Su salvadora

Gustave se acercó a él. —El médico está en camino —dijo seriamente.

—Hmm —Agustín asintió y entró en el estudio. Se paró junto a la ventana que llegaba hasta el techo y miró hacia afuera, la lluvia intensificándose. Sacando un cigarro, lo encendió con un mechero, aspirando el humo y exhalándolo.

Gustave se paró a su lado y preguntó con gravedad:

—¿Sabes quién es ella? —Hizo una pausa, esperando su respuesta. Pero Agustín permaneció en silencio.

—Ella es Ana Clair —añadió Gustave—, la novia de Denis. No deberías enredarte con ella. Deberías concentrarte en tu plan.

Agustín seguía callado. Aspiró profundamente el humo y lo mantuvo dentro de su boca antes de dejarlo salir lentamente.

—Acabas de regresar del extranjero después de diez años —le recordó Gustave—. Tu atención debería estar en expandir el negocio y en la retribución.

La mandíbula de Agustín se tensó y relajó, sus ojos oscureciéndose.

En su vida pasada, había sufrido un accidente el día que había regresado del extranjero, dejándolo lisiado. Más tarde, descubrió que su tío y su primo habían manipulado su coche, causando el accidente. Debido a la tragedia, Ana murió, y él fue encarcelado. Había sufrido sin cesar en la cárcel, perdiendo finalmente su vida.

Pero había renacido. Esta vez, no dejaría que aquellos que conspiraron contra él quedaran impunes.

—No olvido nada —dijo fríamente—. Mi objetivo no tiene nada que ver con Ana. Ella es la mujer que me salvó de esos secuestradores en el pasado. Le debo un favor. Cualquier cosa que haga por ella será considerada poco comparado con su favor.

Gustave quedó en silencio. Sabía sobre ese incidente, pero no sabía que Ana era la chica que había ayudado a Agustín en aquel entonces.

Ding-Dong…

El timbre sonó, interrumpiendo su conversación.

—El médico debe haber llegado. Iré a ver. —Gustave se dio la vuelta y salió del estudio.

Agustín apagó el cigarro en el cenicero y salió. Miró hacia abajo al vestíbulo y vio a Gustave invitando a un médico a entrar.

—La paciente está dentro. —Gustave lo condujo al dormitorio.

Agustín se quedó fuera de la habitación. —Se está haciendo tarde. Deberías irte ahora. Ven temprano mañana. Iremos a ver a mi tío.

—Entendido. —Gustave asintió y se fue.

Agustín entró en la habitación y encontró al médico vendando la mano de Ana. —¿Cómo está? —preguntó, su mirada encontrándose con la de ella.

—La herida no es profunda. Pero debería evitar mojar la herida. Tiene una fiebre leve. Le he dado medicamentos. Estará bien pronto. —El médico metió sus pertenencias en su bolsa y se levantó—. Llévela al hospital si hay algún dolor.

—Hmm.

El médico se marchó.

El silencio descendió dentro de la habitación. Agustín la miró. Fue solo en este momento que notó que ella llevaba puesta su camisa. Algo oscuro destelló en sus ojos.

—Me puse tu camisa —murmuró ella—. Te la devolveré después de lavarla. No te preocupes; la plancharé perfectamente.

Él curvó ligeramente los labios. —Te queda bien. Quédatela.

—¿Eh? N-No la necesito.

—Es tarde ahora —la interrumpió—. Deberías descansar. —Salió, cerrando la puerta tras él.

Ana se encogió de hombros, mirando con enojo la puerta cerrada. —¿Quiere decir que no la usará porque yo la toqué? ¿Tiene TOC?

Al día siguiente…

Ana se despertó y salió de la habitación. Lo encontró sentado en el sofá del vestíbulo, bebiendo café y leyendo un periódico.

—Buenos días —lo saludó.

Agustín levantó la cabeza y la vio sonriéndole, su mirada bajando hacia sus piernas esbeltas y desnudas. No podía apartar los ojos de ella. La camisa blanca que llevaba apenas le cubría los muslos.

Su corazón latió con fuerza, y algo más se enroscó en lo profundo de su estómago. Cruzó una pierna sobre la otra, tomando un sorbo lento de su café.

—¿Cómo te sientes? —preguntó, volviendo su mirada al periódico. Pero las palabras se volvieron borrosas. Todo en lo que podía pensar era en sus piernas desnudas.

—Mejor. Gracias por lo de anoche. Y-Ya no te molestaré más. Me iré ahora.

Agustín dobló el periódico con calma y lo dejó a un lado. —¿Cuál es la prisa? —Dejó la taza y recogió la bolsa que estaba a su lado—. Desayuna conmigo. —Le entregó la bolsa—. He conseguido algo de ropa para ti. Comprueba si te queda bien.

—Gracias —tomó la bolsa—, pero me iré ahora.

Él se levantó y se irguió frente a ella. —Desde anoche, me has agradecido varias veces.

Ana se sonrojó bajo su mirada inquebrantable. Separó los labios, las palabras negándose a escapar de su boca. —Me salvaste —logró decir—, me cuidaste. Estoy realmente agradecida contigo. Pero no quiero molestarte más.

Giró y se apresuró a entrar en la habitación.

Los labios de Agustín se curvaron en una sonrisa. —No puedes escapar de mí, Señorita Clair.

Ana rápidamente se cambió de ropa y salió de la casa. —¡Oh, mierda! —murmuró—. Ni siquiera le pregunté su nombre. —Estaba avergonzada—. Olvídalo. Ahora mismo, necesito ir a la oficina. Encontraré un momento para volver aquí y agradecerle adecuadamente.

Paró un taxi y se subió.

Ana llegó a la oficina. Estaba decidida a renunciar. Después de todo esto, no querría ser la secretaria de Denis nunca más.

Tan pronto como se acomodó en su escritorio, Denis se acercó con una mirada fría en su rostro.

—¿Dónde estabas anoche? —siseó, su tono peligrosamente frío—. Te llamé muchas veces, pero no me respondiste.

Ana simplemente lo miró fijamente. Estaba atónita al ver cómo actuaba como si estuviera preocupado por ella. «Claramente disfrutó la noche con Tania, ¿no? ¿Por qué se acordaría de mí?»

Se encogió de hombros con indiferencia. —No escuché tus llamadas.

Abrió el portátil, pero él lo cerró de golpe.

—Ven a mi oficina. —Se alejó a grandes zancadas.

Ana miró alrededor. No queriendo alertar a sus colegas, se levantó de su asiento y lo siguió hasta su oficina.

En el momento en que entró, él cerró la puerta. En un instante, la empujó contra la pared y le apretó la mandíbula. Su agarre parecía aplastarle el hueso.

Ana gimió.

—¿Tienes idea de lo preocupado que estaba por ti? —gruñó entre dientes apretados.