El vestíbulo privado del aeropuerto palpitaba con una energía contenida. Lujosas alfombras amortiguaban mis pasos , mis padres y los escoltas avanzaban hacia al jet privado. A nuestro alrededor, el brillo del acero inoxidable y el cuero contrastaba con la opacidad de los cristales tintados de las ventanas. El zumbido de las conversaciones en idiomas extranjeros y el suave murmullo de la música ambiental creaban un ambiente sofisticado y distante.
Con cada paso que dábamos, la atención de los pocos pasajeros presentes se volvía hacia nosotros. yo sentía las miradas clavadas en mi espalda, como si fuera un insecto bajo un microscopio. Mi madre, elegante y serena, caminaba a mi lado, esbozando una sonrisa forzada. Mi padre, como siempre iba con la mandíbula apretada, parecía blindado contra el mundo exterior.
De repente me detuve en seco al escuchar un grito. Allí, en medio de la multitud, estaba él.
"¡Josephine! ¿Eres tú?" exclamó él, tratando de acercarce a mi con una sonrisa, sin poder lograr su objetivo, pues tenia que seguir mi camino.
Los escoltas tirando suavemente de mi brazo, obligándome a seguir adelante. Me resistí un instante, pero finalmente me deja llevar. Me di la vuelta para mirar a Josep por última vez, hasta que lo vi desaparecer entre la multitud, después de dos años sin saber de él, aparecía de la nada, y tan rápido como volvió a aparecer, así de rápido volvió a desaparecer de mi vista.
Al llegar al avión, los escoltas se desplegaron como abanicos, protegiendo a mi familia mientras ascendíamos por la escalerilla. Me detuve un instante en la puerta del jet, observando el aeropuerto que se alejaba rápidamente. Recordé los días en la escuela que compartía con Brianna, Anna, Louie y Josep, las risas compartidas con mis amigos y la sensación de libertad que me invadía. Un nudo se formó en mi garganta y mis ojos se llenaron de lágrimas.
En el interior del avión, el lujo era abrumador. Sillones de cuero suave, pantallas táctiles, una pequeña cocina y una cabina espaciosa invitaban a la relajación. Me dejé caer en uno de los asientos, sintiendo la suavidad de la tapicería contra mi piel. Cerré los ojos, tratando de bloquear el ruido del motor y concentrarme en mis pensamientos.
Las luces parpadeantes de París se extendían como un manto de estrellas bajo el avión. Me aferre a la ventanilla, mientras observaba cómo la ciudad se acercaba cada vez más. Un nudo se formó en mi garganta al recordar mi último encuentro con Josep. ¿Volvería a verlo? Me pregunte.
Al aterrizar en el aeropuerto Charles de Gaulle, me sentí abrumada por la sensación de estar nuevamente hay visitando a mi querida hermana mayor. El ajetreo del aeropuerto, el sonido de diferentes idiomas y la emoción de los viajeros que se reunían con sus seres queridos crearon una atmósfera vibrante.
Los escoltas, como siempre, me rodearon, guiándome a través de la terminal. Me sentía como una muñeca de porcelana, siendo manipulada de un lugar a otro. Mi mente divagaba, pensando en como seria esta vez mi estancia en Francia.
Al salir del aeropuerto, el aire fresco de la noche parisina me envolvió. El chófer de mi hermana nos esperaba con un lujoso sedán, listo para llevarnos a la mansión. Mientras el coche se deslizaba por las calles de París, yo solo observaba las luces de la ciudad.
El coche se detuvo frente a una imponente mansión. Salí del vehículo, admirando la arquitectura clásica del edificio. La puerta principal se abrió, revelando un vestíbulo amplio y elegante. Mis padres me precedieron, seguidos de cerca por los escoltas.
Una mujer alta y esbelta, con un aire de superioridad, nos recibió en la entrada. Era mi querida hermana mayor, Esperanza.
"Josephine, qué gusto verte." Su voz era fría y distante.
Sin esperar una respuesta de mi parte, Esperanza se giró sobre sus tacones altos, el eco de su andar resonando en el suelo de mármol pulido. "Síganme," ordenó sin siquiera mirarme a los ojos, como si mi presencia fuera una mera formalidad que debía ser atendida.
La seguí a través de una serie de salones opulentos, cada uno decorado con una frialdad estudiada. Muebles antiguos tapizados en seda austera, pinturas de paisajes sombríos enmarcadas en oro macizo y jarrones de porcelana delicada que parecían prohibir cualquier contacto. No había calidez, ni rastro de personalidad que sugiriera un hogar habitado con alegría. Era más bien un museo privado, un escaparate de riqueza y estatus.
