Aiden Svalthren avanzaba con gran pesadez, cargando una chaqueta en su hombro y una bolsa de cuero. Dentro, yacía un colgante de plata que perteneció a su familia y un objeto más: un pergamino con el sello real del rey Veilon.
Ese maldito pergamino era la razón por la que ahora avanzaba sin rumbo fijo. Una orden directa del rey, instruyendo a Angellon Norvel a encontrarlo y reclutarlo en la milicia de Zhailon.
Aiden Svalthren, un soldado. Un militar del reino de Zhailon.
El simple pensamiento era una burla. En otro tiempo, había soñado con ese destino. De niño había admirado al escuadrón de escarcha que su padre lideró en Zaerhast, y en su adolescencia a todos los soldados del gran y poderoso Xhandor, pero ahora solo quedaba rencor hacia aquellos que le arrebataron todo.
Nunca sería uno de ellos.
Lo único que le quedaba era huir. Escapar antes de que Veilon Thalmyr lograra atarlo con grilletes más pesados que los que tuvo en su celda. Su mente repasó las tierras de Erdas, buscando una salida, una aguja en un pajar de desesperación. Mereos, el continente al sur, estaba descartado; los malditos Norvel y su influencia en Asnar eran una sombra de la que no podría escapar, controlando cada rincón de esas tierras. Kharis, el continente desértico del este, tampoco era una opción; la fuerza de Zhailon llegaba hasta allí, aferrados al poder mediante el hijo del antiguo rey Thareon Zephandor. El único continente al cual podía ir era Rimehart, al oeste. Pero el camino era una bestia en sí misma: primero, sobrevivir al cruce de los dominios centrales de Xhandor, luego, encontrar un pasaje a través de la escurridiza Aetheris y, finalmente, enfrentar la inmensidad del mar de Agua Clara. Solo entonces, tal vez, encontraría en Oscencia, o en algún otro reino, la libertad que tanto ansiaba.
Por mucho que Aiden deseara evadir el territorio de Xhandor y poner rumbo oeste de inmediato, hacia el lejano dominio costero de Aetheris y la promesa de un pasaje a Rimehart, sabía que no tenía opción. Dos cadenas se lo impedían. La primera, la inminente llegada de la noche. Sus años de confinamiento no habían borrado las historias que los propios guardias del Bastión Hueco hacían correr, quizás para mantener a raya cualquier intento de fuga, o tal vez porque encerraban una cruda verdad: al ocultarse el sol tras las montañas, el páramo se convertía en un coto de caza para bandidos, mercenarios y asesinos errantes, escoria que acechaba fuera de la protección de los dominios. Los rumores recientes hablaban de un aumento en los asesinatos, y ni siquiera las patrullas de soldados que acampaban eran de fiar. La segunda razón era tan cruda como la primera: necesitaba dinero. Sin fondos, estaba perdido; no podía comprar provisiones, ni mucho menos sobornar su paso a través de los innumerables puestos de control que plagaban tanto el reino de Zhailon como las tierras más allá.
¿El problema? El nombre de su clan.
Ser un Svalthren siempre acarreaba complicaciones. Su linaje era una sentencia que le aseguraba tratos hostiles, miradas cargadas de dudas y la constante, humillante necesidad de engrasar las palmas de oficiales corruptos solo para moverse unas cuantas millas antes de ser detenido nuevamente en otro puesto de control.
Después de cuatro horas arrastrando los pies bajo el peso creciente de la fatiga, mientras su cuerpo intentaba torpemente recuperar una conexión con el Terum que se sentía más como un arañazo helado que como un alivio. El paisaje, al fin, comenzó a ceder. El silencio opresivo del páramo se quebró, primero con un murmullo lejano, luego con el traqueteo de madera y piedra. El olor a tierra seca fue invadido por el humo de leña y el aroma de carne asada. Para entonces, el atardecer había muerto, dejando paso a la negrura de la noche cuando Aiden, finalmente, alcanzó los primeros y dudosos vestigios de la Ciudadela de Xhandor.
Frente a él, una hilera de caravanas descansaba junto al camino, formando un pequeño asentamiento improvisado. Fogatas parpadeaban en la oscuridad, iluminando los rostros curtidos de comerciantes, viajeros y mercenarios que se preparaban para pasar la noche antes de intentar la entrada a la Ciudadela.
Pero lo importante no eran las caravanas, sino lo que se encontraba después de ellas.
