Elena - Pensamientos humillantes

La puerta se cerró con suavidad detrás de ella. El chirrido leve de la madera aún resonaba en su oído cuando posó la vista sobre su hijo. Un escalofrío recorría su espalda desde el momento en que lo sintió despertar.

“¿Cómo puede un niño liberar semejante ola de maná...?”

La mansión entera tembló. Las paredes vibraron como si un gigante hubiera respirado dentro de ellas. Era inaudito. Despertares de talento solían ser eventos controlados, canalizados, guiados por instructores o rituales. Pero lo de Alaric... fue un estallido, una explosión pura de poder desatado.

Elena lo supo de inmediato: su hijo no era común.

Por unos instantes, su corazón se llenó de alivio, incluso orgullo. Tal vez finalmente había valido la pena. Durante años se había preguntado si ese niño serviría para algo. Y ahora, el maná tan denso que aún flotaba en el aire confirmaba sus expectativas: era un talento poderoso, sin dudas.

Pero todo se torció cuando vio el color.

Rosa.

El aura que envolvía a su hijo brillaba con un tono rosado, etéreo, casi ridículo. Un color infantil. Débil.

O eso pensó.

Su expresión se torció en una mueca de desdén.

—¿Todo ese maná… para esta ridiculez? —musitó internamente—. Rosa. ¿Qué clase de burla es esta? Debe ser una habilidad de soporte… una maldita ilusión.

Cruzó los brazos, desilusionada. El poder estaba ahí, sí, pero ¿de qué servía si el talento era inútil en combate?

Avanzó sin miedo, creyéndose aún la autoridad. Era la madre, la duquesa. No había motivo para temer. Lo trataría con condescendencia, tal vez hasta fingiera interés en sus juegos. Como siempre.

Pero entonces, él sonrió.

No era una sonrisa dulce. Era una línea cruel dibujada con elegancia en un rostro demasiado joven. Y en ese instante, todo cambió.

Una presión invisible aplastó el aire de la habitación. Elena sintió que algo la empujaba hacia abajo, una fuerza que no provenía de su cuerpo, ni de la gravedad, ni siquiera de su conciencia.

Cuando lo notó, ya era demasiado tarde.

Estaba de rodillas.

Sin entender cómo ni por qué, su cuerpo se había rendido. Y frente a ella, ese niño de apenas siete años la miraba como un emperador observa a su esclavo más inútil.

Intentó hablar. Gritar. Algo. Pero no pudo. Su voz era ajena. Su cuerpo ya no era suyo.

No... mío. Ya no es mío.

La verdad la atravesó como una lanza.

Elena, duquesa de una de las casas más antiguas del reino, estaba postrada ante su hijo. No por elección. Sino por obediencia forzada. Por miedo.

Alaric habló con calma, sin levantar la voz, como quien lee un poema o da una instrucción trivial. Pero cada palabra era una cadena. Cada frase un tatuaje invisible en su alma.

Le explicó lo justo y necesario: su voluntad ya no le pertenecía. Él la controlaba. Su mente y cuerpo estaban sellados bajo su sistema. Era su esclava.

Y debía actuar como tal. No como madre. No como noble. No como mujer.

Sino como propiedad.

Cuando salió de la habitación, lo hizo temblando por dentro, pero erguida por fuera. El sistema no le permitía mostrar debilidad. Caminaba como si nada hubiese pasado, pero cada paso le dolía como si anduviera sobre brasas.

Nadie lo sabía.

Nadie sospechaba.

Y sin embargo, en su interior, gritaba.

Cuando se encontró con su esposo en el salón principal, intentó conservar la calma. El duque parecía animado, satisfecho incluso.

—¿Viste el poder que exudaba? —comentó, emocionado—. Nunca había visto un despertar así. Tal vez hemos subestimado al chico.

Subestimado... pensó Elena, con una amargura que le quemaba la lengua.

No tienes idea... no tienes la más mínima idea de lo que es ahora.

—Deberíamos darle cristales de maná mañana a primera hora —dijo con voz clara—. Está ansioso por comenzar a entrenar y creo que todos nos beneficiaríamos si lo apoyamos desde el inicio.

El duque asintió, sin rastro de sospecha.

—Mayordomo —llamó con firmeza—. Quiero 500 cristales de maná listos para mañana. Usen un anillo de almacenamiento de calidad rara.

Y así, sin saberlo, el duque alimentaba la bestia que pronto los devoraría.

Cuando creyó que la noche terminaría, su esposo se acercó, cariñoso. La tomó por la cintura, apretándola suavemente.

—Entonces... si ya no necesitamos otro heredero —dijo en su oído, susurrante— ¿qué tal si nos divertimos esta noche?

Elena sintió su estómago volverse piedra.

Asco.

Miedo.

Miedo por el castigo que vendría, ella lo sabe, su amo y señor le dijo específicamente que no podía tener contacto humano, mañana sería castigada.

Asco no por él. Sino por sí misma. Por lo que ya no era.

Lo empujó con delicadeza, ocultando su temblor tras una mueca cansada.

—No me siento de ánimo, amor... fue un día pesado.

Él pareció aceptarlo, aunque algo en su mirada delataba la duda.

Así, ambos se acostaron. En silencio. Cada uno en su lado. A centímetros de distancia, pero mundos aparte.

Elena no durmió.

Porque en sus pensamientos solo había una cosa:

Su hijo la poseía.

Y nunca más volvería a ser libre.