Los días se habían sedimentado en una rutina gris y predecible, cada amanecer trayendo consigo la misma punzada de anhelo y la misma pregunta sin respuesta revoloteando en los confines de mi mente. ¿Qué intentaba decirme tía Mariela en ese sueño vívido y perturbador? ¿Qué era aquello tan importante que se suponía debía recordar, ese mensaje esquivo que danzaba al borde de mi conciencia sin nunca revelarse por completo? Mientras mis manos realizaban mecánicamente las tareas asignadas, limpiando el polvo de muebles opulentos o lustrando suelos que ya brillaban, mi mente daba vueltas incesantemente a ese enigma, intentando desentrañar el significado oculto tras las imágenes oníricas.
En medio de esa búsqueda interna, inevitablemente surgían los recuerdos de mis amigos, Brianna, Anna y Louie. Sus risas, nuestras conversaciones animadas, las promesas de un futuro juntos... todo contrastaba dolorosamente con mi presente aislamiento. Me preguntaba qué estarían haciendo, si me extrañarían tanto como yo a ellos, si Louie aún recordaría nuestras promesas bajo el sol de la fiesta. Una punzada de culpa me atravesaba al pensar en su posible angustia por mi silencio forzado.
Entré en una de las tantas habitaciones de la mansión, una sala de estar secundaria que apenas se utilizaba, y comencé a desempolvar las figuras de porcelana sobre una repisa. Estaba absorta en mis pensamientos, intentando ordenar el caos de mis recuerdos, cuando una presencia familiar y ominosa se hizo sentir en el umbral. Andrés. En las últimas semanas, sus encuentros "casuales" se habían vuelto una constante inquietante, sus miradas lascivas y sus comentarios velados dejándome una sensación pegajosa de vulnerabilidad que me erizaba la piel.
Esta vez, había algo diferente en su actitud, una intensidad perturbadora que emanaba de cada poro de su ser. Sus ojos estaban más dilatados de lo normal, inyectados en un brillo extraño, casi febril. Se acercó a mí a paso rápido, con una determinación que heló la sangre en mis venas.
"Qué tal si retomamos lo que intenté hacerte hace años, Josephine?", dijo con una voz ronca y pastosa, cargada de una insinuación repulsiva que me revolvió el estómago. Su aliento, cargado de un olor dulzón y desagradable, llegó hasta mí como una punzada.
El pánico me invadió instantáneamente, como una descarga eléctrica que paralizó cada músculo de mi cuerpo. Antes de que pudiera reaccionar, me tomó bruscamente por los brazos, sus dedos apretándose con fuerza sobre mi piel, tratando de acercar su rostro sudoroso y repulsivo al mío. Un grito silencioso se ahogó en mi garganta mientras el terror me inmovilizaba, enfrentándome una vez más a la amenaza oscura que acechaba en los rincones sombríos de esta prisión dorada.
El agarre en mis brazos se intensificó, sus dedos huesudos clavándose en mi carne como garras. Un hedor nauseabundo a sudor rancio y alcohol barato invadió mis fosas nasales a medida que su rostro se acercaba, sus ojos inyectados en sangre fijos en los míos con una lascivia voraz. El terror, frío y paralizante, se apoderó de cada célula de mi cuerpo, inmovilizándome por un instante. Mi mente gritaba, una alarma ensordecedora resonando en el vacío, pero mi voz se había quedado atrapada en mi garganta, un nudo apretado de puro pavor.
"Suéltame!", logré articular finalmente, la voz apenas un hilo tembloroso que se quebró al instante. Intenté zafarme, retorciéndome con desesperación, pero su fuerza bruta me superaba con creces. Sentía sus uñas clavándose en mis brazos, la tela del uniforme de mucama estirándose bajo su agarre implacable. La repisa con las delicadas figuras de porcelana tembló peligrosamente ante mis movimientos bruscos, amenazando con estrellarse contra el suelo.
"Vamos, muñequita," siseó, su aliento caliente y fétido rozando mi mejilla. "Sabes que lo deseas. Siempre lo has deseado." Sus palabras, cargadas de una arrogancia repugnante y una falsa certeza, me helaron la sangre. ¿Cómo podía siquiera pensar algo tan asqueroso? Una oleada de náuseas subió por mi garganta, luchando por salir.
