Pov: Aaron
"A veces soñaba con tener un par de alas. No para escapar volando lejos, sino solo para envolver a Arthur cuando el frío le calaba los huesos y el temblor no cesaba.
Cuando era niño, imaginaba que crecer significaría tener una casa con techo rojo y una ventana donde pudiera contemplar la lluvia caer en silencio.
Pero crecer fue otra cosa: aprender a callar las lágrimas cuando el hambre apretaba el pecho,
y a hacer que Arthur también las reprimiera.
Aunque para lograrlo, tuve que tragarme más de un llanto, con el estómago vacío y el corazón hecho trizas."
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La tristeza es la expresión más cruda del amor
Arthur leyó esas palabras por primera vez en un libro maltratado, cubierto de polvo, que había encontrado entre la basura. Nunca pensó que una simple frase definiría toda su vida. Sin saberlo, él mismo terminaría como aquel libro olvidado: desgastado, ignorado y al borde del final.
El sol comenzaba a desvanecerse en el horizonte, tiñendo el cielo de un naranja tenue. Su hogar quedaba lejos aún, y la caminata había sido larga. Arthur y su hermano mayor llevaban horas recolectando latas de aluminio, caminando sin descanso por las calles de la ciudad. Se acercaba la víspera de Navidad; faltaban apenas dos días. Aunque vivían en la miseria, seguían siendo niños... y si había una noche en la que no se debía dormir con el estómago vacío, era esa.
—Vamos... tenemos que llegar antes de que cierren el lugar donde venderemos esto —dijo Aaron, apurando el paso.
Arthur pateó algunos papeles dispersos en la banqueta y se sacudió las manos, sucias por rebuscar entre bolsas rotas y botes oxidados. Su rostro, cubierto de polvo, se iluminó con una sonrisa cuando sintió la cálida mano de su hermano aferrarse a la suya. Juntos, comenzaron a caminar hacia el centro de la ciudad.
Aaron tenía apenas dos años más que Arthur, pero su espíritu era inmenso. La vida no le había dado tregua, y aun así, parecía haber nacido para ser su protector. A los nueve años, ya era un pequeño guardián, y aunque la gente los miraba con compasión, nadie se acercaba a tenderles una mano.
—Aaron... no puedo más... estoy tan cansado y hambriento —gimió Arthur, con los ojos llenos de lágrimas.
Los zapatos que llevaba no eran de su talla. Sus dedos estaban doblados, la piel de sus pies herida por la fricción constante. Cuando llegaron frente a una tienda iluminada, Arthur se detuvo en seco. Ya no podía dar un solo paso más.
Aaron lo miró con ternura, tragando la impotencia que le apretaba el pecho. Se agachó, le acarició la cabeza y lo sentó con cuidado en el borde de la acera.
—Está bien —le dijo suavemente—. Yo iré. Pero prométeme que no te moverás de aquí. No tardo.
Sin esperar respuesta, corrió con determinación hacia el negocio de compra-venta de chatarra. El dueño, un hombre de cabello gris y camisa manchada de grasa, lo reconoció de inmediato.
—¡Mi buen Aaron! Pensé que hoy no vendrías. ¿Dónde está tu hermano? —preguntó, mientras comenzaba a pesar las latas.
—Él... se quedó a unas cuadras. Ya no puede caminar, le duelen mucho los pies —respondió el niño, sin alzar la mirada.
El hombre frunció el ceño y guardó silencio un momento. Luego, tomó un puñado de monedas y las dejó caer en la pequeña mano de Aaron, quien las apretó con fuerza.
—Ya veo... Pero dime, ¿y tú?
—¿Y-yo...? —preguntó desconcertado.
—Sí. Tú. Quítate los zapatos.
Aaron se quedó perplejo ante la petición del hombre, pero asintió sin decir una palabra. Con lentitud, se quitó los zapatos, revelando las heridas que se ocultaban bajo ellos. La piel de sus pies estaba abierta en varias zonas; había sangre seca adherida al interior del calzado, y sus dedos, al igual que el talón, estaban en carne viva. El hombre se quedó sin aliento. No podía comprender cómo ese niño había caminado tanto sin soltar un solo quejido.
Sintió un nudo en la garganta. Apretó los labios, conteniendo la emoción.
—¡Ahh! Muchacho terco... no vuelvas a usar estos zapatos —dijo mientras los tomaba con expresión amarga.
