Un estruendo violento me arrancó bruscamente del abismo oscuro del sueño, como si una garra invisible me hubiera sacudido con furia. El sonido seco y brutal de la puerta de mi habitación estrellándose contra la pared resonó con una fuerza escalofriante en mis oídos aún adormecidos. Los gritos de Esperanza, agudos como el filo de un cuchillo y cargados de un desprecio venenoso, me taladraron el cerebro, dispersando los últimos vestigios de descanso como astillas de vidrio. "¡Levántate, inútil!" Su voz, estridente y llena de una furia fría, rebotó en las paredes, amplificada por el silencio de la mañana. "¡El desayuno no se hace solo! ¡Y la casa parece un chiquero, a ver si te pones a limpiar de una vez!"
Abrí los ojos con dificultad, mis párpados pesados y pegajosos, parpadeando torpemente para adaptarme a la luz del día cruel que se colaba a través de las estrechas rendijas de las cortinas cerradas. Un quejido silencioso escapó de mis labios cuando intenté moverme, mi cuerpo entumecido y dolorido protestando ante el simple intento. Recordé vagamente la dureza fría de la pared contra mi espalda; me había quedado dormida allí, acurrucada en una posición incómoda justo al lado de la puerta, buscando quizás una ilusión de protección en su solidez. La textura áspera del yeso ahora se sentía grabada en mi piel, dejando cada músculo rígido y dolorido.
La voz áspera y demandante de Esperanza seguía resonando en mi cabeza, como un eco molesto que se niega a desaparecer. "¡Muévete, holgazana! ¡No te voy a repetir las cosas!" Cada palabra era un latigazo invisible, recordándome mi nueva y humillante posición.
Con un esfuerzo considerable, me levanté del suelo frío, sintiendo un mareo momentáneo que nubló mi visión. La cabeza me palpitaba con un dolor sordo y constante, un recordatorio del golpe de la noche anterior, y mi estómago rugía con un vacío punzante, clamando por el alimento que no había probado en horas. Pero no había tiempo para lamentos, para ceder al dolor o al hambre. Tenía que ponerme en marcha, obedecer las órdenes crueles de Esperanza antes de que su furia volviera a desatarse sobre mí.
Suspiré profundamente, tratando de reunir las pocas fuerzas que me quedaban, como un boxeador exhausto intentando levantarse de la lona. Una oleada de agotamiento me invadió, pero la idea de enfrentarme a la ira de mi hermana me impulsó a seguir adelante. No puedo dejar que me vean así, pensé con una determinación frágil. Tengo que mostrarles que no me han quebrado, que a pesar de todo, sigo en pie. Aunque por dentro me sintiera tan frágil como un cristal a punto de romperse en mil pedazos, no les daría la satisfacción de verme derrotada.
Levanté la mirada lentamente, clavando mis ojos en los de Esperanza, tratando de proyectar una firmeza que no sentía. No iba a dejar que me viera débil, vulnerable. Suspiré nuevamente, luchando por controlar la rabia incandescente que me hervía por dentro, un fuego silencioso alimentado por la humillación y la injusticia. "Ya voy, Esperanza," logré decir, mi voz apenas un susurro ronco. "Me cambiaré y bajaré enseguida."
Una risa helada y carente de toda calidez resonó en la habitación, haciéndome estremecer hasta la médula. Esperanza me lanzó un uniforme de mucama, la tela áspera y descolorida cayendo a mis pies como un insulto tangible. "Muévete," siseó con impaciencia, su voz ahora frívola y cargada de un desprecio palpable, como si disfrutara de mi degradación. Una sonrisa burlona y cruel curvaba sus labios finos. "Nadie te manda a defender a la sirvienta. Ahora, a trabajar."
