capítulo 8

Desperté con el sonido de las gaviotas y el olor del mar entrando por la ventana abierta. Me quedé unos minutos en la cama, mirando el techo de madera, sintiendo cómo mi pecho se expandía con una tranquilidad que no recordaba haber sentido en mucho tiempo.

No era solo por lo que había pasado con Javier. Era algo más profundo, como si ese viaje al mar estuviera limpiando rincones escondidos dentro de mí.

Me levanté despacio, bajé las escaleras y encontré a Lucas en la cocina, preparando café. Me ofreció una taza sin decir una palabra. La costumbre de años hablaba por nosotros.

—¿Dormiste? —le pregunté.

—Un poco —respondió con una sonrisa cansada—. Pero creo que eso es parte del proceso.

Asentí, y nos sentamos a desayunar en silencio. Javier aún no había bajado. Probablemente seguía dormido, exhausto por todo lo que había removido la noche anterior.

El desayuno fue sencillo: pan tostado, huevos duros y café negro. Pero todo sabía diferente en ese lugar. Tal vez porque no había prisa. Tal vez porque, por fin, estábamos dejando de huir.

—Estaba pensando en quedarme unos días más —dije de pronto, sin mirarlo.

Lucas levantó la vista. —Yo también. No quiero volver todavía.

—¿Y Javier?

—Creo que necesita esto más que nosotros. Deberíamos quedarnos, por él… y por nosotros.

Terminamos de comer y salimos al porche. El mar estaba calmo, casi como si nos estuviera observando con respeto. Me senté en uno de los escalones, cerré los ojos y dejé que la brisa jugara con mi cabello.

Al rato, escuchamos la puerta abrirse detrás de nosotros. Javier apareció con ropa cómoda, el cabello despeinado y una expresión más serena de lo habitual.

—Buenos días —dijo con voz ronca.

—Buenos días —contestamos, y él se sentó junto a nosotros.

Pasamos gran parte de la mañana caminando por la playa, hablando de nuestras infancias, de las locuras que habíamos hecho, de los sueños que se habían quedado por el camino y de aquellos que aún nos sostenían. Fue una conversación honesta, de esas que rara vez ocurren entre adultos ocupados, pero que se sienten como medicina para el alma.

A media tarde, decidimos ir al pueblo. Necesitábamos provisiones y también un cambio de aire. El pequeño mercado estaba lleno de turistas y lugareños que saludaban con familiaridad. Había algo encantador en ese lugar: una mezcla de calma y vitalidad.

Mientras Lucas se entretenía con una señora que vendía pan artesanal, Javier y yo recorrimos el pasillo de frutas. Lo noté más relajado, más abierto.

—¿Has pensado en volver a escribir? —le pregunté, sabiendo que años atrás solía llenar cuadernos con cuentos que jamás mostró a nadie.

Javier sonrió. —Lo estoy intentando. Ayer sentí que algo dentro de mí se desbloqueó. Escribí casi veinte páginas después de la carta.

—Eso es un comienzo.

—Sí. Lo es.

Volvimos a la casa al anochecer, cargados de bolsas y con las manos rojas por el frío. Encendimos la chimenea y preparamos una cena con lo que habíamos comprado: pescado fresco, papas asadas, y una ensalada improvisada. Cocinar juntos fue otra forma de sanar. De reconectar.

Durante la cena, Javier nos habló de la mujer con la que había hablado días atrás. No dijo su nombre, pero sus palabras estaban llenas de respeto, de cariño, y de un dolor contenido.

—Ella era mi refugio —dijo, mirando el fuego—. Pero la lastimé. Y ahora tengo que construir algo diferente dentro de mí para no volver a hacerlo. No solo por ella… también por mí.

Lucas levantó su copa. —Por los nuevos comienzos.

Chocamos las copas, y por un instante, el pasado quedó atrás.

Esa noche no dormí de inmediato. Me quedé afuera, mirando las estrellas. Pensé en mi propia vida, en lo que había dejado sin resolver, en las veces que fui cobarde, en las personas a las que había fallado. No todo estaba perdido. Eso era lo que había aprendido esos días. Siempre había una oportunidad, por pequeña que fuera, de hacer lo correcto.

Javier se unió a mí en silencio. No necesitábamos hablar. Había algo poderoso en compartir la noche con alguien que entendía el peso de los errores.

—Gracias por quedarte —dijo después de un rato.

—Gracias por permitirnos estar.

Y así nos quedamos, bajo el cielo estrellado, escuchando las olas y respirando la promesa de una vida más honesta, más real. Habíamos venido al mar huyendo de cosas diferentes, pero estábamos saliendo de allí con la misma certeza: el pasado duele, pero también enseña. Y si uno es valiente, puede convertir ese dolor en un puente hacia la redención.

Y eso era exactamente lo que estábamos haciendo.