capítulo 7

El día siguiente amaneció con un cielo despejado y un sol tímido colándose entre las cortinas de la casa que habíamos alquilado cerca del mar. La noche anterior había sido intensa, no solo por lo que Javier había enfrentado, sino también por lo que todos habíamos sentido al acompañarlo.

Me levanté temprano, impulsado por esa extraña energía que llega después de un momento transformador. Salí al porche con una taza de café entre las manos y observé cómo el mar continuaba su danza, como si nada hubiera pasado, como si el mundo no hubiese cambiado la noche anterior. Pero para nosotros, sí lo había hecho.

Lucas apareció poco después, despeinado y con cara de no haber dormido bien. Se sentó a mi lado sin decir una palabra, y durante varios minutos solo compartimos el silencio. Era un silencio cómodo, lleno de entendimiento.

—¿Crees que Javier esté bien? —preguntó finalmente.

—No lo sé —respondí con honestidad—. Pero creo que anoche dio un paso importante. Uno de esos que no tienen marcha atrás.

Lucas asintió, rascándose la nuca. —Nunca lo había visto tan vulnerable. Siempre fue el fuerte, el que no hablaba de lo que sentía.

—Tal vez por eso llevaba tanto peso encima —murmuré.

Después de un rato, entramos a la casa. Javier ya estaba en la cocina, preparando huevos revueltos. Su mirada seguía siendo seria, pero había una calma en sus gestos que no habíamos visto antes. Nos saludó con una sonrisa breve, pero genuina.

—Buenos días —dijo simplemente.

—Buenos días —respondimos al unísono.

Ese día decidimos ir a caminar por el acantilado. Era un lugar al que habíamos ido muchas veces cuando éramos adolescentes, pero ahora todo se sentía distinto. Más maduro. Más real. Mientras caminábamos, hablamos de todo y de nada: de nuestras familias, del trabajo, de la vida que a veces avanza demasiado rápido.

En algún momento, nos sentamos en una roca, con vista al horizonte. Javier sacó una pequeña libreta de su chaqueta y comenzó a escribir. No preguntamos nada. Sabíamos que eran palabras que necesitaba soltar, aunque no fueran compartidas.

—Estoy escribiendo una carta para ella —nos dijo al cabo de un rato—. No sé si la enviaré, pero necesito hacerlo. Necesito decirle cosas que no pude en persona.

—Hazlo —le dijo Lucas—. A veces escribir es la única forma de entenderse uno mismo.

Asentí. Yo también había escrito cartas que nunca envié. Y comprendía bien ese impulso.

Regresamos por la tarde, en silencio otra vez, pero ya no era un silencio incómodo. Era un puente invisible que se había formado entre nosotros, hecho de confianza, de historias compartidas, de heridas que empezaban a sanar.

Esa noche encendimos una fogata en la playa. El fuego crepitaba mientras el viento nos despeinaba y las estrellas se multiplicaban en el cielo. Javier leyó en voz alta algunos fragmentos de su carta. Había dolor, sí, pero también había amor, remordimiento y una esperanza tímida.

—Tal vez no merezco ser perdonado —dijo al final—. Pero sí quiero ser mejor. Para ella. Para mí. Para ustedes.

Nadie respondió de inmediato. No hacía falta. Lo miramos con respeto, con ese cariño que solo se construye con los años y los momentos difíciles.

Esa noche entendí que todos cargamos algo. Culpas, miedos, recuerdos. Pero también somos capaces de construir algo nuevo, incluso con las partes rotas.

Javier se durmió antes que nosotros. Lo vimos desde el porche, con la cabeza recostada en el sillón. Lucas me miró, y yo lo miré a él. Sonreímos.

—Estamos creciendo, ¿no? —dijo él.

—Sí. Supongo que eso es madurar: aprender a soltar y a seguir.

La brisa marina volvió a acariciar nuestras mejillas. Y por primera vez en mucho tiempo, sentí que todo estaba en su lugar. No perfecto, pero en su lugar.

Un nuevo día nos esperaba.