Tras dejarlas atrás, Aiden finalmente llegó a su destino, una taberna desgastada con muros de madera ennegrecidos por el humo. No había letrero, solo un símbolo desgastado tallado en la madera sobre la entrada: una pequeña corona encima de una larga copa, casi invisible tras los años de polvo y maltrato. Las vigas del techo estaban arqueadas por el peso del tiempo, y la pintura que alguna vez debió cubrir las paredes se había desvanecido, dejando ver la madera ennegrecida y astillada por el clima.
Las ventanas, pequeñas y cubiertas de polvo, dejaban escapar un tenue resplandor de velas, mientras el murmullo apagado de conversaciones llegaba hasta él. Desde afuera, la taberna parecía un lugar olvidado, uno pensaría que su aspecto sería pulcro, con las paredes cuidadas y un aspecto moderno al hallarse a tan solo unos cuantos metros de la entrada de la Ciudadela de Xhandor; en cambio, se erigió como una guarida de crimen y corrupción, un lugar abandonado para los pícaros y degenerados.
Aiden se tomó un momento para agarrar un puñado de piedras que estaban en el suelo y las guardó en su bolsa antes de abrir la puerta. La puerta chirrió cuando la empujó, dejando escapar un aire espeso, cargado de tabaco, licor barato y sudor rancio.
Por un momento, Aiden encontró un par de miradas sobre él entre todo el murmullo, escudriñándolo con una atención depredadora. Unas hostiles y otras calculadoras. En el lugar había bandidos, mercenarios, contrabandistas y asesinos a sueldo de los cuales ni uno era ajeno a la violencia.
El interior era tan precario como su exterior. Un techo bajo sostenido por gruesas vigas cubiertas de hollín, paredes de piedra rugosa donde las manchas de alcohol y sangre vieja se mezclaban con marcas de cuchillos clavados en la madera. El suelo era desigual, cubierto de un polvo fino que ocultaba huellas de botas y barro seco.
Varias mesas de madera robusta estaban dispersas por el recinto, muchas con taburetes cojos o reparados con clavos improvisados. En un rincón, un grupo de jugadores de dados reía con voces roncas mientras uno de ellos maldecía y arrojaba las piezas al suelo. Cerca de la barra, dos hombres conversaban en un tono bajo, inclinados sobre sus copas, con miradas furtivas dirigidas al resto del lugar.
El bar se extendía en el fondo de la taberna, una larga mesa de roble desgastada por incontables vasos golpeados contra su superficie. Un hombre robusto, con una barba descuidada y cicatrices en los nudillos, limpiaba un tarro con un trapo sucio mientras observaba a los recién llegados con indiferencia.
Aiden no se detuvo en la entrada. No quería llamar más la atención de la necesaria.
Se movió hacia un rincón poco iluminado, con la vista recorriendo el lugar, asegurándose de que nadie estuviera demasiado interesado en su presencia.
Al llegar, se dejó caer en la silla, soltando un leve suspiro. Tomó las pequeñas piedras que había recogido afuera y las puso en el centro de la mesa.
Era una señal.
Si alguien estaba buscando a alguien para un trabajo sucio, lo entendería. No importaba el nombre ni la historia, solo importaba si servías o no.
Aiden miró a su alrededor con atención. Entre aquellos que estaban concretando un trato habían dos que destacaban con un atuendo de aspecto espectral, eran Señores de la Sombra, un grupo de asesinos pertenecientes al escuadrón de Cronin Arwell, el comandante y arconte del dominio de Noctaris. Aparte de ellos, los demás portaban vestimentas pomposas, con sus armas sobre la mesa, una exhibición que llamaba la atención pero también revelaba su inexperiencia. Cuanto más discreto eras, mejor. Pero en exceso, podría ser igual de contraproducente.
Luego, su atención cambió a los otros que estaban participando en discusiones tranquilas o bebidas solitarias. Tres destacaron entre la multitud.
El primero que captó su atención fue un militar cuyo uniforme portaba un emblema inconfundible: un estilizado barco dorado, con velas que parecían alas, navegando sobre una ola creciente de la que parecían emanar diminutos cristales o chispas de energía; el símbolo de la Arcontesa Thalassa Velmora y su dominio, Aetheris. Un reino de comerciantes y marinos, cuya especialidad eran las intrincadas operaciones del comercio marítimo que conectaban Zhailon con tierras lejanas. Ver a uno de sus hombres tan adentrado en Xhandor, lejos de las brisas saladas de su jurisdicción costera, era inusual y sin duda obedecía a un propósito claro.