Mientras caminábamos, sentía la mirada inquisitiva de los escoltas clavada en mi espalda, como si esperaran en cualquier momento que cometiera una infracción. Mi madre mantenía su semblante sereno, aunque podía percibir una tensión sutil en la forma en que apretaba su bolso. Mi padre, como una estatua de granito, avanzaba en silencio, su mandíbula aún tensa.
Finalmente, llegamos a un salón de estar inmenso, iluminado por una araña de cristal que proyectaba destellos fríos sobre las paredes revestidas de seda. Esperanza se detuvo frente a una chimenea de mármol blanco, donde un fuego crepitaba con una eficiencia casi robótica.
"Tu habitación está lista," anunció, su voz carente de cualquier tono afectuoso. "Cenaremos en una hora. Sé puntual."
Sin más preámbulos, hizo un gesto a una de las criadas vestida de uniforme impecable, quien se acercó a mí con una reverencia silenciosa. "Sígame, señorita Josephine," dijo la criada con una voz suave y apenas audible.
La seguí por pasillos interminables, subiendo una escalera de caracol que parecía no tener fin. Cada paso resonaba en el silencio de la mansión, amplificando mi sensación de aislamiento. Finalmente, llegamos a una puerta de madera oscura, que la criada abrió con un movimiento silencioso.
La habitación era tan impersonal como el resto de la casa, aunque de proporciones generosas. Una cama con dosel cubierta con colchas de seda pesada dominaba el espacio. Un escritorio antiguo se encontraba junto a la ventana, ofreciendo una vista distante de los jardines laberínticos. En una esquina, un vestidor amplio parecía esperar ser llenado.
"Si necesita algo, señorita, solo tiene que llamar," dijo la criada con una leve inclinación antes de retirarse, cerrando la puerta tras de sí.
Me quedé sola en la habitación, sintiendo el peso del silencio y la frialdad del ambiente. Me acerqué a la ventana y miré hacia los jardines, un laberinto de setos perfectamente recortados y fuentes de agua inmóvil. Era hermoso, sí, pero carecía de la espontaneidad y la calidez de los jardines que recordaba de mi hogar.
Un suspiro se escapó de mis labios. Esta no era una visita a mi "querida hermana mayor" como me había intentado convencer en el avión. Esto era otra cosa, algo indefinible que se cernía en el aire como una sombra. La frialdad de Esperanza, la formalidad opresiva de la mansión, todo contribuía a una sensación de inquietud que se instalaba profundamente en mi pecho.
Me senté en el borde de la cama, sintiendo la rigidez de la tela bajo mis dedos. La pulsera que Josep me había regalado brilló en mi muñeca, un pequeño faro de calidez en este mar de frialdad. Lo extrañaba profundamente, su sonrisa, su humor, la forma en que me hacía sentir vista y comprendida. Aquí, en esta mansión imponente, me sentía más invisible que nunca.
La hora de la cena se acercaba, y con un suspiro resignado, me levanté para prepararme. Me vestí con la ropa formal que había traído, sintiéndome como una actriz interpretando un papel en una obra que no entendía. Al mirarme en el espejo, vi una imagen pálida y distante, apenas reconocible como la Josephine que se había despedido de Josep en el aeropuerto.
Con un nudo en el estómago, salí de la habitación, dispuesta a enfrentar la siguiente escena de esta extraña obra familiar. El eco de mis propios pasos resonaba en el pasillo, acompañando la sensación creciente de que mi estancia en esta mansión parisina sería mucho más complicada de lo que jamás había imaginado.
Me sentía como una extraña en mi propia familia. Al llegar al comedor, me senté a la mesa, rodeada de retratos de antepasados y objetos de valor. La cena fue una tortura. Las conversaciones eran como siempre muy superficiales y forzadas, yo me sentía cada vez más incómoda.
Después de la cena, me fui a mi habitación. Era una suite amplia y elegante, pero aun así no podía dejar de sentir una sensación de vacío. Me acerque a la ventana y miré hacia el jardín. A lo lejos, podía ver la ciudad de París iluminada.
Empece a desempacar mi maletas, hasta que por fin dejé la última prenda colocada en el armario, que estaba en el enorme vestidor. Solté un suspiro de cansancio y observe con calma la habitación, con sus paredes adornadas con cuadros antiguos y su suelo de madera pulida, exhalaba un aire de tranquilidad. Sin embargo, a pesar de la calma aparente, sentía una punzada de nerviosismo.
Me dirigí al baño y encendí la ducha, dejando que el agua caliente cayera sobre mi cuerpo. Cerré los ojos y traté de concentrarme en la sensación del agua, pero mis pensamientos vagaban. Recordaba un sueño que había tenido hacía unos años, un sueño vívido y perturbador que me había dejado con una sensación de inquietud. ¿Sería este presentimiento otra señal?