La humillación me golpeó con la fuerza de una bofetada, más dolorosa que la anterior. No solo tenía que realizar las tareas que antes hacía la señora Álvarez, sino que también tenía que vestirme como ella, despojándome de mi propia identidad, obligándome a asumir un papel de servidumbre. Es increíble todo lo que me están haciendo solo por defender una injusticia, pensé con amargura, sintiendo el peso opresivo de su crueldad y mi creciente impotencia en esta casa que ahora se sentía como una prisión.
Recogí el uniforme, la tela áspera entre mis dedos como una extensión de la humillación que sentía, y me dirigí al baño. Cerré la puerta con un golpe seco y resonante, un intento inútil de ahogar la risa cruel de Esperanza que aún flotaba en el aire. Me miré en el espejo, y el reflejo que me devolvió la mirada era el de una completa extraña. Ojos antes brillantes ahora nublados por una rabia contenida, mejillas aún sonrojadas por la vergüenza y la bofetada, el uniforme colgando inerte en mis manos como un sudario de mi antigua vida.
No voy a dejar que me quiebren, me dije a mí misma, la voz apenas un susurro tembloroso que resonó débilmente en el pequeño espacio. Con un movimiento lento y deliberado, me puse el uniforme. La tela rozaba mi piel con una textura áspera e incómoda, una constante recordatorio físico de mi degradación. Pero debajo de esa tela humillante, en lo más profundo de mi ser, mi determinación ardía con una fuerza silenciosa pero inquebrantable.
Solté un suspiro tembloroso, luchando contra las lágrimas calientes que amenazaban con desbordarse de mis ojos. Vaya 'vacaciones', pensé con una ironía amarga que me retorció el estómago. Esto no era en absoluto lo que había imaginado cuando mis padres me trajeron aquí obligada, bajo la falsa promesa de unos días de descanso. Me pregunté qué estarían haciendo mis amigos en este momento, lejos de esta opresiva mansión.
La simple idea de mis amigos me dio un vuelco doloroso al corazón. Los recordaba riendo juntos, compartiendo secretos susurrados bajo las sábanas, ofreciéndonos apoyo incondicional en cada pequeño drama de nuestras vidas. Un contraste abismal con la profunda soledad y la punzante humillación que me envolvían ahora como una mortaja.
Volví a mirarme en el espejo. El uniforme de mucama colgaba de mis hombros con una pesadez simbólica, un recordatorio constante de mi degradación. No me reconocía. La chica pálida y tensa que me devolvía la mirada tenía los ojos apagados, la expresión dura, la piel cetrina. ¿En qué momento me había convertido en esto, en esta sombra silenciosa y resentida?
Apreté los puños con fuerza, mis uñas marcando surcos en la palma de mi mano. La rabia crecía en mi interior como una marea oscura, amenazando con desbordarse. 'No voy a dejar que me quebraran,' me repetí con una firmeza recién descubierta. 'No voy a permitir que me conviertan en una sombra de mí misma.' Tenía que encontrar una manera de salir de aquí, de recuperar mi vida, mi voz. Y lo haría, por mí y por mis amigos, que seguramente me esperaban al otro lado de este infierno.
Me puse manos a la obra con una determinación fría, tratando de ignorar el nudo opresivo en mi garganta y la punzada constante de humillación en el pecho. Me peiné rápidamente, alisando mi cabello con movimientos bruscos, me lavé los dientes con una furia silenciosa y me puse el uniforme de mucama, sintiendo la tela áspera contra mi piel como un recordatorio constante de mi nueva y abyecta realidad. Bajé a la cocina, con la firme decisión de cumplir con mi tarea impuesta y luego desaparecer, hacerme invisible.
Preparé el desayuno con manos que temblaban ligeramente, luchando por no pensar en la mirada gélida y llena de desprecio de Esperanza. El olor del café recién hecho y el pan tostado llenó la cocina, un aroma familiar que paradójicamente no lograba despertar mi apetito. Terminé de cocinar con una eficiencia mecánica, ordené la cocina con movimientos precisos y serví el desayuno en la mesa del comedor, colocando cada plato con un cuidado casi obsesivo.
