Kerrin, atenta, reaccionó al instante. Aprovechó que la criatura ya no estaba en medio para correr con todas sus fuerzas hacia Gehrman.
Él, al ver la oportunidad de liberarse, no pudo siquiera esperar a que ella llegara. Alzó su cuerpo, haciendo que la cadena —ya sin el pilar que la sostenía— quedara suelta, y corrió hacia Kerrin.
"¡¿Por qué has tardado tanto?!", gritó Gehrman al alcanzarla, dándole la espalda para que lo ayudara a quitarse la cadena.
"¡¿Y tú por qué bajaste?!", replicó Kerrin, respondiendo con otra pregunta.
Ninguno de los dos respondió. El silencio se apoderó de ellos por un instante mientras Kerrin intentaba desatar la cadena. A pesar de que solo estaba atada por un nudo simple, ni siquiera un candado, estaba tan apretada que no lograba moverla ni un milímetro.
"¡No puedo soltarla! Da igual, no perdamos tiempo, ¡vámonos!", dijo, señalando la escalera.
"¡¿Irnos?! ¿Y el capitán y Alizée?"
"¡Él me ha ordenado que subamos lo antes posible, el se encarga! ¡Deja de ser un cabezota y solo cede!"
"Pero... ¡Bueno, está bien, vamos!"
Ambos corrieron hacia la escalera. Llegaron sin problemas. Kerrin, decidida, subió con rapidez. Gehrman, sin embargo, no pudo evitar mirar varias veces hacia atrás. Allí, Aphyrius permanecía firme, sin volver la vista, atento a cualquier señal de la criatura. Era evidente que sabía que se quedaba solo.
...
En un momento, todo eco en la cueva cesó. Solo quedaban él... y la bestia en forma de cruz redondeada.
De alguna manera, esta había desaparecido de su vista. Para cualquiera, incluso para él, era imposible saber si aún estaba allí mediante el uso de los sentidos. Pero Aphyrius tenía el anillo, el ciclón cristalizado que, como un sexto sentido incrustado en su mente, reaccionaba ante la presencia de la criatura. Lo que le dejaba claro que aún estaba en la cueva. Que no se había ido.
Sus ojos, tan verdes como las esmeraldas, se mantenían firmemente abiertos y enrojecidos por forzarse a no parpadear; si bien se sentía nervioso, tantos años de experiencia le habían permitido mantener la mente serena.
Sus ojos, tan verdes como las esmeraldas, se mantenían abiertos, enrojecidos de tanto forzarse a no parpadear. Aunque los nervios se le agitaban en la garganta, tantos años de experiencia le habían enseñado a mantener la mente en calma.
Un sonido sordo y violento estalló a su espalda: algo pesado golpeó el suelo.
Reaccionando con todos sus reflejos, Aphyrius se giró de inmediato. Pudiendo ver a la criatura, ahora con uno de sus ojos cercenado, del que brotaba alquitrán a pulsos irregulares. Había aparecido sin previo aviso, sin sonido, sin señal alguna, justo detrás de él, listo para dejarse caer.
Sin tiempo para pensar, colocó su mano izquierda sobre el abdomen, del cual nació una poderosa corriente de viento que lo empujó lo justo para esquivar el aplastamiento brutal del ser.
El sonido del cuerpo de la bestia golpeando el suelo resonó como un trueno en toda la cueva.
Aphyrius no dudó ni un segundo en contraatacar. Lanzó una nueva cuchilla de viento que cruzó el aire con un zumbido seco. Esta vez impactó contra la cara cubierta de piel, pero la densidad de la carne era tal que apenas dejó una marca superficial. Ni siquiera brotó un mínimo de alquitrán.
Al ver que el corte no había funcionado en esa cara, preparó un segundo ataque y esperó atento a que nuevamente le mirara para así golpear su cara con los músculos al descubierto.
La bestia, tras un corto tiempo de inmovilidad —lo justo para el primer ataque y prepararse para el segundo— comenzó a levantarse, pero no de una forma físicamente posible, como si unas cuerdas tiraran de la criatura y lo forzaran a levantarse contra su voluntad.
Por segunda vez, la mirada vacía y apagada de las decenas de ojos se posó sobre Aphyrius, quien reaccionó de inmediato.
Lanzó otro corte de viento.
Pero esta vez, el ser no intentó esquivarlo. Se abalanzó sobre él con toda la agilidad que sus cortas y rectangulares patas le permitían, cediendo dos de sus ojos, de los cuales comenzó a brotar alquitrán a pulsos no rítmicos. Sin dudarlo, se dejó caer sobre Aphyrius en el instante en el que lo alcanzó.
Aphyrius nuevamente usó una fuerte corriente de viento para esquivar el ataque, pero esta vez no tuvo tiempo de contraatacar debido a que en el instante en el que la cara de músculo tocó el suelo nuevamente, la criatura desapareció.
