—Otra vez aquí… —murmuró Hiro, con la voz cargada de resignación.
Abrió los ojos lentamente y se encontró recostado en un charco de agua negra, fría y espesa como alquitrán. Sobre él, en lo alto del cielo nocturno, brillaba una luna negra, imposible, que emitía un resplandor enfermizo. Hiro la observó hipnotizado; sus pupilas comenzaron a dilatarse hasta teñirse de un rojo intenso, como si el fulgor lunar invocara algo dentro de él.
De pronto, el agua bajo su cuerpo comenzó a agitarse. De la oscuridad líquida emergieron manos delgadas, huesudas, que lo sujetaron con fuerza por los brazos, las piernas, el torso. Hiro intentó moverse, pero su cuerpo no le respondía.
Entonces, las voces comenzaron.
Eran muchas, superpuestas, como un eco grabado en una cinta dañada. Voces humanas, pero distorsionadas, como si gritaran desde el fondo de un pozo infinito. Algunas lloraban, otras reían de forma desquiciada… y otras solo repetían su nombre.
—Hiro… Hiro… Hiro…
Las manos lo sujetaban con más fuerza, arrastrándolo hacia las profundidades del agua negra. Hiro luchaba por moverse, por gritar, pero su cuerpo se negaba a responder.
Entonces, una voz surgió, suave pero clara, como si hablara directamente en su mente:
—Es hora de despertar.
Y justo antes de que el agua lo engullera por completo, todo se desvaneció.
Hiro despertó de golpe, jadeando. Su respiración estaba agitada y su camiseta empapada de sudor. Miró a su alrededor: su habitación, iluminada por la luz de la mañana, parecía completamente normal. Solo había sido una pesadilla.
Intentó levantarse, pero sus piernas no le respondieron bien y terminó cayendo al suelo con torpeza.
—¡Hiro! ¡El desayuno está listo! —se escuchó una vocecita alegre del otro lado de la puerta.
—Sí… bajo enseguida —respondió Hiro, esforzándose por ponerse de pie.
—¡Eh, ok! ¡Te esperamos! —dijo la pequeña elfa antes de alejarse.
Con algo de esfuerzo, Hiro se apoyó en la cama y se levantó. Al notar que seguía empapado de sudor, fue directo al baño a refrescarse.
Unos minutos después, bajó al comedor, donde Frost y Alice ya lo esperaban.
—¡Buenos días, Hiro! —saludó Frost con entusiasmo—. Siéntate y prueba el desayuno. ¡Lo preparé yo!
—Ah, qué bien… muchas gracias —respondió Hiro con una expresión algo decaída.
Alice lo observó con atención, notando que algo no andaba bien.
—¿Te pasa algo?
Hiro negó con la cabeza, forzando una sonrisa tranquila.
—Nada. Solo que no dormí bien anoche.
—Seguro fueron los ronquidos de Alice —bromeó Frost, riéndose a carcajadas.
Alice no tardó en responder con un codazo certero en el estómago de Frost.
—¡No digas estupideces!
—¡Solo fue un chiste! —gimió Frost, doblándose por el dolor.
Hiro los observaba con una leve sonrisa, hasta que posó la vista en su plato. Frunció el ceño: la yema del huevo tenía un color completamente negro. Dudoso, tomó el tenedor y lo clavó en el huevo.
Un líquido espeso, oscuro como tinta, comenzó a brotar lentamente. Pero no se detenía… se esparcía por todo el plato.
—¿Qué es esto…? —susurró Hiro, atónito.
Alarmado, comenzó a apuñalar el huevo con el tenedor una y otra vez. Alice y Frost lo miraban sin comprender.
—¿Estás bien, Hiro? —preguntó Frost, frunciendo el ceño.
—¿Acaso no te gustó el desayuno? —añadió Alice, confundida.
Hiro se detuvo. Volvió a mirar el plato: la yema estaba intacta, perfectamente amarilla. No había rastro de líquido negro. Alzó la vista y vio a Alice y Frost observándolo, preocupados.
Se levantó lentamente de la silla.
—Lo siento… no tengo hambre. Voy al jardín a tomar un poco de aire.
Sin esperar respuesta, salió del comedor. Alice y Frost se miraron sin entender.
—¿Ves? Te dije que a nadie le gusta tu comida —dijo Frost, sonriendo burlón.
Alice respondió con un golpe que lo lanzó al otro lado de la habitación.
Mientras tanto, Hiro cruzó el jardín con paso lento, exhalando con fuerza. Buscaba algo de paz. Se dirigió hacia un gran árbol que marcaba el comienzo del bosque, en los límites del terreno.
Se recostó contra el tronco, cerrando los ojos, intentando despejar su mente.
Entonces, un golpe seco lo hizo abrir los ojos.
—¡Ay, mi cabeza! Eso dolió…
Frente a él, tirado en el suelo, estaba Bennett, el chico de cabello rubio. Se sobaba la cabeza mientras lo miraba.
—¿Estás bien? —preguntó Hiro, sorprendido.
—Sí, sí, tranquilo. Estoy bien —respondió Bennett con una sonrisa despreocupada.
—¿Qué hacías allá arriba?
Bennett se sacudió el polvo de la ropa.
—Estaba tomando una siesta… y bueno, me caí.
—¿Una siesta a esta hora de la mañana?
—Eh… supongo que no soy el único. Te vi durmiendo también.
Hiro suspiró, bajando la mirada.
—Solo estaba descansando. No tuve una buena noche.
