Capítulo 23: La Antigua Grecia

El aire vibraba con el aroma seco de la tierra quemada por el sol, el susurro de hojas de olivo y el eco lejano de un aulos. Por segunda vez desde que la figura en sus sueños había reaparecido, Josephine se encontraba inmersa en un escenario onírico completamente nuevo. Lejos del Japón antiguo del primer encuentro, ahora la familiar Inglaterra había desaparecido, reemplazada por la atmósfera evocadora de la antigua Grecia. Estaba envuelta en una túnica de lino que ondeaba con la suave brisa que llegaba desde un mar azul intenso.

En el corazón de un pequeño santuario oculto en un claro del bosque, rodeado de cipreses esbeltos y la fragancia dulce del jazmín, la esperaba Artemisa. Tal como en su primer reencuentro onírico, la esencia que siempre había asociado con Kenji se manifestaba en esta forma de belleza terrenal y magnética. Su cabello oscuro, recogido en una trenza adornada con hojas de laurel, enmarcaba un rostro de pómulos altos y labios llenos, y sus ojos, de un verde intenso salpicado de motas doradas, la miraban con una intensidad que la hacía sentir vulnerable y a la vez inexplicablemente segura. Es él, pensaba Josephine, la certeza afianzándose con la repetición del encuentro, a pesar de la forma cambiada. Es Kenji. La misma conexión visceral, el mismo anhelo profundo que la había embargado en su anterior sueño, la envolvía ahora con una familiaridad inquietante, intensificada por la palpable sensación de un secreto compartido, de una prohibición tácita que flotaba en el aire.

A unos pasos de distancia, Artemisa sentía la misma punzada de reconocimiento que la había asaltado en su primer encuentro onírico al ver a Josephine en sus sueños. Ella es, pensaba, su corazón latiendo con una mezcla de anhelo y una aprehensión aún mayor, ahora que el encuentro se repetía en un nuevo escenario. La forma era diferente a la de la primera noche, pero la esencia, la vibración única que la atraía con una fuerza innegable, permanecía inalterable. Esta vez, la fragilidad y la belleza etérea de la joven la conmovían profundamente. Josephine, con su piel pálida que contrastaba con la oscuridad de sus ojos profundos y su cabello castaño oscuro cayendo en suaves ondas sobre sus hombros, irradiaba una delicadeza que Artemisa anhelaba proteger con fervor. Un lirio entre espinas, pensaba Artemisa, sintiendo un deseo posesivo crecer en su interior, acompañado del temor punzante de que este efímero encuentro se desvaneciera con el alba del sueño.

Se acercaron lentamente, como si cada paso estuviera cargado de un significado trascendente, marcado por la conciencia de que este era un territorio prohibido, un encuentro robado a la realidad en un nuevo y evocador telón de fondo. El aire entre ellas vibraba con una tensión casi tangible, una mezcla de deseo contenido y el temor constante de ser descubiertas, de que su secreto onírico quedara expuesto a las miradas del mundo. Este segundo encuentro se sentía más íntimo, más cargado de una urgencia silenciosa, teñido de la conciencia de un lazo prohibido que las unía en la clandestinidad del sueño, bajo el sol de una Grecia antigua. Que los dioses nos permitan este instante, rogaba Artemisa en su interior. Siento su presencia como la brisa cálida en el estío, pensaba Josephine, con una mezcla de anhelo y una punzante curiosidad, observando cómo Artemisa se movía con una gracia felina hacia ella.

Los dedos de Artemisa rozaron la mano extendida de Josephine, un contacto fugaz pero eléctrico que encendió la misma chispa de anhelo que había sentido en su anterior sueño. La calidez de su piel, a pesar de la naturaleza etérea del sueño, se sentía tan real, tan anhelada en este nuevo contexto. Sus miradas se entrelazaron, profundas y cargadas de un lenguaje silencioso que parecía haber continuado justo donde lo habían dejado en su anterior encuentro. En los ojos verdes, Josephine reconoció la misma necesidad desesperada de este encuentro furtivo, el mismo anhelo que sentía latiendo en su propio pecho. Sus ojos verdes son estanques profundos donde mi alma se refleja, pensaba Josephine, sintiendo una conexión que trascendía la lógica. Artemisa, a su vez, se perdía en la vulnerabilidad de los ojos oscuros de Josephine, sintiendo la fragilidad de su secreto y la fuerza innegable de la conexión que las unía a pesar de las barreras oníricas, en este nuevo y fascinante escenario. En sus pupilas oscuras veo mi reflejo, un alma gemela en un laberinto de formas, pensó Artemisa, deteniéndose a escrutar cada detalle del rostro de Josephine, la curva de sus labios, el tenue rubor en sus mejillas.