La postura del soldado era erguida, no tanto rígida como alerta, su barbilla ligeramente levantada en un gesto que destilaba la disciplina y el orgullo de una potencia naval. Su tez, curtida por el sol, y su cabello, de un rubio tan claro que casi parecía blanco, eran característicos de aquellos que pasaban sus vidas en Aetheris, donde los fuertes vientos y el abrazo constante del mar dejaban su inconfundible huella.
Detrás del militar, acurrucado en las sombras más densas, un hombre sorbía su bebida con la quietud de una araña en su tela. Su figura era delgada y de contornos angulares, la piel de un tono pálido, casi ceniciento, como si la luz del sol rara vez la hubiera besado; una palidez enfermiza que hablaba de una vida bajo cielos perpetuamente cubiertos. Un Edriliano, sin duda. Aiden no necesitaba más confirmación. La gente de Edril, se decía, pasaba la mayor parte de sus vidas bajo la opresión de imponentes estructuras de vigilancia y entre los densos y húmedos bosques de su reino, una tierra de sombras y niebla constante, gobernada por el puño de hierro de la Orden Regente. Su cabello, de un negro opaco, parecía absorber la escasa luz de la taberna, y sus ojos oscuros no dejaban de moverse, escudriñando cada rincón, cada rostro, calculando amenazas con una paranoia casi palpable, reflejo del perpetuo estado de alerta de su tierra natal.
El último individuo que llamó su atención era, quizás, el más llamativo de los tres, y Aiden lo identificó casi al instante como un oriundo de Monte Paraíso. No por un rasgo físico uniforme, sino por el aire de opulencia que lo envolvía. Su piel, saludable y bien cuidada, contrastaba con la del Edriliano, y vestía ropas de telas finas y colores vibrantes —naranjas y verdes profundos asomando bajo una capa de viaje de buena lana—, una clara señal de la riqueza que fluía en las cumbres montañosas de su reino. Su cabello castaño caía en ondas bien tratadas sobre sus hombros. A diferencia del porte marcial del soldado de Aetheris y la tensa cautela del Edriliano, este hombre tenía el semblante relajado y la mirada astuta de alguien criado entre los bulliciosos mercados de las alturas, un individuo acostumbrado a las sutilezas de la negociación y, muy probablemente, al arte de la estafa bien disimulada.
Aiden se limitó a observar en silencio. El soldado de Thalassa seguro era un espía y Aiden no tenía nada que el soldado no supiera ya. En cuanto al Edriliano era mejor mantenerse lejos de él, y no tenía nada que ofrecerle al comerciante de Monte Paraíso.
Las horas pasaron pero nadie se acercó.
Las conversaciones continuaron a su alrededor. Mercenarios discutiendo precios, contrabandistas intercambiando información, asesinos negociando encargos. La taberna estaba llena de movimiento, pero nadie le dirigía la palabra.
Viendo que las horas pasaban y nadie se acercaba, Aiden supo que no tenía más remedio. Había evitado recurrir a ello, consciente de que exhibir su poder, por mínimo que fuera, podía llegar a ser bastante peligroso. Pero la necesidad apremiaba. Cerró los ojos un instante, buscando en su interior esa conexión aún inestable y dolorosa con el Terum. Era un esfuerzo consciente, una lucha contra la atrofia de quince años. Forzó la energía a fluir, y una esencia fría y oscura, casi como un eco de la Zona Muerta que había dejado atrás, se filtró desde él, permeando el ambiente denso de la taberna.
El Terum es la energía que está presente en todos los seres vivos así como en el ambiente, una herramienta, la cual tiene una afinidad natural hacia el refinamiento físico, el combate, la dominación o el sigilo. No todos son capaces de manipular esta energía. Solo los despertados pueden canalizarla de manera consciente, su uso implica cansancio, drenaje emocional o físico, dependiendo de la naturaleza del poder.
A pesar de haber durado quince años encerrado, la conexión de Aiden con el Terum seguía siendo bastante fuerte, a tal punto de que este era capaz de utilizarlo para potenciar su cuerpo o en casos como este donde tenía que utilizarlo para hacerse notar entre la multitud.