Conocía a Aaron desde que tenía cinco años. Siempre lo había visto llegar de la mano de su hermanito, rebuscando entre la basura con la esperanza de conseguir algo para comer. Verlo así, sin lágrimas, sin quejas, le partía el alma.
Le entregó unas cuantas banditas adhesivas y le revolvió el cabello con la mano tosca.
—Escúchame bien... ven a buscarme en Navidad. Tráeme muchas latas. Te voy a recompensar, ¿de acuerdo? Y dile a Arthur que ya no moje la cama —añadió con una sonrisa nostálgica.
Aaron soltó una risita leve y asintió con la cabeza.
—¡Está bien, yo se lo diré!
Guardó las monedas con cuidado y salió del local. Caminaba despacio. El dolor en los pies era punzante, pero más fuerte era su deseo de volver con su hermano.
La noche ya había caído cuando por fin lo encontró. Arthur estaba acurrucado, hecho un ovillo sobre la acera, dormido profundamente. Había querido apresurarse, pero su cuerpo ya no daba más.
Se acercó con cuidado, lo llamó por su nombre, lo sacudió con dulzura. Pero Arthur no respondió. Murmuró algo entre dientes y se negó a moverse.
Aaron no lo pensó dos veces. Se arrodilló frente a él, lo abrazó con fuerza y lo subió a su espalda.
La calle estaba desierta. La noche, fría como pocas veces. Avanzaba con pasos torpes, sus pies gritaban por descanso, pero su corazón solo tenía un rumbo: llevar a su hermano de regreso a casa.
En medio del silencio, escuchó un susurro débil, casi imperceptible junto a su oído.
—Tengo frío...
Aaron cerró los ojos, apretó los dientes y lo cargó con más fuerza.
—Ya casi llegamos, Arthur... aguanta un poco más.
Aaron, a su corta edad, sabía muchas cosas de la vida. No hacían falta años para tener experiencia cuando la miseria te forzaba a crecer antes de tiempo. Había pasado hambre, frío, dolor e injusticias que le pesaban como si ya hubiese vivido dos vidas. Y aun así, no se rendía. La única razón era Arthur: su hermano menor, inocente e ingenuo, que, a pesar de todo, seguía soñando.
Mientras lo cargaba a la espalda, Aaron se preguntaba si Arthur seguiría viendo el mundo con esos ojos puros. Si aún conservaba la fe en las cosas buenas. Si su corazón seguía intacto. Lo deseaba con todas sus fuerzas... porque aunque él ya había perdido sus propios sueños, los de Arthur eran suficientes para sostenerlos a ambos.
Absorto en sus pensamientos, no notó que ya había llegado a casa. Una casa sucia, desordenada, donde el abandono flotaba en el aire. No había madre. No había calor. Solo un padre con la cabeza vencida sobre la mesa, apestando a alcohol. Aaron sintió un nudo en el pecho, una mezcla de tristeza y resignación. Dejó a Arthur con cuidado sobre el viejo colchón y se acercó al hombre que le había dado la vida, temiendo encontrarlo sin la suya.
Estiró un dedo tembloroso y lo acercó a los orificios de su nariz. Cuando sintió el leve soplido del aliento, suspiró aliviado. Aún respiraba.
Tomó una manta y lo cubrió con suavidad. Aunque le gritara, aunque lo golpeara, Aaron no podía dejar de amarlo. Era su padre.
Sabía que Arthur no despertaría fácilmente. Así que esa noche, con el estómago vacío, se acurrucó a su lado, lo abrazó por la espalda y cerró los ojos. Buscaba en el calor de su hermano un consuelo. Quería soñar. Con una cena caliente. Con una familia. Con una vida distinta.
25 de diciembre.
La mañana llegó vestida de blanco. Pequeños copos de nieve caían sobre el asfalto y las ramas desnudas de los árboles. Arthur, envuelto apenas en un abrigo viejo y desgastado, se acercó a un aparador. Apoyó sus manitas contra el cristal frío y abrió la boca, maravillado. Sus ojos brillaban de emoción.
Dentro, luces navideñas parpadeaban alrededor de un árbol, mientras un tren eléctrico daba vueltas tocando una melodía festiva. Arthur movía la cabeza al ritmo de la música, encantado. No importaba la pobreza. No importaban los vacíos. En ese instante, era feliz.
Observaba a las familias entrar y salir, cargando bolsas llenas de juguetes. Cosas que ni él ni su hermano podrían tener. Pero eso no le robaba la sonrisa. Porque en su corazón todavía había magia.