Al salir de la ducha, me envolví en una toalla suave y me dirigí hacia el vestidor, colocándome una pijama de seda, me cepille mi largo cabello haciéndome una trenza, para luego dirigirme hacia mi cama. Apague la luz y me acurruqué bajo las mantas, sintiendo el frío de la noche a través de la ventana. El reloj de pared hacía tic-tac, marcando el paso del tiempo. El espejo sobre la cómoda reflejaba una figura borrosa, como si estuviera observándome.
Cerré los ojos con fuerza, deseando que el sueño me llevara a un lugar más tranquilo. Pero la sensación de que algo estaba a punto de suceder persistió, como una sombra oscura acechando en las sombras. Me concentré en mi respiración, tratando de calmarme, pero mi mente seguía divagando. Imaginaba sombras moviéndose en las esquinas de la habitación, escuchando susurros que solo yo podía oír.
Con un suspiro, me rendí a la oscuridad. Cerré los ojos y me dejé llevar por la corriente de mis pensamientos, esperando que el sueño me revelara lo que mi mente consciente no podía comprender
Floté en una negrura viscosa, una nada opresiva que se sentía como ser envuelta en terciopelo húmedo. No había noción de arriba o abajo, solo esta suspensión sin fin que me robaba el aliento y me llenaba de una angustia silenciosa. Era como estar atrapada dentro de un pensamiento oscuro, sin salida ni consuelo. Una punzada de pánico frío se extendió por mi pecho: ¿me quedaría aquí para siempre, perdida en esta inmensidad sin forma?
Entonces, una chispa tembló en la distancia, un punto de luz vacilante como una luciérnaga solitaria luchando contra la noche eterna. Una punzada de esperanza, frágil pero intensa, me impulsó hacia ella. Quería alcanzarla, aferrarme a esa promesa de claridad en medio de la oscuridad sofocante. Pero la luz danzaba burlonamente, alejándose a medida que me acercaba, como un espejismo cruel que se alimenta de mi desesperación. Sentí una frustración creciente, un grito silencioso atascado en mi garganta. ¿Por qué huía? ¿Qué me estaba tratando de mostrar?
De repente, la oscuridad se hizo añicos con un estruendo silencioso, como si un velo invisible se hubiera roto. Me encontré en una habitación que se extendía hasta el infinito, sus paredes y techo revestidos de espejos que multiplicaban mi reflejo hasta el mareo. Eran innumerables Josephines, cada una con una expresión diferente, algunas curiosas, otras asustadas, algunas incluso con una tristeza que resonaba con la mía. Me sentí expuesta, como si cada faceta de mi ser estuviera siendo observada y juzgada por estas infinitas copias de mí misma. ¿Cuál de ellas era la verdadera? ¿Estaba fragmentándome en mil pedazos?
En el centro de este laberinto de reflejos, una figura se materializó gradualmente. Era mi tía Mariela, pero había una palidez espectral en su rostro, casi como si estuviera hecha de humo. Sus ojos, que siempre recordaba llenos de una calidez traviesa, ahora brillaban con una tristeza profunda e insondable que me heló la sangre. Una punzada de dolor me atravesó el pecho al verla tan demacrada, tan ausente. ¿Qué le había sucedido? Un presentimiento oscuro se agitó en mi interior.
Ella me llamó con una voz suave y dulce, una melodía melancólica que parecía venir de muy lejos. "Josephine..." Su nombre flotó en el aire, cargado de un peso que no comprendía. Se acercó lentamente, su figura casi transparente a medida que se movía. Quería correr hacia ella, abrazarla, preguntarle qué le pasaba, pero mis pies parecían estar pegados al suelo, paralizados por una inquietud inexplicable.
Se detuvo justo frente a mí, su mirada fija en la mía. Sus ojos tristes parecían querer decirme tantas cosas que las palabras no podían expresar. Se inclinó y susurró una sola palabra, cargada de urgencia y significado: "Recuerda". ¿Recordar qué? Mi mente luchó por comprender, por encontrar algún recuerdo perdido que pudiera explicar esta visión angustiante.
Antes de que pudiera responder, la habitación comenzó a temblar violentamente. Los espejos se agrietaron y se rompieron en mil pedazos con un sonido chirriante y aterrador, como si el propio universo se estuviera desmoronando a mi alrededor. Los fragmentos de vidrio volaban en todas direcciones, cortando el aire y reflejando imágenes distorsionadas de mi rostro aterrorizado. Sentí el peligro inminente, la certeza de que algo terrible estaba a punto de suceder.
Y entonces, el suelo desapareció bajo mis pies. Caí en un abismo oscuro y sin fondo, el viento helado azotando mi rostro y desgarrando mi ropa. El sonido de mis propios gritos se perdía en la inmensidad, un lamento solitario en la nada. Sentí una sensación de vértigo y desamparo absoluto, la certeza de que esta caída no tendría fin. ¿Esto era la muerte? ¿Este vacío frío y eterno era mi destino? El terror me paralizó, impidiéndome siquiera intentar aferrarme a algo.
