Ana se igualó a él, su cuerpo respondiendo al suyo con la misma desesperación. Sus gemidos crudos y sin restricciones llenaron la habitación. Cada embestida la empujaba al límite.
—Más rápido —le instó.
Esa única palabra destrozó cualquier contención que le quedaba.
Agustín agarró sus caderas con fuerza, casi dejando marcas, anclándola debajo de él. Su ritmo era implacable. La penetraba más fuerte, más profundo, más rápido, desesperado por fusionar sus cuerpos, sus corazones, sus propias almas. Sus manos vagaban posesivamente, agarrando su cintura, deslizándose por sus costados temblorosos, acariciando sus pechos.
Ana podía sentir su desesperación, su hambre, el borde casi frenético de su pasión, y la emocionaba. Se entregó completamente, rindiéndose a su feroz amor.
Ana sintió la presión floreciendo dentro de ella, una presión dulce, insoportable, vertiginosa. La tensión se espiralizó incontrolablemente.