Bennett se sentó junto a Hiro, estirando las piernas mientras mantenía su expresión tranquila y relajada.
—¿Quieres ver algo asombroso? —preguntó con una sonrisa cómplice.
Hiro asintió, intrigado.
Ambos se levantaron y caminaron de regreso a la mansión. Bennett lo guió hasta una puerta oculta tras un gran estante, la cual daba a una escalera en espiral que descendía al subsuelo.
—¿Es esta tu habitación? —preguntó Hiro, mientras bajaban los escalones de piedra.
—Más bien… es mi taller —respondió Bennett con tono orgulloso.
Al llegar al final de la escalera, Bennett encendió las luces con un interruptor que activó una serie de cristales brillantes incrustados en el techo. La sala se iluminó por completo, revelando un espacio amplio y lleno de herramientas, bancos de trabajo, armas de diseño único y pantallas flotantes con datos mágicos. El aire olía a metal, aceite encantado y a algo ligeramente eléctrico.
Hiro observó con asombro cada rincón.
—Increíble… Este lugar es asombroso. ¿Y qué haces aquí exactamente?
—Digamos que creo y reparo armas mágicas. Las Taigus —explicó Bennett, mientras se acercaba a una gran mesa donde una espada flotaba, suspendida por una máquina que emitía un zumbido suave.
—¿Taigus? ¿Esas no son las armas que utilizan energía de maná? —preguntó Hiro, acercándose con curiosidad.
—Exacto. Mira esta de aquí —dijo Bennett, señalando la espada blanca que estaba siendo examinada por la máquina—. Esta Taigu pertenece a Nakashi. Es una de las más poderosas de la mansión… después de la de Bell Strom, claro.
Hiro la miró fascinado. La hoja parecía casi viva, con un núcleo brillante que latía con energía.
—Increíble… pero, ¿por qué está aquí? —preguntó Hiro.
—Fue gravemente dañada —explicó Bennett mientras revisaba unos datos flotantes—. Nakashi luchó contra un minotauro de clase especial. Un verdadero monstruo. La espada se rompió durante la batalla.
—¿Y logró vencerlo? —preguntó Hiro con los ojos bien abiertos.
—Sí —asintió Bennett—. Aunque le costó mucho, consiguió derrotarlo. Y como recompensa, obtuvo uno de sus cuernos dorados. Me pidió que lo fundiera e integrara en la espada para aumentar su resistencia.
—Eso suena… increíble. ¿Puedes hacer algo así con cualquier Taigu?
Bennett sonrió con modestia.
—Depende del material y del tipo de arma, pero sí. Fusionar materiales mágicos es una de mis especialidades. Cada Taigu es única, y parte de mi trabajo es conocerlas a fondo, tanto por su estructura como por la conexión con su portador.
Hiro siguió observando la espada, con una mezcla de respeto y entusiasmo. Había algo en ese lugar… en esa energía… que lo hacía sentir como si formara parte de algo mucho más grande.
—¿Y tú, Hiro? —preguntó de pronto Bennett—. ¿Tienes alguna conexión con una Taigu?
Hiro dudó por un momento. Aún recordaba el sueño, la luna negra, la voz... y ese huevo con yema oscura. Todo seguía tan confuso.
—Aún no lo sé —respondió, sin apartar la vista de la hoja blanca—. Pero… siento que algo se está despertando.
—¿Y tú, Hiro? —repitió Bennett—. ¿Tienes alguna conexión con una Taigu?
Hiro bajó la mirada, algo incómodo.
—No… no realmente. No puedo usar maná.
Bennett se rascó la cabeza, un poco avergonzado.
—Vaya, es verdad… se me había olvidado. Lo siento, eso debe ser un gran problema.
—No te preocupes —respondió Hiro con una leve sonrisa—. Ya estoy acostumbrado.
De pronto, Bennett soltó un pequeño grito de emoción.
—¡Ya sé! Casi lo olvido —exclamó, mientras se apresuraba hacia una estantería abarrotada de herramientas, cristales y piezas de metal—. ¡Espera un momento!
Revolvió entre montones de aparatos mágicos y objetos extraños, hasta que sacó un pequeño cubo metálico de bordes pulidos y runas grabadas.
—¡Aquí está!
Presionó uno de los lados del cubo y este se desplegó, transformándose en una espada brillante. Era ligera, de forma elegante, con una hoja de un cristal similar al diamante que emitía un leve resplandor azulado.
—Mira, Hiro —dijo Bennett, entregándole el arma—. Esta es una espada mágica autónoma. No requiere una vinculación directa con el maná del usuario. Su energía está contenida internamente, aunque tiene un límite.
Hiro tomó la espada con cuidado, sorprendido por su peso ligero y el equilibrio perfecto. La hoja era hermosa y parecía vibrar suavemente al contacto con su mano.
—Vaya… es asombrosa, Bennett. Muchas gracias.
—No hay de qué —respondió Bennett, satisfecho—. Solo ten cuidado con su núcleo. Cuando se agota, necesita recargarse con un cristal de maná.
En ese momento, la muñeca de Bennett comenzó a parpadear. Era su reloj mágico.
Una voz automática se escuchó desde el dispositivo:
—Bennett, se solicita tu presencia en la sala de reunión. Hiro, tu asistencia también ha sido requerida.
Ambos se miraron.
—Bueno, parece que nos necesitan —dijo Bennett, encogiéndose de hombros.
Hiro asintió, todavía con la espada en mano, sin saber que lo que les esperaba en aquella reunión cambiaría el curso de todo lo que conocían.