"No! No quiero nada de ti! Déjame en paz, Andrés!", grité con todas mis fuerzas, la voz ahora desgarrada por el miedo y la furia. Mis lágrimas comenzaron a brotar, nublando mi visión, mientras seguía forcejeando con desesperación, intentando crear una distancia entre su cuerpo asqueroso y el mío. El pánico se intensificaba con cada segundo, la sensación claustrofóbica de su cercanía me asfixiaba.
Miré a mi alrededor frenéticamente, buscando una vía de escape en esa habitación que de repente se había convertido en una trampa. La puerta, a unos metros de distancia, parecía inalcanzable. Mi mente trabajaba a una velocidad vertiginosa, buscando desesperadamente una estrategia, cualquier cosa que pudiera detenerlo.
"Cállate, zorrita," gruñó, apretando aún más su agarre, sus ojos dilatados brillando con una excitación enfermiza. "Nadie te va a escuchar. Esta casa es grande, y a nadie le importa lo que le pase a una simple sirvienta." Sus palabras, crueles y despectivas, resonaron en el silencio de la habitación, confirmando mi terrible vulnerabilidad. Me sentí como un insecto atrapado en una telaraña, indefenso ante su depredador.
En un acto desesperado, levanté la rodilla con todas mis fuerzas, apuntando a su ingle. Un gemido ahogado de dolor escapó de sus labios cuando el golpe lo alcanzó, haciéndolo tambalear hacia atrás, aflojando momentáneamente su agarre. Fue la oportunidad que necesitaba. Con un impulso repentino, me liberé de su presa y corrí hacia la puerta, mis pies tropezando con el borde de la alfombra.
Mi corazón latía con una velocidad vertiginosa mientras echaba el cerrojo de la puerta con manos temblorosas, justo antes de que él pudiera alcanzarme. Escuché sus furiosos golpes y sus maldiciones resonando al otro lado de la madera, haciéndome estremecer de miedo y repulsión. Me apoyé contra la puerta cerrada, jadeando por aire, sintiendo las lágrimas calientes correr libremente por mis mejillas. El terror aún me recorría el cuerpo como una descarga eléctrica, dejándome temblando y vulnerable en la quietud repentina de la habitación. La amenaza, una sombra oscura que siempre había sentido acechar, se había materializado de la manera más brutal y repulsiva, dejando una mancha imborrable de miedo y asco en mi alma.
Y de repente, como una ola gigantesca que emerge de las profundidades y arrasa con todo a su paso, una avalancha de recuerdos largamente reprimidos irrumpió en mi mente, golpeándome con una fuerza brutal. Las palabras viscosas de Andrés resonaron en mi cabeza con una claridad escalofriante, mezclándose con el susurro espectral de tía Mariela: "Recuerda...". "Qué tal si retomamos lo que te intenté hacer hace años...". Las frases fragmentadas danzaban en mi conciencia como piezas de un rompecabezas oscuro y aterrador que de repente comenzaba a encajar, revelando una imagen monstruosa que mi mente infantil había enterrado profundamente para poder sobrevivir.
Inglaterra. La vasta y fría mansión familiar, con sus interminables pasillos oscuros y sus habitaciones llenas de ecos silenciosos. Yo, una niña pequeña, de apenas ocho años, jugando despreocupadamente en el jardín bañado por la pálida luz del sol inglés. La risa aguda de Esperanza resonando desde el interior. Y luego, su presencia. Andrés. Su sonrisa forzada, sus ojos oscuros que me observaban con una intensidad que entonces no comprendía, pero que ahora, con la perspectiva del horror vivido, se revelaba como una lascivia repulsiva.
Recuerdo la vez en el estudio de papá. Yo buscaba un libro de cuentos, subiéndome con torpeza a una de las estanterías altas. Sentí su mano en mi espalda baja, un contacto frío y húmedo que me hizo estremecer de incomodidad. Su voz, grave y melosa, susurrando cerca de mi oído palabras que no entendía completamente, pero que instintivamente me hicieron sentir sucia y asustada. Logré bajarme rápidamente, sintiendo sus ojos quemándome la espalda mientras huía.
