El Cairo ardía bajo la noche sin viento.
Las luces parpadeaban como si supieran lo que venía.
Muy por encima de la ciudad, un reloj marcaba los segundos de alguien que iba a morir.
Y en la azotea de un edificio anónimo…
Lisa Lisa lo comprendió todo.
Sus piernas temblaban, pero no por cansancio.
Sus ojos estaban fijos en la silueta de un joven volando entre esmeraldas.
Y en la figura dorada que lo esperaba en la calle.
—Esa presencia… —susurró—.
Yo la conozco.
Leo se mantuvo en silencio.
El portal a su espalda ya había desaparecido.
La línea estaba sellada.
Lisa Lisa lo miró.
—¿Dónde estamos, Leo?
Él respondió sin rodeos.
—En la historia que continúa después de ti.
—¿Cómo…?
—Han pasado más de cincuenta años desde nuestra última batalla.
Pero este mundo… no es exactamente el mismo que dejaste.
Es el original. El que se escribió sin nosotros.
Lisa Lisa dio un paso atrás.
Su pecho se contraía.
—¿Eso… significa…?
Leo la miró por fin.
—No.
No puedes volver.
Ella se llevó la mano a la boca.
Su respiración se rompió.
—¿Qué me hiciste…?
—Nada.
Fuiste tú quien me tocó cuando no debías.
Lisa Lisa gritó:
—¡No tenía idea de lo que eras! ¡No sabía que ibas a hacer esto!
Leo caminó hacia ella con calma.
No para amenazarla.
Sino para decirle la verdad.
—Yo tampoco lo sabía…
al principio.
Lisa Lisa cayó de rodillas.
Miraba el horizonte.
Los techos de El Cairo.
El futuro.
—¿Y qué pasa ahora?
¿Voy a desaparecer?
¿Seré olvidada como todo lo que quedó atrás?
Leo se arrodilló frente a ella.
—No.
Ahora eres parte de esto.
Y aunque el sistema no te reconoce aún, pronto lo hará.
Tú viniste aquí por tu cuenta.
Y ahora serás testigo.
Lisa Lisa lo miró, con ojos rojos de rabia y confusión.
—¿Testigo de qué?
Leo miró hacia la torre, donde Kakyoin ya estaba por lanzar su ataque final.
—Del momento en que el tiempo deja de tener sentido.