Tenía la ingenua intención de sentarme a desayunar con ellos, aunque fuera en un silencio tenso y cargado, solo para aferrarme a una pequeña astilla de normalidad. Pero justo cuando iba a tomar asiento en el extremo de la mesa, Esperanza me detuvo con una mirada gélida que me heló la sangre. "¿Qué crees que estás haciendo?", preguntó, su voz destilando desdén. "¿Acaso crees que eres digna de sentarte a nuestra mesa?".
Mi padre me miró con una frialdad glacial, sus ojos oscuros carentes de toda calidez. "Ahora tú comes en la cocina," sentenció con una autoridad implacable, "y después de comer sigues con tus quehaceres. No tienes derecho a sentarte a esta mesa."
Las palabras me golpearon con la fuerza de una bofetada, dejando un sabor amargo en mi boca. Sentí como si el mundo entero se derrumbara a mi alrededor. No solo me estaban tratando con crueldad por defender a alguien que solo hacía su trabajo, sino que también me habían desterrado de mi propia familia, relegándome a un rincón oscuro y silencioso. La humillación me quemaba por dentro, pero con un esfuerzo sobrehumano, me negué a dejar que vieran mis lágrimas. Me di la vuelta con la intención de irme a la cocina, sintiendo sus miradas frías y acusadoras clavadas en mi espalda.
No pude dar ni dos pasos antes de que la voz de mi padre me detuviera. Su tono, aunque grave como siempre, tenía una cualidad diferente, un matiz de seriedad que no había escuchado en mucho tiempo. "Josephine," comenzó, su nombre pronunciado con una lentitud inusual, "tu actitud de ayer fue inaceptable."
Lo miré fijamente, mi corazón latiendo con una mezcla de temor y una tenue esperanza. Trataba de encontrar un atisbo de comprensión, de arrepentimiento en la profundidad de sus ojos oscuros. "Padre, la señora Álvarez no merecía ser tratada de esa manera," respondí con una voz que apenas superaba un susurro.
"Las cosas no son tan simples como tú crees," respondió, su voz endureciéndose nuevamente, volviendo a su tono autoritario habitual. "Hay un orden establecido que debe respetarse."
El nudo en mi garganta se apretó aún más ante las palabras frías y distantes de mi padre. Mis manos temblaban ligeramente, pero me esforcé por mantener una apariencia de compostura. "Entiendo," dije con una voz apenas audible, tragando el orgullo herido, "pero no estoy de acuerdo."
Me di la vuelta, sintiendo sus miradas frías clavadas en mi espalda mientras me dirigía a la cocina, mi nuevo lugar asignado. El hambre me mordía el estómago vacío, pero la rabia y la humillación formaban un nudo doloroso en mi garganta, haciéndome sentir incapaz de tragar. Me senté a la mesa pequeña y apartada, obligándome a comer algo del desayuno que había preparado, aunque cada bocado me sabía a ceniza, amargo y sin sabor. Tenía que mantenerme fuerte, tenía que tener energía para enfrentar el largo y humillante día que me esperaba.
Terminé de comer con lentitud, dejando el plato a un lado con un ruido apenas perceptible. La mirada de Esperanza me seguía desde el comedor, fría y vigilante, como la de un halcón observando a su presa indefensa. "¿Terminaste, sirvienta?", preguntó con una sonrisa burlona y cruel que mostraba sus dientes blancos. "Pues manos a la obra. La mansión no se limpia sola."
Me levanté con una rigidez antinatural, sintiendo el peso simbólico del uniforme de mucama sobre mis hombros, una carga invisible de humillación y resentimiento. La enorme mansión se alzaba ante mí en mi mente, un laberinto interminable de habitaciones y pasillos que ahora eran mi responsabilidad limpiar. Suspiré profundamente, tratando de reunir las pocas fuerzas que me quedaban. 'No voy a dejar que me quiebren,' me repetí en silencio. 'No voy a dejar que me conviertan en una sombra de mí misma.'