Manteniéndose firme en su estrategia, que de momento parecía darle resultados, Aphyrius se concentró en su entorno. Buscó cualquier señal, sombra o rastro, pero no había nada. Una vez más, debía confiar únicamente en el anillo, el ciclón cristalizado que palpitaba como un faro mental, advirtiéndole que la criatura aún estaba allí.
La falsa soledad se instaló de nuevo en la cueva. Silencio. Tensión.
Aphyrius, preparado, colocó la mano en su pecho, listo para esquivar con la mínima señal. Sus sentidos estaban al límite. Sus oídos, abiertos como trampas, buscaban ese golpe inconfundible de carne pesada cayendo sobre la piedra.
Pero esta vez, no hubo sonido.
Sin previo aviso, la criatura apareció a su derecha. Ya tenía los ojos cerrados, lista para dejarse caer. Aphyrius, ya en tensión, liberó otra corriente de viento que lo impulsó con fuerza hacia la izquierda.
Durante un segundo, creyó estar ganando distancia. Pero entonces, el error.
Su cuerpo se detuvo de golpe. La mente se le nubló. Sintió cómo sus costillas se comprimían al chocar de lleno contra la pared de la cueva. Sin darse cuenta, él mismo se había enviado volando contra la pared de la cueva.
Aun así, luchando por mantener el control, lanzó como pudo una nueva cuchilla de aire. La criatura, sin inmutarse, ignoró el ataque.
No solo había caído en la trampa, sino que la criatura encima solo había hecho el amago de dejarse caer; ignorando nuevamente la cuchilla, la criatura aprovechó el desconcierto para acorralar a Aphyrius, cediendo un cuarto ojo, así perdiendo un tercio de los que poseía.
La criatura frente a él lo observaba sin vida en los ojos mientras él acorralado contra la pared, aún algo desorientado por el golpe, pero al menos sin estar encadenado, permitiéndole colocar su mano sobre él para preparar su esquive.
Pero algo llamó su atención.
Al otro lado de la cueva, a una distancia que requeriría al menos tres corrientes de viento para alcanzar, distinguió un pilar metálico. Estaba compuesto por varios tubos de metal huecos entrelazados que sostenían una gran plataforma de hierro, el falso techo de la cueva.
Inmediatamente, la idea cruzó su mente. No esperó a que la criatura se dejara caer. Creó una nueva corriente de viento que lo lanzó hacia la izquierda, esta vez calculando la trayectoria para no estrellarse contra la pared.
En el aire, apuntó con precisión y lanzó una cuchilla de viento directo al pilar. Lo cortó como si fuera de papel. Con ese impacto, uno de los pilares centrales cedió, dejando en pie solo tres de las esquinas y el otro central.
La criatura, preparada para el intento de aplastamiento, se detuvo al ver el nuevo esquive y desapareció de inmediato, impidiéndole contraatacar.
Con la oportunidad al alcance, Aphyrius no dudó. Lanzó otra cuchilla certera a uno de los pilares de las esquinas. El metal se desgarró con un chillido seco… pero la plataforma se mantuvo firme.
Decidido, alzó el brazo para lanzar otro corte, pero entonces, como si siempre hubiera estado ahí, el ser apareció frente a él, recibiendo el ataque en lugar del pilar. Un quinto ojo fue cercenado. El alquitrán comenzó a fluir de él con el mismo pulso irregular que los demás.
Ante esa reacción, Aphyrius sonrió. Por primera vez desde que había pisado la cueva, abrió la boca.
"Entonces, bicho del infierno… ¿Vas a hacer algo más que desaparecer y tratar de aplastarme?"
Sabía que no recibiría respuesta. Y no la necesitaba.
La criatura volvió a dejarse caer sobre él, predeciblemente. Aphyrius la esquivó con otra corriente de viento, sin perder el ritmo.
Aun en el aire, lanzó una nueva cuchilla a otro de los pilares restantes. Lo cortó con la misma precisión que los anteriores.
Ahora, con el peso del propio metal y todas las estalactitas que había estado soportando, la plataforma comenzó a ceder. Desde lo profundo de la cueva, se desató un estruendo aún más poderoso que cualquier golpe de la criatura.
Estalactitas, hierro y piedra comenzaron a caer en cascada.
Con el rugido metálico envolviendo el ambiente, Aphyrius no dejó de mirar a la criatura. Mantuvo la vigilancia mientras corría hacia la escalera. Su idea era clara: forzar a la bestia a ser aplastada por la avalancha.
Pero la criatura pensaba igual.
En el mismo instante en que Aphyrius dio un paso hacia la escalera, el ser desapareció… y apareció un parpadeo después, justo frente a ella.
Aphyrius no se detuvo. Con la misma velocidad, corrió directo hacia él. La avalancha rugía a sus espaldas, más cerca a cada segundo. Y en su rostro apareció una leve sonrisa.