Abrí los ojos de golpe, jadeando por aire como si acabara de emerger de las profundidades del océano. Estaba empapada en sudor, mi corazón latiendo con una violencia dolorosa contra mis costillas. La tenue luz de la luna que se filtraba por la ventana proyectaba sombras danzantes en las paredes de mi habitación, transformando objetos familiares en figuras grotescas y amenazantes. La imagen de mi tía Mariela, con su rostro pálido y sus ojos llenos de tristeza, se quedó grabada en mi mente como una cicatriz invisible. Su última palabra, "Recuerda", resonaba en mis oídos como un eco persistente.
Intenté calmar mi respiración agitada, pero la sensación de la caída libre, la angustia de la oscuridad, seguía aferrándose a mí. Me sentía como una hoja seca arrastrada por una corriente turbulenta, sin control sobre mi destino, a merced de fuerzas invisibles. La habitación, que hacía apenas unas horas me había ofrecido un atisbo de seguridad, ahora se sentía fría y hostil, cada sombra un posible espectro, cada crujido un presagio de algo terrible.
Cerré los ojos con fuerza, tratando desesperadamente de borrar esas imágenes perturbadoras de mi mente. Pero era inútil. La habitación parecía girar a mi alrededor, y la voz de mi tía seguía susurrando en el silencio de la noche. Una sensación de soledad abrumadora me invadió. Estaba atrapada en una pesadilla que persistía incluso después de despertar, sin nadie a quien recurrir, sintiéndome peligrosamente aislada en esta mansión.
La pesadilla aún palpitaba en mis sienes como un martillo. Sudada y agitada, me incorporé en la cama, tratando de disipar las imágenes que me atormentaban. Respiré hondo, una y otra vez, pero la sensación de angustia persistía. Eché un vistazo al reloj: apenas eran las tres de la mañana.
Me levanté y me acerqué a la ventana. La ciudad de París, dormida y silenciosa, se extendía ante mí. Las luces parpadeantes de los edificios creaban un panorama onírico que contrastaba con la pesadilla que acababa de vivir.
Repasé mentalmente los acontecimientos de los últimos años. Desde pequeña, había tenido sueños vívidos, premonitorios, que habían marcado mi destino de una manera que nunca había comprendido del todo. Recordé la vez que soñé con un accidente automovilístico, días antes de que mi padre sufriera un leve choque. O aquella ocasión en que vi a mi abuela enferma, justo antes de un infarto. ¿Eran simples coincidencias o mi mente tenía la capacidad de predecir el futuro?.
En ese momento, una idea cruzó por mi mente como un rayo de esperanza en medio de la oscuridad. Necesitaba un registro, un diario donde pudiera anotar todos mis sueños, por extraños o insignificantes que parecieran. Tal vez así podría encontrar un patrón, una explicación a lo que me estaba sucediendo. Y quién sabe, quizás hasta pudiera evitar alguna tragedia futura. Mañana mismo le pediría a alguien que me comprara un diario.
Suspire tratando de calmarme, pero al saber que no podría conciliar el sueño nuevamente decidí ir a despejar mi mente, me puse una bata de seda para tapar mi pijama, y salí de mi habitación tratando de hacer el menor ruido posible, me encamine hacia la biblioteca que tenia la mansión, y busque uno de mis libros favoritos, todo estaba oscuro a excepción de la pequeña luz que tenia encendida para poder leer y allí quede inmersa en otro mundo que no era el mio...
La luz tenue de la lámpara de noche apenas alcanzaba los altos estantes de la biblioteca, creando sombras danzantes que jugaban con los lomos dorados de los libros antiguos. El silencio era casi palpable, roto solo por el suave crujido de las páginas al pasar. Elegí un clásico, "Cien años de soledad" de García Márquez. Sus palabras siempre me transportaban a un mundo donde lo mágico y lo real se entrelazaban de una manera que resonaba con la extrañeza de mis propios sueños.
Mientras leía sobre la estirpe de los Buendía y su pueblo de Macondo, sentía una extraña conexión con sus vidas llenas de maravilla y fatalidad. ¿Acaso mi propia vida no se sentía a veces así, marcada por presentimientos y sueños que parecían predecir el futuro? La imagen de mi tía Mariela en el espejo roto seguía revoloteando en mi mente, pero las palabras de García Márquez tejían un velo de fantasía que me permitía distanciarme un poco de esa angustia.
Las horas se deslizaron sin que me diera cuenta, inmersa en las complejas relaciones y los eventos extraordinarios de Macondo. La biblioteca se convirtió en mi santuario, un espacio donde podía escapar de la frialdad de la mansión y la opresión de mis propios pensamientos. El aroma a papel viejo y cuero encuadernado era reconfortante, como un abrazo silencioso en medio de la noche.