No fue una demostración de poder controlada, sino más bien una fuga contenida, un susurro helado que le provocó una ligera arcada. El efecto, sin embargo, fue inmediato. Las conversaciones se ahogaron, las risas cesaron. Las miradas de aquellos a quienes había estado analizando (el militar de Aetheris, el sigiloso Edriliano y el mercader de Monte Paraíso), se clavaron en él, ahora con una intensidad diferente, una mezcla de cautela y especulación. Otros rostros anónimos entre la multitud también se giraron. Aiden les sostuvo la mirada con una expresión deliberadamente solemne mientras el panorama se volvía helado momentos antes de retirar la manifestación de su Terum. Esperaba que aquello fuera suficiente.
Y al cabo de unos cinco tensos minutos así fue, ya que una figura surgió de las sombras y se acercó a su mesa.
—Ey, ¿la mesa está ocupada?
El hombre que habló tenía una barba rojiza bien cuidada y ojos oscuros que, a pesar de su intento de parecer casual, escudriñaban el entorno con una cautela evidente.
—No, adelante —dijo Aiden, su voz más firme de lo que se sentía. El hombre se sentó frente a él sin titubear. Se inclinó apenas sobre la mesa, y su voz fue un murmullo confidencial.
—Sentí la energía que soltaste hace un momento —dijo, sus dedos tamborileando con impaciencia sobre la madera desgastada, sus ojos fijos en Aiden—. No había sentido nunca un Terum de esa forma, no eres de por aquí, ¿cierto? —pero antes de que Aiden pudiera llegar a responder, añadió—. Seré breve, necesito que elimines a alguien.
—¿De quién estamos hablando?
El pelirrojo no respondió al instante. En su lugar, giró la cabeza un poco hacia la izquierda y miró al suelo, Aiden observó por encima de su hombro y vio a un hombre de mediana edad con una postura rígida, casi militar. Su piel era pálida, pero sus rasgos eran marcados, con un mentón prominente y pómulos afilados. Su cabello negro estaba peinado hacia atrás, revelando una frente ancha y una mirada severa. Vestía un abrigo largo de un azul oscuro, con detalles plateados que reflejaban la luz tenue de la taberna. Aiden supo al instante que se trataba de un hombre de Oscencia.
—¿Un ciudadano de Oscencia?, ¿qué hizo para merecer eso? —preguntó Aiden, manteniendo su tono neutral.
El pelirrojo no respondió de inmediato. Sus ojos recorrieron la taberna con cautela, asegurándose de que nadie estuviera prestando demasiada atención. Finalmente, volvió la vista a Aiden.
—No necesitas saberlo. Solo haz el trabajo y recibirás la paga.
Aiden se reclinó en su asiento, cruzando los brazos con calma, aunque en su interior se hallaba un poco desesperado, ya era noche, tenía que conseguir algo pero no quería verse necesitado.
—¿Cómo esperas que acepte un trabajo sin saber en qué me estoy metiendo? —preguntó, con una indiferencia fingida.
El hombre pelirrojo chasqueó la lengua, irritado, y evitó su mirada por un breve momento.
—Sabes qué, olvídalo. —El pelirrojo se levantó bruscamente, confundiendo la impasibilidad de Aiden con falta de interés—. Buscaré a alguien más.
Aiden lo vio incorporarse, y un cálculo rápido cruzó su mente. Si este tipo se iba, no tendría nada. —Un momento —dijo—. ¿De cuánto estamos hablando?
El pelirrojo se detuvo, indiferente ante el cambio, como si ya lo hubiera visto venir. Se giró lentamente, sus músculos aún tensos, la mirada ahora con sospecha.
—¿Te interesa, después de todo? —murmuró, su voz grave.
Aiden asintió. —Me interesa el dinero—. Dijo a pesar de sentir una punzada de duda en su interior.
¿De verdad era capaz de quitar una vida a sangre fría? Había pasado quince años imaginando venganzas, pero la realidad de un asesinato por encargo era distinta. Aun así, la imagen de las murallas del Bastión Hueco se alzó en su mente, ahogando la vacilación.
—Solo necesito un arma —añadió, su voz apenas un susurro—. No vengo precisamente armado.
El pelirrojo pareció sopesar sus palabras, la tensión en su rostro disminuyendo un poco. Volvió a sentarse, aunque esta vez más erguido, como quien retoma el control de una negociación.
—Bien —dijo, su tono ahora más acorde al de un hombre de negocios—. Es un mercader de Oscencia. Se ha vuelto un inconveniente. —Hizo una pausa, observando la reacción de Aiden—. Necesita desaparecer a toda costa, te daré cinco monedas de oro por él.
