El príncipe Xavier salió de la sala de conferencias con la cabeza en alto, caminando con orgullo como la realeza que era. Extendió su mano izquierda y uno de los guardias que estaba a su lado le entregó un par de gafas de sol, que se puso sin esfuerzo.
Las grandes puertas de cristal se abrieron y los flashes de las cámaras iluminaron su rostro. Los paparazzi se agolparon a su alrededor, gritando preguntas que él no se molestó en responder—nunca lo hacía.
Se había vuelto mucho más famoso en los últimos meses, y ahora incluso llegar a su coche era una lucha. Doce guardias intentaban protegerlo, pero la multitud se acercaba más como si quisieran de alguna manera compartir su piel con él.
Finalmente, el príncipe Xavier entró en el coche y un fuerte suspiro escapó de sus labios. Se quitó las gafas y se las entregó al guardia sentado en el asiento delantero. Sin mirar al conductor, ordenó:
—Llévame al ático. Estoy seguro de que mi mansión está abarrotada en este momento.