De pronto, una mano cálida se posó sobre su hombro.
Se volteó y encontró a Aaron, sonriendo.
—¿Adivina qué? —preguntó con entusiasmo, alzando una bolsa de plástico y agitándola frente a él.
—¡Lo conseguiste! —exclamó Arthur con alegría.
—Y no solo eso... —dijo, sacando otra bolsa. Dentro había dos pares de zapatos.
El hombre de la chatarrería, a pesar de su pobreza, le había pedido a su esposa que buscara entre las cosas viejas de sus hijos. Ella, con el mismo espíritu generoso, los había lavado y preparado con cuidado.
Cuando Arthur los vio, dio un brinco de felicidad. No tardó ni un segundo en cambiarse los zapatos. Apenas los tuvo puestos, movió los pies y soltó una carcajada.
—¡Aaron! ¡Mis dedos pueden moverse desde adentro!
Aaron sonrió. No fue una sonrisa fingida ni forzada... fue real. Genuina. Miró a su hermano menor, tan inocente, tan lleno de esperanza, que en ese instante se hizo una promesa: haría lo que fuera para proteger esa sonrisa. Incluso si el mundo se volvía en su contra.
Durante meses, Aaron había recolectado chatarra de metal, día tras día, bajo el sol y la lluvia. Aquella noche, por fin, había logrado venderla. El dinero apenas alcanzaba, pero fue suficiente para comprar un par de piezas de pan dulce y un poco de leche. No era mucho, pero era lo que había. Arthur se lanzó a sus brazos, riendo, abrazándolo con fuerza. Llevaba puestos sus nuevos zapatos, los únicos que había tenido en meses.
Aaron lo apartó con dulzura, aunque la risa lo ahogaba un poco.
—¡Me estás asfixiando!... Vamos a casa, Arthur.
A casa...
Cuánto deseaba no haber dicho eso. Años después, dieciséis exactamente, Arthur se repetía esa frase como una maldición. Si tan solo pudiera volver atrás y cambiar aquel instante...
Los dos caminaron por las calles adornadas con luces navideñas. El viento arrastraba fragmentos de una canción lejana, una melodía alegre que no les pertenecía. Eran solo dos niños intentando desafiar al mundo: al abandono, al hambre, al frío, a la indiferencia. Pero incluso entonces, incluso con las manos vacías, nunca se olvidaban de una cosa: sonreír.
Cuando llegaron, la casa parecía más una ruina que un hogar. Las paredes estaban agrietadas, la pintura descascarada. Abrieron la vieja reja oxidada con cuidado, deseando en silencio que su padre no estuviera dentro. Pero en la vida, los deseos no bastan. Las cosas no suceden como uno quiere. Las cosas... simplemente suceden.
Entraron en puntillas, conteniendo la respiración. En el sofá, su padre dormía. O al menos eso parecía. El hedor a alcohol era tan fuerte que se adhería a las paredes, al aire, a la piel. Aaron lo rodeó con sigilo, guiando a Arthur hacia la cocina, ese pequeño cuarto donde improvisaban cenas, donde aún podían fingir que todo estaba bien.
Pero entonces ocurrió.
Arthur, al mirar por un segundo hacia su padre, no vio el suelo frente a él. Su pie golpeó una botella vacía. El cristal rodó, tintineando con fuerza hasta que se estrelló contra una pata de la mesa y quedó derramada en el piso.
Aaron giró de inmediato, y su rostro se desfiguró en terror.
Arthur jamás olvidaría esa expresión. Jamás.
El hombre en el sofá abrió los ojos. Era como ver despertar a una bestia. Su mirada estaba perdida, pero llena de furia. Se levantó tambaleándose, y antes de que Arthur pudiera reaccionar, una mano brutal lo tomó del cabello. El mundo giró.
Fue azotado contra la pared.
En el silencio más espeso, Arthur escuchó el crujido de su propio cuero cabelludo desgarrándose. Sintió cómo todo se desvanecía por una fracción de segundo. Y después, como si el universo se burlara de él, vio luces... no las del árbol de Navidad, sino otras: luces de colores que estallaban en su visión, una y otra vez...
—Son como fuegos artificiales... —pensó Arthur en medio de aquella tormenta de golpes. Su mente, buscando un refugio, se aferró a lo amable, a lo bello. Así que, mientras su padre le propinaba la paliza de su vida, Arthur sonrió. Un hilo de sangre tibia descendía lentamente desde su nariz.