"Kenji...", susurró Josephine, el nombre escapando de sus labios con una certeza aún mayor que en su anterior sueño, una intuición que se había fortalecido con la repetición del encuentro en un nuevo lugar, trascendiendo la forma que veía. Artemisa sonrió, una curva suave y melancólica en sus labios llenos. Ella lo sabe, pensó con una mezcla de asombro y una punzada de temor ante la profundidad de su conexión que persistía a través de los cambiantes escenarios de sus sueños. Su nombre es un eco familiar en este mundo extraño, pensaba Josephine, sintiendo que la barrera entre el sueño y la realidad se difuminaba, mientras sus dedos se entrelazaban tímidamente con los de Artemisa.

"Nuestro encuentro...", comenzó Artemisa, su voz melodiosa como el sonido de una flauta solitaria, pero cargada de una tristeza velada que resonó en el alma de la joven, en este nuevo y antiguo entorno, "...siempre tejido en la penumbra, cual verso prohibido que los labios no osan declamar a la luz del día. Tus ojos, Helena, son luceros que iluminan esta noche furtiva."

"Ahora en este encuentro me llamo Helena", pensó Josephine, aunque el nombre no salió de sus labios. Artemisa pareció captar la idea, una leve sorpresa cruzó su rostro antes de que una suave sonrisa volviera a sus labios. "¿Y tú... cómo te llamas aquí?", preguntó Josephine, la curiosidad venciendo ligeramente la timidez, mientras sus ojos recorrían el rostro de Artemisa, deteniéndose en la trenza adornada con hojas de laurel. Un nuevo nombre para este nuevo mundo, pensaba Josephine, sintiendo una extraña familiaridad con la palabra que estaba a punto de escuchar.

"Aquí... me llaman Artemisa", respondió la mujer, su voz grave y dulce a la vez, cual eco de una antigua leyenda. "Pero aunque en nuestros encuentros tenga diferentes nombres y diferentes aspectos al igual que tú, nuestras almas se seguirán reconociendo cual astros errantes que hallan su constelación, hasta que nuestros encuentros transciendan la barrera de los sueños, cual néctar divino que embriaga la mortal existencia." Que mis palabras la alcancen como flechas de oro, deseó Artemisa, apretando suavemente la mano de Josephine. Su voz es música antigua, un idioma que mi alma comprende sin haberlo oído jamás, pensaba Josephine, sintiendo una profunda resonancia con cada sílaba, mientras su pulgar acariciaba el dorso de la mano de Artemisa.

Sus palabras flotaron en el aire cálido, cargadas del peso de una relación prohibida, un lazo intenso que debían mantener oculto, lejos de las miradas inquisitivas de un mundo que no comprendería su conexión única, ahora bajo el sol de la Hélade. En este sueño de la antigua Grecia, Helena y Artemisa eran amantes clandestinas, obligadas a encontrarse en secreto en un santuario apartado, donde los dioses antiguos eran los únicos testigos silenciosos de su anhelo persistente en este nuevo telón de fondo onírico. Este lugar se siente sagrado, como un templo dedicado a este secreto nuestro, pensaba Josephine, sintiendo una mezcla de temor reverente y dulce anticipación, mientras sus ojos seguían el movimiento de Artemisa al acercarse a una fuente de agua cristalina. Este jardín es nuestro Olimpo secreto, pensó Artemisa, donde el tiempo se detiene y solo existe la melodía de nuestras almas, guiando a Josephine hacia la fuente, donde la luz de la luna naciente se reflejaba en la superficie.

Artemisa soltó su mano y se inclinó, recogiendo agua en el hueco de sus manos. Ofreció el agua a Josephine con una mirada tierna. "Bebe, alma mía. El camino hasta este encuentro ha sido largo, aunque solo en el reino de Morfeo lo recorramos."

Josephine bebió, sintiendo el agua fresca y pura revitalizarla. "Cada encuentro contigo se siente como un retorno a un hogar olvidado", respondió Josephine, su voz apenas un susurro, mientras devolvía la mirada a los ojos verdes de Artemisa. Siento que la conozco desde siempre, a pesar de verla en formas diferentes en cada sueño, pensaba Josephine, una punzada de misterio agitando su corazón.