Con cada movimiento, con cada trapo que pasaba por los muebles, sentía cómo la rabia se transformaba en determinación. No iba a dejar que me humillaran. Iba a demostrarles que no me habían vencido. Que seguía siendo Josephine, y que iba a luchar por lo que creía justo.
A medida que iba a avanzando el dia se repetia lo mismo del dia anterior sobre todo los comentarios de mi hermana al terminar de hacer los quehaceres de cocinar y de mantener todo arreglado mi mente no dejaba de dar vueltas.
Hasta que por fin nuevamente a las 8:30pm me desocupe, la masion relucia y micuerpo exigia un descanso, cene algo, me di una ducha me puse mi pijama, le hice una trenza a mi largo cabello, y solte un suspiro.
Estaba caminando por la habitacion tratando de despejar mi mente cuando note, que sobre mi escritorio estaba el diario que habia mandado a comprar el dia anterior, lo sopese un momento hasta que decidi sentarme y escribir por primera vez en el.
3 de agosto de 2017
Querido diario:
Si su misión era quebrarme, si pensaban que iban a cambiar mi forma de ser y de pensar, se equivocaban. ¡Vaya que se equivocan! Hoy, más que nunca, lo tengo claro. Iba a hacerles la vida imposible. No les daría la satisfacción de verme sufrir, de verme doblegada. Desde este momento, no mostraré mis debilidades. No dejaré que vean cuánto me afectan sus palabras, sus acciones.
Me convertiré en una fortaleza inexpugnable. Cada insulto, cada desprecio, lo guardaré en lo más profundo de mi ser, transformándolo en combustible para mi rebeldía. No voy a llorar, no voy a suplicar, no voy a darles el gusto de verme derrotada.
Limpiaré la casa con una sonrisa en los labios, como si nada me importara. Serviré el desayuno con la cabeza en alto, como si fuera una invitada de honor. Sus miradas de odio y sus comentarios despectivos se resbalarán por mi piel como agua sobre una roca.
Iba a convertirme en un enigma para ellos, en una sombra que se mueve silenciosamente por la mansión, observando, aprendiendo, esperando el momento oportuno para actuar. No van a saber qué pienso, qué siento, qué planeo. ¡Seré su peor pesadilla!
Cuanto peor me traten, más amable seré. Cuanto más intenten quebrarme, más feliz me mostraré. Les daré exactamente lo contrario de lo que esperan. Les demostraré que soy mejor que ellos, que su crueldad no me define.
Me convertiré en un espejo que refleje su propia maldad, pero con una sonrisa. Seré la cortesía personificada, la amabilidad en su máxima expresión. Cada palabra dulce, cada gesto considerado, será una bofetada silenciosa a su intento de humillarme.
No les daré el gusto de verme sufrir. No les daré el placer de verme derrotada. Me convertiré en una fortaleza de alegría, una fuente inagotable de optimismo. Les demostraré que su odio no tiene poder sobre mí, que mi felicidad no depende de su aprobación.
Me convertiré en un ejemplo de resistencia, en una prueba de que la bondad es más fuerte que la maldad. Les demostraré que, a pesar de todo, soy capaz de elegir mi propia actitud, de definir mi propia realidad. Y esa realidad será una en la que yo saldré victoriosa.
Mi mantra a partir de hoy será: que nada me afecte y todo me resbale. Si me quieren ver derrotada, humillada y destrozada, no lo van a lograr. Mientras peor me traten, yo mejor los voy a tratar. Nunca les voy a demostrar que me afectan ni sus acciones ni sus palabras.
Mañana será otro día. Solo tengo que aguantar los tres meses de vacaciones que vamos a pasar aquí.
Firma Josephine.