Otra vez fue en la sala de juegos. Él se ofreció a enseñarme un juego de mesa complicado. Sus manos se movían sobre las mías, supuestamente guiándome, pero sus roces se volvían cada vez más prolongados, sus dedos deteniéndose en lugares que me hacían sentir un escalofrío de repulsión. Intenté apartarme, diciéndole que ya no quería jugar, pero él me sujetó con una fuerza que me sorprendió, su sonrisa tensa y sus ojos brillantes de una manera que me daba miedo.
Pero el recuerdo más nítido, el que ahora me golpeaba con la fuerza de un puño en el estómago, era en el hueco de la escalera, un lugar oscuro y apartado. Yo bajaba corriendo, feliz por alguna razón trivial que ahora se me escapa. De repente, él apareció, bloqueando mi camino. Su aliento olía fuerte a vino. Me tomó por la cintura, atrayéndome hacia su cuerpo. Su rostro estaba muy cerca del mío, sus ojos inyectados en sangre. Intentó besarme. Sentí su bigote áspero rozando mi mejilla. El asco me invadió. Luché, pataleé, grité.
Y entonces apareció Esperanza. Su rostro, habitualmente altivo y desdeñoso, estaba lívido de furia. Sus ojos lanzaban chispas. "¡Qué crees que estás haciendo, cerdo asqueroso!", gritó, su voz temblando de rabia mientras lo empujaba con todas sus fuerzas. Él tropezó, maldiciendo. Esperanza me abrazó con fuerza, su cuerpo temblaba. Me sentí protegida en sus brazos, aunque aún asustada y confundida.
Recuerdo la pelea terrible que siguió. Los gritos de Esperanza resonando por toda la casa. Las palabras duras y acusadoras dirigidas a Andrés. Él negándolo todo con una furia fingida, pero en sus ojos pude ver el miedo. Vi la cara de mamá, una mezcla de incredulidad y horror. Papá, con su rostro siempre impasible, finalmente interviniendo con una frialdad que helaba el alma.
Después de eso, todo se volvió borroso. Recuerdo maletas siendo empacadas apresuradamente, discusiones susurradas entre mis padres. Y luego, la noticia. Ellos se iban. Se mudaban a Francia. Dijeron que era por "oportunidades laborales" para Andrés. Pero ahora lo sabía. Se iban porque Esperanza lo había descubierto. Porque él había intentado... abusar de mí. Y por eso él la golpeó. Recuerdo vagamente el rostro de Esperanza, con un moretón amoratado en la mejilla, su mirada llena de una tristeza profunda y una determinación silenciosa.
¡Dios mío! Todo encajaba ahora con una claridad aterradora. Los intentos de Andrés, la furia de Esperanza, su partida repentina... todo tenía sentido. La amenaza que siempre había sentido en su mirada, esa sensación pegajosa y repulsiva, no era solo mi imaginación infantil. Era real. Él ya lo había intentado antes. Y ahora, aquí, en esta casa extraña y hostil, estaba intentando de nuevo. El pánico se transformó en una rabia fría y visceral. No iba a permitirlo. No otra vez.
Con el corazón latiendo salvajemente en mi pecho, cada latido un eco del terror recién revivido, me di la vuelta y corrí. No hacia la puerta por la que él seguramente intentaría entrar de nuevo, sino en dirección opuesta, buscando desesperadamente un escondite, un santuario dentro de esta prisión opulenta. Mis pies apenas tocaban el suelo mientras recorría los pasillos laberínticos, mis pulmones quemaban con cada bocanada de aire. Necesitaba desaparecer, volverme invisible, convertirme en una sombra que se deslizara entre las paredes sin ser detectada.
