CAPÍTULO 94

En ese momento María salió de su elegante auto negro, sus tacones resonando con fuerza contra el pavimento agrietado.

El aire estaba cargado con el olor a humedad podrida y basura quemada, haciéndola arrugar la nariz con disgusto. Este lugar no era más que una cloaca—un rincón olvidado de la ciudad donde prosperaban los desesperados y los sin ley.

Los callejones débilmente iluminados estaban bordeados de paredes cubiertas de grafitis, los letreros de neón parpadeando como brasas moribundas. Perros callejeros hurgaban en contenedores desbordantes, y un grupo de hombres holgazaneaba cerca de un auto oxidado, sus ojos siguiendo cada uno de sus movimientos.

Sin embargo, ella los ignoró. Este no era su mundo, pero había entrado en él voluntariamente.

Sin que nadie se lo dijera, María despreciaba este lugar. La suciedad. El hedor. La desesperación que se aferraba al aire como una enfermedad.

Pero el odio la había traído aquí.