Artemisa sonrió, una tristeza melancólica en sus labios. "Y cada despedida, Helena, es como un destierro. Pero mientras el sueño nos conceda estos instantes, los atesoraremos como el más preciado tesoro." Se acercó y suavemente apartó un mechón de cabello del rostro de Josephine. "Háblame, amada. ¿Qué inquietudes trae tu corazón en la vigilia?"

Josephine dudó por un instante, la sombra de sus preocupaciones cotidianas intentando colarse en la serenidad del sueño. "Hay... confusiones. Recuerdos que resurgen, personas que regresan a mi vida trayendo consigo preguntas sin respuesta." Siento que estoy al borde de comprender algo importante, pero la niebla aún no se disipa, pensaba Josephine, sintiendo el peso de la incertidumbre.

Artemisa tomó sus manos entre las suyas, sus ojos verdes brillando con una comprensión profunda. "Las sombras del pasado a menudo intentan oscurecer el presente, mi Helena. Pero recuerda que la luz de la verdad siempre encuentra su camino. Confía en tu corazón, pues él conoce la senda." Se acercó y depositó un suave beso en la frente de Josephine. "Hasta que el sueño nos vuelva a unir, mi estrella fugaz. Guarda en tu memoria la calidez de este encuentro."

La imagen comenzó a desvanecerse lentamente, los colores del santuario perdiendo intensidad, el sonido del aulos difuminándose en la distancia. Josephine sintió cómo la presencia de Artemisa se desvanecía gradualmente, dejando tras de sí una sensación de anhelo y una certeza creciente: este lazo onírico era mucho más profundo de lo que jamás hubiera imaginado. Volveré a ti, Kenji... volveré a ti, Artemisa, pensó Josephine, aferrándose a la promesa tácita de su próximo encuentro en el laberinto de los sueños.

En alguna parte de este vasto mundo, en su habitación, una persona se despertaba de su mágico encuentro. El aroma a jazmín y tierra húmeda persistía en sus fosas nasales, la sensación del suave tacto de otra mano aún vibraba en la suya, y la corriente de emociones, una mezcla de anhelo y una paz profunda, persistía aunque ya hubiera despertado de sus sueños. Qué sueño tan vivido había tenido nuevamente, pensó, sus ojos aún cerrados, intentando aferrarse a las últimas imágenes del santuario griego y el rostro de la otra alma. Las ganas de volver a dormir para intentar regresar nuevamente a su sueño la asaltaron con fuerza, pero la experiencia le había enseñado que la puerta onírica no se abría a voluntad. Con resignación, solo soltó un suspiro, una sonrisa tenue danzando en sus labios. Sé que algún día nos vamos a encontrar, pensó, abriendo finalmente los ojos y mirando el techo de su habitación, un mundo completamente diferente al que acababa de abandonar. Nuestras almas se reconocerán en esta cruel realidad. Sólo tenemos que esperar.

Mientras tanto, en Inglaterra, el débil sol de la mañana se filtraba a través de las cortinas de la habitación de Josephine, despertándola lentamente de un sueño que se sentía tan real como el aire que llenaba sus pulmones. El eco de la melodiosa voz de Artemisa aún resonaba en su memoria, mezclándose con la persistente fragancia de jazmín que parecía aferrarse a su ropa de dormir, aunque sabía que era imposible. La sensación del tacto cálido de esa mano en la suya perduraba, una caricia fantasma que erizaba su piel.

Qué extraño sueño, pensó Josephine, abriendo los ojos y parpadeando para ajustar su visión a la luz. La imagen del antiguo santuario griego, con sus columnas blancas y el azul profundo del cielo, permanecía vívida en su mente. Y el rostro de Artemisa, con sus intensos ojos verdes, se había grabado en su memoria con una claridad sorprendente. Helena, recordó, el nombre que había sentido como suyo en ese mundo onírico. Y la promesa en las palabras de Artemisa, esa certeza de un reconocimiento futuro, la había dejado con una sensación de anhelo dulce y melancólico.

Se estiró perezosamente bajo las sábanas, sintiendo el peso del día que comenzaba. Una parte de ella deseaba fervientemente poder cerrar los ojos y regresar a ese jardín secreto en la antigua Grecia, volver a sentir la calidez de esa presencia misteriosa. Pero la lógica fría de la vigilia le recordaba la naturaleza efímera de los sueños.