Cinco monedas era bastante, ¿acaso valía tanto una vida? Quizás este mercader no era alguien simple. Además, ese hombre era de Oscencia, justo a donde Aiden pensaba huir, si salía a la luz que Aiden acabó con uno de sus habitantes... entonces ya no tendría a donde ir, ¿realmente era una buena idea?
Aiden tragó saliva, no tenía alternativa.
—¿El arma?
Una sonrisa fugaz, casi depredadora, cruzó los labios del pelirrojo. Metió la mano en un morral de cuero desgastado que llevaba al cinto y, tras un momento, extrajo una navaja de hoja estrecha y oscura con detalles intrincados y pequeñas piedras, envuelta en un paño aceitado. La deslizó sobre la mesa con un movimiento rápido.
—Aquí tienes. Que parezca un robo que salió mal, algo creíble por aquí. —Se reclinó, su confianza visiblemente restaurada. Después le dejó un par de monedas de plata sobre la mesa—. Te dejaré estas monedas por si tienes problemas al momento de entrar a la Ciudadela, te daré lo demás en esta misma taberna cuando me traigas pruebas de que el mercader ya no es un problema.
Aiden tomó la navaja. El acero frío y liso se sentía pesado en su mano, un contraste brutal con la ligereza que sentía en el estómago. Era solo un trozo de metal, pero representaba una línea que estaba a punto de cruzar... La duda seguía ahí. Pero aún así asintió, su rostro una máscara impasible.
—Entendido.
El pelirrojo lo observó con intensidad.
—No me falles. No me gustan los errores.
Aiden le sostuvo la mirada, aunque por dentro la imagen de su única víctima pasada luchaba por salir a la superficie. Se encogió de hombros.
Después de esto, el hombre soltó un gruñido y se puso de pie.
—Por cierto, que ni se te ocurra intentar escapar con la navaja y las monedas, porque te hallaremos. —Dijo, desapareciendo entre la multitud de la taberna con prisa. Aiden se quedó solo, la navaja oculta en su bolsa y unas monedas de plata en su bolsa de cuero, con el peso de cinco monedas de oro y una vida ajena oprimiéndole el pecho.
Un encargo. Una oportunidad. Y una pregunta que resonaba en el fondo de su mente: ¿Realmente podría hacerlo? Bueno, en realidad ya no tenía de otra.
Aiden esperó un instante, observando el ir y venir de la escoria que poblaba el lugar hasta que vio al hombre de Oscencia salir del lugar con otra persona. Luego, se deslizó fuera de la taberna con pasos medidos, la navaja oculta pero al alcance. Afuera, la brisa nocturna le trajo el aroma de las fogatas y la leña ardiendo en los últimos vestigios del asentamiento temporal de caravanas. La mayoría ya habían partido. Su mirada buscó al hombre, divisándolo mientras se alejaba con prisa hacia las primeras murallas de la Ciudadela.
No perdió el tiempo y se dirigió hacia el punto de control de la ciudad, donde los guardias mantenían su vigilancia con mirada cansada pero alerta. En un principio, intentó pasar con un simple intercambio de palabras, pero los soldados de Xhandor rara vez permitían que algo pasara sin beneficio propio. El pergamino con el sello real seguía en su bolsa, pero no lo ayudaría en esta situación; solo generaría preguntas que llegarían a oídos de Veilon.
El cruce no fue gratuito. Sin demasiada discusión, uno de los guardias extendió la mano con un gesto silencioso y exigente. Aiden lo miró con frialdad por un instante, la idea de clavarle la navaja recién adquirida cruzando fugazmente su mente antes de ser aplastada. Con un leve suspiro, sacó unas cuantas monedas que el pelirrojo le había entregado y las dejó caer en la palma del soldado.
El sonido metálico fue suficiente. Sin más preguntas, el guardia se hizo a un lado y le permitió el paso.
Aiden entró a la Ciudadela sin mirar atrás, sus ojos fijos en la figura de aquél mercader de Oscencia.
La gran Ciudadela de Xhandor, corazón del Páramo de los Reyes y de todo Zhailon, se desplegaba ante cualquier viajero en tres anillos concéntricos de creciente importancia y opulencia. El más externo, conocido simplemente como el Círculo Común, bullía con la vida de aquellos con menos fortuna: artesanos, pequeños comerciantes, trabajadores y los incontables refugiados norteños que habían llegado con el nuevo rey. Sus calles, aunque empedradas, eran más estrechas y sus edificios, aunque de piedra oscura y funcional, carecían del ornamento de los niveles superiores, reflejando la lucha diaria por la subsistencia.