"Que te quede claro, bicho asqueroso. Regla de la ley pirata número dieciséis: deja tu mejor arma para el final."
Con determinación, clavó su mirada en los ojos vacíos y profundos de la criatura, los pocos que aún le quedaban. Luego, con un movimiento seco de izquierda a derecha, agitó la mano.
"¡Aparta!"
Su voz, rasgada por los años, apenas se distinguía entre el estruendo de metal y piedra que ya devoraba cualquier sonido en la cueva.
De la nada, una poderosa corriente de viento —mucho más fuerte que cualquiera que hubiera usado antes— estalló frente a Aphyrius. La ráfaga golpeó con violencia al ser, que a pesar de su esfuerzo por resistir, no pudo evitar ser apartado y arrojado hacia un lado, perdiendo toda posibilidad de bloquear el paso.
Con el camino libre, Aphyrius pisó el primer escalón de la escalera… y se detuvo.
Miró hacia la criatura.
Y en un parpadeo, como si el tiempo se comprimiera, la bestia volvió a aparecer. Esta vez, a escasos centímetros de él. Su ojo, tan grande como su cabeza, lo miró con frialdad, inmóvil.
Pero no fue lo suficientemente rápida.
La avalancha, inevitable, llegó hasta ella. La criatura fue devorada por un torrente de metal, estalactitas y roca. Un rugido sordo llenó la cueva mientras todo el peso del falso techo de metal colapsaba sobre el ser.
Como una tormenta de arena, el polvo y la tierra estallaron a su alrededor, obligando a Aphyrius a cerrar los ojos con fuerza. Cuando los abrió, la entrada a la cueva había desaparecido. Frente a él, solo quedaba una pared de roca sólida, compacta, posiblemente de varios metros de grosor.
La escalera, ahora completamente oscura sin la luz que antes se filtraba desde la cueva, aún mantenía el olor pútrido que impregnaba el aire.
Y entonces llegó el silencio.
Tras el estruendo final, todo quedó en calma. Cansado por el enfrentamiento, con el cuerpo dolido y la mente aún en tensión, Aphyrius comenzó a ascender los escalones con lentitud.
Y los odió con toda su alma.
...
Dentro de la pequeña habitación junto a la trampilla, Kerrin sujetaba con fuerza a Gehrman, quien forcejeaba desesperadamente por soltarse.
Desde el primer momento, el estruendo del derrumbe había alcanzado la cima de la escalera. Gehrman, entendiendo perfectamente por el sonido que la cueva se estaba colapsando, no pudo mantenerse en calma. Fue necesario que Kerrin lo retuviera, impidiéndole bajar de nuevo.
"¡Alizée… papá…!"
Kerrin intentó resistir, dando todo de sí. Pero la diferencia de fuerza era evidente. El agarre se le escapó entre los dedos y Gehrman se liberó por completo.
Sin necesidad de pensarlo, se lanzó hacia la escalera, dispuesto a bajar. Pero antes de que siquiera pudiera poner un pie en el primer peldaño, una figura emergió desde abajo.
Primero apareció el cabello corto, tan castaño como la tierra. Luego, su rostro, cruzado por la cicatriz que marcaba su mentón. Finalmente, ascendiendo con lentitud, su cuerpo enfundado en el ancho traje blanco, ahora manchado de tierra y polvo. En su mano derecha, sujetaba su sombrero de capitán. En la izquierda, el anillo de cristal verdoso seguía brillando débilmente.
Al verlo, Gehrman se calmó apenas. Aphyrius no traía heridas visibles. Aun así, una pregunta le brotó del alma, sin que pudiera detenerla.
"¿Qué ha pasado...? ¿Y Alizée?"
Aphyrius lo miró con una mezcla de cansancio genuino y una leve expresión de desconcierto.
"Todo se ha derrumbado. Abajo no había nadie más. No vi a ninguna persona."
Gehrman se quedó sin palabras. Pero aun así, lo entendió todo con claridad.
Su voz descendió hasta ser apenas un susurro.
"¿Y la criatura?"
"Aplastada por el derrumbe. "Básicamente muerta", respondió Aphyrius sin el menor pudor.
Gehrman apretó los puños con fuerza. No sabía si eso había sido lo correcto. Su mente, golpeada por la duda, se llenó de preguntas que se clavaban como dagas:
¿De verdad Alizée había muerto?
¿Ya estaba muerta cuando se transformó?
Si solo la hubieran herido lo suficiente... ¿habría vuelto a ser ella?
¿Tenía alguna salvación?
¿Podría haber hecho algo más?
Y la que más le dolía.
¿Por qué hicieron eso, por qué ella?
Sin saber qué decir, solo logró pronunciar una palabra, débil, apagada… como las velas de la cueva tras el derrumbe.
"Vale..."