Con un suspiro suave, una pequeña sonrisa curvó sus labios. Artemisa, pensó, sintiendo el eco del nombre en su corazón. Si lo que dijiste es cierto, si nuestras almas realmente se reconocen a través de los velos del sueño, entonces quizás, algún día, nos encontraremos también en esta realidad. Se levantó de la cama, llevando consigo el misterioso eco de su encuentro onírico, una nota extraña y fascinante en la melodía de su despertar en Inglaterra.

Unos días habían transcurrido desde su conversación con Josep en el jardín. Josephine se vestía para la secundaria. Una parte de ella aún se mantenía cautelosa, recordando la repentina partida de Josep y su largo silencio. Sin embargo, las palabras sinceras que él había compartido, la vulnerabilidad en sus ojos, habían comenzado a erosionar ligeramente el muro de desconfianza que había levantado. Estaba más receptiva a su presencia, aunque la sombra de la duda persistía en el fondo de su mente.

En la secundaria, la rutina de clases compartidas con Brianna y Josep se había reanudado. En los pasillos, Josep la saludaba con una sonrisa más relajada, y Josephine respondía con una cortesía menos distante que en los días inmediatamente posteriores a su regreso. Brianna, siempre observadora, notaba el sutil cambio en la dinámica entre ellos, aunque no hacía comentarios al respecto.

Durante la clase de historia, donde los tres se sentaban cerca, Josep se inclinó hacia Josephine para preguntarle su opinión sobre un tema que el profesor estaba discutiendo.

"¿Qué piensas, Josephine?", preguntó Josep, su voz suave, buscando su mirada. "Sobre la influencia de la cultura griega en el Imperio Romano."

Josephine lo miró, considerando su pregunta. Un pequeño recuerdo del santuario bañado por el sol cruzó fugazmente por su mente. "Creo que fue una influencia profunda y duradera", respondió, articulando sus pensamientos con cuidado. "Se puede ver en su arte, su filosofía, incluso en su idioma."

Josep asintió, sus ojos brillando con un atisbo de la antigua conexión que compartían. "Exacto. Recuerdo que de niños leíamos juntos mitos griegos. ¿Te acuerdas de Artemisa y sus ninfas?"

Un leve rubor subió a las mejillas de Josephine ante la mención del nombre. El recuerdo del sueño era demasiado reciente, demasiado íntimo. "Sí, vagamente", respondió, intentando mantener su tono casual.

Brianna, sentada a su lado, lanzó una mirada inquisitiva a Josephine, notando su reacción. Josephine le devolvió una mirada neutra, sin querer compartir aún el misterio de sus sueños.

En el taller de arte, la atmósfera era ligeramente más relajada que en los días anteriores. El proyecto de la escultura abstracta continuaba, y esta vez, Josephine se permitió participar un poco más en la conversación con Josep mientras moldeaban el barro.

"Estoy tratando de representar la incertidumbre", explicó Josephine, mostrando la forma retorcida que estaba creando. "Algo que se siente inestable, en constante cambio."

Josep observó su trabajo con atención. "Es interesante. Yo estoy intentando plasmar la esperanza. Algo que emerge incluso en los momentos más oscuros." Su mirada se dirigió brevemente a Josephine, cargada de un significado que ella no pudo descifrar por completo.

Brianna, trabajando en su propia escultura, añadió: "Yo estoy con la frustración. La sensación de querer expresar algo y que el material no coopere."

En un momento dado, mientras Josephine intentaba unir dos partes de su escultura, sus manos cubiertas de barro resbalaron. Josep, instintivamente, extendió su mano para estabilizar la pieza antes de que cayera. Sus dedos se rozaron brevemente, un contacto fugaz pero que generó una pequeña chispa de incomodidad y un tenue recuerdo de la calidez de otra mano en un jardín griego.

"Gracias", murmuró Josephine, apartando rápidamente su mano y concentrándose de nuevo en su trabajo.

Josep retiró la suya con una sonrisa suave. "No hay de qué. Todavía tengo los reflejos de cuando construíamos castillos de arena en la playa."

Josephine permitió una pequeña sonrisa en sus labios. El recuerdo era agradable, un eco de una amistad que alguna vez había sido sencilla y sin complicaciones. La duda sobre Josep aún persistía, como una sombra tenue, pero la calidez de esos momentos compartidos en el pasado comenzaba a abrir pequeñas grietas en su desconfianza. El camino hacia la reconstrucción de su amistad sería largo y lleno de interrogantes, pero por primera vez desde su regreso, Josephine sentía una ligera apertura a la posibilidad.