Llegué a mi habitación, cerrando la puerta de golpe y echando el cerrojo con manos temblorosas. Me apoyé contra la madera fría, jadeando, con el cuerpo temblando incontrolablemente. Las lágrimas seguían cayendo, silenciosas pero abundantes, mientras rogaba en silencio, con cada fibra de mi ser, que nadie me buscara, que nadie se diera cuenta de que ya no estaba limpiando, que mi ausencia pasara desapercibida en la vasta indiferencia de esta casa. Necesitaba tiempo, necesitaba esconderme hasta que la tormenta pasara, hasta que Andrés se olvidara de mí o encontrara otra presa. En ese momento, la única certeza que tenía era la necesidad imperiosa de desaparecer.
Con el corazón latiendo como un tambor desbocado y la respiración entrecortada, me lancé sobre la cama, buscando refugio bajo las sábanas como si pudieran protegerme de los fantasmas que ahora danzaban salvajemente en mi mente. El temblor en mis manos apenas me permitía sostener la pluma, pero la necesidad de plasmar este torrente de recuerdos aterradores en las páginas de mi diario era imperiosa, como si escribir las palabras pudiera exorcizar de alguna manera el horror que me invadía.
La tinta danzaba temblorosamente sobre el papel mientras la primera oleada de recuerdos me azotaba con una crueldad despiadada. El salón de música en Inglaterra, la profesora de piano con su rostro severo y sus dedos huesudos golpeando mis nudillos cada vez que mis dedos no alcanzaban la nota correcta. Mi pequeña resistencia, mi anhelo infantil de jugar en el jardín en lugar de practicar escalas tediosas, castigada con horas extras de encierro en esa habitación fría y silenciosa. Y cuando las lágrimas finalmente brotaban, no había consuelo, solo la reprimenda fría de mamá: "Deja de lloriquear, Josephine. Debes aprender a ser disciplinada".
Otra punzada, más oscura y opresiva. El sótano. La oscuridad impenetrable que me envolvía como un sudario cada vez que osaba pedir un poco más de atención, un abrazo, una simple palabra amable. La puerta cerrándose con un golpe seco, dejándome sumida en un silencio aterrador, solo interrumpido por el eco de mis propios sollozos. Los días sin probar bocado, el estómago retorciéndose de hambre, la garganta seca, y la única lección grabada a fuego en mi mente infantil: mi necesidad no importaba.
Un recuerdo agudo como un latigazo. Los regaños constantes, las palabras hirientes lanzadas con una frialdad calculada, minando mi autoestima día tras día. Cada pequeño error magnificado, cada intento de expresión sofocado. "Eres torpe", "Eres maleducada", "Nunca haces nada bien". Esas frases resonando en mi cabeza incluso ahora, socavando cualquier atisbo de confianza.
Y luego, la sombra más oscura, el miedo silencioso que me había acompañado durante años sin que pudiera comprenderlo completamente. Sueños fragmentados, imágenes borrosas de Andrés en la casa de Inglaterra, su sombra alargándose sobre Esperanza. Un forcejeo silencioso, un golpe sordo, el rostro de mi hermana contorsionado por el dolor. Despertaba con el corazón latiendo con fuerza, una angustia inexplicable oprimiéndome el pecho. Intentaba contarles a mis padres, pero sus miradas eran de incredulidad, sus palabras desdeñosas: "Son solo pesadillas, Josephine. No inventes cosas". Y yo, una niña pequeña, sintiéndome impotente y sola, sabiendo en lo más profundo de mi ser que algo terrible estaba sucediendo, pero sin poder confirmarlo, sin que nadie me creyera.
Ahora, todas esas piezas rotas de mi infancia se unían, formando un mosaico horrendo de negligencia, crueldad y abuso silenciado. Cada recuerdo era una puñalada en el alma, una confirmación escalofriante de la oscuridad que siempre había acechado en los márgenes de mi vida. Las lágrimas corrían sin cesar por mis mejillas, empapando el papel, borrando algunas de las palabras recién escritas. El temblor en mi cuerpo se intensificó, un escalofrío recorriéndome hasta los huesos. Era como si todas las defensas que mi mente había construido cuidadosamente durante años se hubieran derrumbado, dejándome expuesta a la brutalidad de mi propio pasado. La ola de recuerdos traumáticos seguía llegando, imparable, amenazando con ahogarme en un mar de dolor y horror.