Los golpes sonaron de nuevo.
No fuertes. Solo... suaves. Como si no quisiera asustarme.
—Hazel —la voz de Levi era tranquila—. Te juro que no lo sabía.
Estaba sentada acurrucada en el borde de la cama, con un brazo alrededor de mis rodillas, y la otra mano sobre mi frente. Mi herida ya no ardía tanto y estaba sanando. Pero había un sordo latido de confusión y dolor en mi cabeza.
—Te lo habría dicho si lo hubiera sabido —dijo Levi de nuevo, con la voz amortiguada por la puerta—. No soy así, Hazel. Es decir... sí, somos trillizos, lo entiendo. Pero no soy solo un tercio de un todo. Soy yo. Solo... necesito que veas eso.
Tragué saliva con dificultad, mirando la puerta como si pudiera desaparecer de repente y resolver todo.
—Por favor —añadió, y esa palabra quebró algo dentro de mí. No por lo que dijo, sino por cómo lo dijo. Sin actitud. Sin arrogancia.