Su padre, embriagado de ira, se tambaleó hacia la botella caída, la levantó con violencia y soltó un rugido. Como una bestia rabiosa, se lanzó sobre él, dispuesto a reventarle la botella en la cabeza. Pero antes de que el golpe cayera, Aaron soltó la bolsa que llevaba, y en un impulso desesperado, se interpuso entre su hermano y el monstruo.
No todos los héroes llevan capa. Algunos apenas miden metro y medio, tienen brazos delgados, el rostro infantil y un corazón tan grande que no cabe en este mundo. Aaron era uno de ellos. Sin pensarlo, corrió hacia Arthur y lo abrazó con fuerza, convirtiéndose en su escudo humano.
El sonido de la botella al quebrarse en la cabeza de Aaron fue seco, brutal. Cristales rotos volaron en todas direcciones. La furia del padre no cesó. Cegado por el odio, siguió golpeándolo a puños, una y otra vez, hasta que la sangre le cubrió los nudillos, hasta que el cuerpo pequeño de Aaron quedó inmóvil sobre el suelo. Luego, como si todo el veneno se hubiera drenado de golpe, el hombre huyó, dejando atrás un infierno de cristales, sangre y silencio.
Arthur, desde un rincón oscuro, temblaba. Había logrado arrastrarse lejos, pero el miedo lo había paralizado. Cuando la puerta se cerró y el silencio volvió, se arrastró entre el charco rojo hasta el cuerpo de su hermano.
—Aaron... hermanito... despierta, ¿no íbamos a comer pan? Papá ya se fue... ya puedes abrir los ojos... Aaron... —sollozó, sacudiéndolo suavemente—. ¡Aaron! ¡ME ESTÁS ASUSTANDO! Si no te despiertas... me comeré tu pan... —su voz se quebró—. ¡Aaron! ¡DESPIERTA!
Pero Aaron no despertó.
Sus pequeños ojos se habían cerrado para siempre. El calor de su cuerpo se desvanecía. Y entonces, Arthur sintió cómo todas las luces que lo rodeaban se apagaban, una a una. Se quedó solo. Asustado. Perdido. Con frío. Un frío que jamás lo abandonaría.
—Aaron... estás tan frío... voy a abrazarte para que no sientas frío...
Arthur lo envolvía con sus brazos delgados, temblando, aferrándose con fuerza al cuerpo inerte de su hermano. El tiempo había dejado de existir. El silencio era espeso, y solo la respiración temblorosa del niño rompía la quietud de la muerte.
No fue sino hasta varios días después que las luces de un patrullero cortaron la penumbra de aquel infierno. Arthur entrecerró los ojos, confundido, sintiendo cómo la realidad lo arrastraba de regreso. Un hedor penetrante lo envolvía: los restos de Aaron comenzaban a descomponerse. Aun así, el niño seguía abrazado a su hermano. No quería soltarlo. No podía.
—Está frío... solo un poco más... —susurró, con la voz reseca—. Tengo que calentarlo...
Los paramédicos irrumpieron con rapidez, pero se detuvieron al ver la escena. La sangre, seca, formaba una costra en el suelo. El niño, sucio, pálido y demacrado, seguía con los brazos aferrados al cuerpo sin vida. Los médicos intentaron separarlo, pero Arthur sollozó con fuerza.
—Por favor... ayuden a mi hermano... hace días que no despierta... —su mirada era suplicante, inocente, rota—. Díganle que se levante... tenemos que ir a juntar latas...
Nadie pudo contener el nudo en la garganta. Nadie. Ni los policías, ni los paramédicos. El silencio de todos hablaba más que cualquier palabra.
Entonces, el hombre de la chatarrería llegó corriendo, empujando a los oficiales en su desesperación. Y en cuanto sus ojos se posaron sobre los zapatos que aún calzaban los pies de Aaron, se detuvo en seco. Lloró sin un solo grito, sin un solo sonido, como si el alma se le estuviera desgarrando por dentro.
Se acercó, temblando, y con sumo cuidado tomó a Arthur entre sus brazos.
—Lo siento, pequeño... —murmuró con voz quebrada—. Ya puedes descansar...
Y mientras los paramédicos levantaban el pequeño cuerpo sin vida de Aaron, Arthur extendía los brazos hacia él, como si su mundo se estuviera yendo entre esas manos. Lo único que le quedaba... se lo arrebataban.
Así terminó la infancia de Arthur.
Y con ella, también se apagó su última sonrisa.