—¿Qué haces aquí? —pregunta Rebeca, mirándome con curiosidad.
Fuerzo una sonrisa, tratando de que su actitud dura no hiera mis sentimientos.
—¿Puedo pasar, por favor? —pregunto.
Rebeca duda, su agarre se intensifica en el marco de la puerta. Sus ojos escanean mi rostro, buscando una respuesta más allá de mis palabras.
—¿Por qué? —pregunta.
Trago saliva.
—Solo... necesito hablar contigo. Por favor.
Por un momento, pienso que me va a cerrar la puerta en la cara. Pero luego, con un suspiro, se hace a un lado.
—Está bien. Pasa.
Entro. La sala de estar es tal como la recuerdo: acogedora, desordenada, habitada.
Rebeca cruza los brazos.
—¿Y bien?
Respiro profundamente, mis manos tiemblan a mis costados.
—Sé que no tengo derecho a estar aquí, pero no sabía a dónde más ir.
Su expresión se suaviza, pero no dice nada.
Continúo.
—Pensé que podríamos hablar.
Rebeca exhala bruscamente como si estuviera midiendo su paciencia.
—¿Hablar de qué?