Ascendiendo hacia el interior, se abría el Anillo de los Distritos, una franja más amplia y ordenada. Ahí, las calles eran más anchas y mejor mantenidas, flanqueadas por edificios de varios pisos con marcos de hierro en sus ventanas. Era el hogar de los gremios más influyentes, los mercados centrales donde convergían las mercancías de todo el reino, las academias de renombre como la Eilhart, y los imponentes pero austeros edificios administrativos de los ministerios. Pequeños templos y las residencias de funcionarios y nobles menores también se encontraban en este Círculo, un testimonio de la maquinaria que mantenía en funcionamiento el vasto reino.
Finalmente, en el corazón mismo de la Ciudadela, elevándose sobre los demás, se alzaba el Tercer Círculo, donde se hallaba el rey. Rodeada por sus propias murallas internas, esta era la esfera del poder absoluto. Ahí se erguía el imponente Palacio del Sol Zephandor, ahora Alcázar Thalmyr, con sus torres de mármol y cúpulas de obsidiana y oro. Dentro de este Círculo sagrado residía la corte real, la alta nobleza, la Guardia Real, y se encontraban las salas del consejo donde se decidía el destino de Zhailon. Era un lugar de grandeza y poder palpable, el epicentro desde el cual el Rey Veilon Thalmyr intentaba gobernar un reino de lealtades divididas.
Aiden no tenía planeado adentrarse más del primer Círculo, el asesinato tenía que ocurrir ahí mismo o las monedas no iban a rendirle. Mientras perseguía al mercader, las calles principales se ensanchaban, con adoquines mejor alineados y farolas de hierro forjado colocadas de forma estratégica, sus llamas danzando y proyectando sombras inquietantes. Las ventanas de las edificaciones tenían marcos de hierro y los techos se elevaban con las inclinaciones marcadas, un detalle característico de la arquitectura Zhailonita. Pequeños templos, quizás dedicados a dioses olvidados o a la fe estatal que tanto recelaba, se intercalaban entre los barrios comerciales, sus fachadas adornadas con estatuas de piedra que representaban antiguas figuras del linaje real.
A su alrededor, el movimiento de la ciudad no cesaba, incluso en la oscuridad. Comerciantes nocturnos ofrecían productos exóticos bajo la luz temblorosa de antorchas altas, mientras grupos de soldados patrullaban las calles en formación, sus armaduras de acero pulido reflejando el brillo del fuego. La vigilancia era más estricta aquí que en cualquier otro dominio que hubiera conocido.
Cada paso que daba hacia su objetivo un mar de preguntas llenaba su mente. La navaja en su bolsa se sentía como un bloque de hielo y fuego al mismo tiempo. ¿Realmente podría hacerlo? La idea de clavar el acero en la carne de un desconocido por unas monedas le provocaba náuseas, pero la imagen de su libertad, de Rimehart, de dejar atrás para siempre el nombre de Svalthren y el hedor a prisión, era un deseo bastante poderoso.
Aiden se mantuvo en los márgenes, utilizando las sombras de los soportales y los recovecos de las calles laterales, evitando las rutas más concurridas donde las patrullas eran más frecuentes. Finalmente, el hombre que acompañaba al comerciante se desvió hacia una calle circundante más estrecha hasta que desapareció en la lejanía, dejando al comerciante de cabello negro próximo a las posadas.
Aiden esperó un momento, oculto en la oscuridad, el corazón latiéndole con fuerza contra las costillas. Era ahora o nunca. Tenía que decidir si cruzaría esa línea. Se ajustó la bolsa de cuero sobre el hombro y caminó con deliberada lentitud hacia la entrada de la posada, la mano instintivamente cerca de la daga.
Y entonces, lo sintió.
Un escalofrío helado le recorrió la espalda, erizando el vello de su nuca.
Una energía. Distinta. Poderosa.
No la había notado antes, demasiado concentrado en su presa y en su propia tormenta interna, pero ahora se manifestaba con una claridad alarmante. No era un simple presentimiento. Era la presencia de alguien más, alguien que no había estado allí hacía un segundo. Sus pasos se ralentizaron hasta detenerse, su cuerpo tensándose, girando sobre sus talones con la rapidez de un animal acorralado, preparándose para cualquier eventualidad.
Pero no tuvo oportunidad de reaccionar.
Algo se movió en las sombras a su izquierda, una mancha oscura más rápida que un parpadeo.
Todo se volvió negro.
Su consciencia se apagó antes de que pudiera siquiera procesar el golpe.