se lo entregaban.

- Gracias –susurró.

Pero, como siempre, no obtuvo respuesta.

Solo una mirada de desprecio que la siguió hasta que cerró la puerta de la tienda.

Estaba acostumbrada a eso.

Pero dolía igual cada vez.

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El camino a la escuela se sentía más pesado que nunca.

Cada paso era una batalla contra las ganas de desaparecer.

Y al llegar...

ahí estaban ellos.

Los compañeros.

Los mismos que cada día la miraban como si fuera una bestia peligrosa.

Los susurros comenzaron apenas pisó el umbral de la entrada.

- "Ahí viene la hija del demonio..."

- "¿Qué querrá ahora?"

- "Debería irse de aquí."

Daya bajó la mirada.

No quería escuchar.

No quería llorar.

Entró en el salón, y buscó su pupitre, su pequeño refugio.

Se sentó en silencio, fingiendo que las palabras no la atravesaban como cuchillos.

Pero siempre había alguien que hacía más difícil fingir: Takashi.

Él estaba allí.

Como siempre.

Con su sonrisa cruel y sus ojos llenos de burla.

- Mira quién llegó... la princesa del infierno –se burló, con voz lo suficientemente alta para que todos lo escucharan.

Daya apretó los puños sobre su falda, temblando de rabia y tristeza.

- Déjame en paz... –susurró.

Pero Takashi solo rió.

- ¡No! ¡No lo haré! ¡Mocosa hija del diablo!

Algo dentro de ella ardió.

Una chispa.

Un fuego.

Daya alzó la cabeza, con lágrimas en los ojos pero con una fuerza nueva en su voz.

- ¡¡UN DÍA VERÁN!! ¡¡ME CONVERTIRÉ EN LA HECHICERA MÁS PODEROSA!!

La risa de Takashi resonó en todo el salón.

- ¡JAJAJA! ¡Sí claro, sueña más fuerte a ver si alguien te cree!

Y lo peor...

el maestro veía.

El maestro escuchaba.

Pero no hacía nada.

Hasta que, por primera vez, golpeó su escritorio.

- ¡Takashi, basta! –gritó con autoridad.

- ¡Deja a la chica en paz!

Takashi frunció el ceño, molesto, pero obedeció, volviendo a su asiento.

Aunque no dejó de murmurar insultos entre dientes.

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Daya ya no podía más.

Las lágrimas cayeron silenciosas sobre su pupitre.

Lágrimas de impotencia, de rabia, de soledad.

El maestro, viéndola, se acercó lentamente, como quien se acerca a un animal herido.

- Hey... ¿estás bien? –preguntó, con una voz tan dulce que dolía.

Daya, sin levantar la cabeza:

- Todos me odian...

El maestro suspiró, cargando con el peso de la verdad.

- No es odio, Daya.

Es miedo.

Y no es justo para ti.

Daya lo miró con ojos llenos de dolor.

- ¿Por qué está siendo amable conmigo...? –preguntó, sin entender.

Él sonrió con tristeza.

- Porque tú no eres tus padres.

Tú eres tú.

Una niña que merece ser feliz.

Daya apenas pudo asentir.

- Gracias... –susurró.

El maestro le acarició el hombro con ternura.

- No dejes que ellos te definan, Daya.

Un día... ellos verán quién eres en realidad.

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Cuando llegó el receso, el aula quedó vacía.

Todos corrieron afuera, riendo, gritando...

y Daya se quedó ahí.

Sola.

En su pequeño pupitre.

Miró por la ventana.

Miró el cielo azul.

Y habló, solo para ella, con una voz llena de sueños.

- Un día... seré una gran Hoshigan.

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Pero el día aún no había terminado.

Cuando regresaron del receso, Takashi volvió a su ataque.

Cada palabra, cada risa, cada murmullo era un golpe invisible.

Hasta que Daya explotó.

Se puso de pie de un salto.

Y con toda la fuerza de su pequeño cuerpo, le dio una cachetada a Takashi.

- ¡¡YA BASTA!! –gritó, con la voz rota por las lágrimas.

- ¡¡¿POR QUÉ TENGO QUE PAGAR POR LOS PECADOS DE MIS PADRES?!!

¡¡SOLO SOY UNA NIÑA QUE QUIERE SER ALGO BUENO!!

Todo el salón se quedó en silencio.

Todos la miraban.

Takashi se tocaba la mejilla roja.

Y Daya...

Daya no pudo más.

Salió corriendo de la escuela.

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Corrió.

Corrió hasta que los pulmones le ardieron.

Hasta que llegó a un campo de flores.

Un océano de colores bajo un cielo infinito.

Se dejó caer bajo un gran árbol, sollozando.

El viento acariciaba las flores, que a su vez acariciaban sus mejillas, como si la naturaleza misma quisiera consolarla.

Y poco a poco... sus lágrimas se fueron calmando.

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Horas después, Daya volvió a la escuela.

No podía huir para siempre.

Y esta vez...

no iba a esconderse.

Con paso firme, se subió a una mesa en medio del patio.

Todos la miraron.

El corazón de Daya latía como un tambor en su pecho.

Pero no tembló.

- ¡YO, DAYA KENKO, SERÉ LA HOSHIGAN MÁS FUERTE DEL MUNDO!

¡UNA HECHICERA QUE PROTEGERÁ A LA HUMANIDAD!

El silencio fue absoluto.

Takashi frunció el ceño.

Daya lo miró directamente a los ojos.

- ¡Takashi!

¡Te superaré!

¡Seré mejor que tú!

Takashi rió, incrédulo.

- ¿Tú? ¡Por favor! ¡Ni siquiera sabes lanzar un hechizo básico!

Pero Daya no retrocedió.

- Hagamos una promesa.

Si logro superarte, me respetarás.

Y dejarás de burlarte de mí.

Takashi dudó...

pero aceptó.

Le estrechó la mano, con arrogancia.

- Trato hecho.

La multitud alrededor no podía creer lo que veía.

Y entonces, Daya añadió, con fuego en la voz:

- ¡Y si llego a ser la Hoshigan más poderosa... tendrás que arrodillarte ante mí y pedirme perdón!

Takashi apretó la mandíbula...

pero rió.

- Hecho. Pero no te ilusiones, mocosa.

Y así, Daya Kenko selló su primer gran juramento.

Un juramento que cambiaría su vida para siempre.

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