Aiden despertó con un dolor punzante latiendo con saña en su cabeza. Cada pulso de su corazón repercutía de manera alarmante en combinación con una sensación de presión sobre su cráneo, una tortura que le avisaba a su cuerpo que seguía vivo... por ahora. Sus sentidos eran un lodazal confuso; la visión, un tapiz borroso de formas danzantes y luces distorsionadas que giraban a su alrededor en un vaivén nauseabundo y mareante. La áspera y fría humedad del suelo contra la piel de su mejilla y hombro le indicó, sin lugar a dudas, que había sido movido. Definitivamente no estaba en el lugar donde la oscuridad lo engulló.
Trató de enfocar la vista, parpadeando repetidamente, protestando por cada parpadeo. El aire olía a polvo viejo, a moho y a la inconfundible fetidez metálica de la sangre seca.
—¿Qué demonios...? —Murmuró, la voz un graznido rasposo y ajeno que le quemó la garganta como si hubiera tragado ceniza.
—Vaya, parece que ya despertó. —Una voz pastosa, cargada de burla, perforó el aire, demasiado cercana para su gusto.
Aiden entrecerró los ojos, el esfuerzo enviando nuevas oleadas de dolor a través de sus sienes. Su visión seguía siendo un desastre, pero a través de la confusión, pudo distinguir varias siluetas oscuras recortadas contra una fuente de luz aún más tenue. Sombras sin forma definida que, muy lentamente, comenzaron a solidificarse a medida que sus castigadas pupilas se ajustaban a la lúgubre penumbra.
Se encontraba en una habitación que parecía más un corredor olvidado o una bodega abandonada. Era larga y estrecha, flanqueada por paredes de ladrillo desnudo, cuyas superficies estaban cubiertas de extensas grietas como mapas de una civilización antigua, y rezumaban una humedad oscura y persistente. El techo, opresivamente bajo, contribuía a una atmósfera sofocante, casi claustrofóbica. No había muebles que ofrecieran el menor indicio de civilización, solo un par de cajas de madera desvencijadas, apiladas con descuido en una esquina lejana, y el eco solitario de su propia respiración entrecortada rebotando contra las frías paredes.
Cuando finalmente la persistente bruma visual cedió, se encontró con la mirada fija de tres figuras. Los tres vestían atuendos de cuero oscuro, gastados y manchados, con capuchas echadas hacia atrás que apenas permitían entrever facciones endurecidas por la intemperie y la brutalidad. Sus ropas, cubiertas de remiendos toscos y costuras improvisadas, no tenían la estructura de los uniformes militares ni el brillo protector de las armaduras. «Bandidos», pensó Aiden con un escalofrío.
El primero, el que parecía el líder del trío, era un hombre alto y de complexión robusta, con una mandíbula cuadrada y una fea cicatriz blanquecina que le partía la mejilla derecha, desde el pómulo hasta la comisura del labio, torciéndola en una mueca perpetua. Sus ojos, pequeños y hundidos, poseían una dureza vacía, la de alguien que había visto demasiadas muertes y no tenía problemas en añadir otra más a la cuenta. El segundo, a su lado, era más delgado, casi nervudo, con un aire de inquietud constante que se manifestaba en el movimiento errático de sus ojos y una sonrisa desagradable que no alcanzaba a iluminar su mirada. El tercero, notablemente más pequeño pero de complexión ágil y escurridiza, tenía los gestos y la postura de un ladrón avezado, acostumbrado a moverse entre las sombras sin ser detectado. Sus dedos, enfundados en guantes de cuero raído, tamborileaban con impaciencia sobre el pomo de una daga mellada que colgaba ostentosamente de su cinturón, mientras que en la otra mano sostenía con suficiencia la bolsa de cuero de Aiden.
El de la sonrisa desagradable inclinó la cabeza, una curiosidad fingida. —Oye, ¿seguro que este aguantará? Ni siquiera hemos empezado la fiesta y ya está sangrando bastante. —Su voz era un siseo burlón.
El de la cicatriz bufó, un sonido cargado de desdén. —Los otros estaban peor, este no tiene nada. —Cruzó sus fornidos brazos sobre el pecho y miró a Aiden con un profundo y aburrido desinterés, como si fuera una molestia menor.
Aiden emitió un gruñido sordo, sintiendo un peso nauseabundo instalarse en su cabeza y un sabor metálico en la boca. Intentó mover las manos, pero un dolor agudo y abrasador le subió por los antebrazos; algo las mantenía cruelmente inmovilizadas. Sus muñecas ardían por la fricción implacable de lo que solo podía ser una soga gruesa y fuertemente apretada. Instintivamente, tensó los músculos, intentando liberarse, pero la atadura no cedió ni un milímetro.
Un hilo de sangre caliente y pegajosa resbaló por su sien, producto del golpe que lo había dejado inconsciente. Parpadeó con fuerza cuando la gota le alcanzó el rabillo del ojo, nublando aún más su visión, pero mantuvo la respiración tan estable como pudo, controlando el impulso de mostrar debilidad. Se preparó, apretando los dientes hasta que le dolió la mandíbula. Cerró los ojos un instante, buscando en su interior el familiar y menguado rescoldo de su Terum, aquella energía que antaño fluía como un río cálido bajo su control. Ahora, solo encontró una chispa débil, casi ahogada. Dirigió esa fracción de su exiguo Terum hacia sus brazos, intentando infundirles la fuerza necesaria para romper las ataduras. La cuerda apenas se tensó con un crujido seco. Sintió una repulsión violenta, como si la energía misma se negara a obedecer, retorciéndose contra él. El esfuerzo, sin embargo, le costó caro: su respiración se aceleró de golpe y una nueva oleada de fatiga lo invadió. Intentó aumentar la intensidad del flujo de Terum, pero el intento fue contraproducente; un dolor agudo recorrió sus músculos y tendones como si se desgarraran, no pudo usar su energía esta vez. Era imposible, su conexión con el Terum aún estaba mermada.
Al instante lo comprendió con desesperanza, «Sogas envueltas en Terum». Una tecnología nada común. Los tres bandidos lo observaban con una sonrisa divertida y cruel, con la expresión de depredadores que contemplan a un insecto atrapado.
—¿Ya acabaste de forcejear? —La voz, profunda y con eco, vino del fondo de la habitación, resonando en la penumbra, cargada de autoridad.
Aiden giró la cabeza con esfuerzo, la piel de su cuello tirante y adolorida, enfocando su vista en la oscuridad más densa del recinto. Allí, donde la escasa luz que se filtraba desde alguna abertura desconocida no llegaba, una cuarta figura permanecía de pie de manera inmóvil e imponente. Aunque no podía discernir sus rasgos con claridad, su presencia era una opresión palpable en el aire, una frialdad que no tenía nada que ver con la temperatura de la estancia.
—No vale la pena intentarlo. Necesitarías la energía combinada de al menos tres despertados de Terum competentes para tener una mínima posibilidad de romper esa soga.
Aiden no respondió, pero su mente, a pesar del dolor y la confusión que se arremolinaban como una tormenta, ya trabajaba a marchas forzadas, analizando. Las sogas impregnadas con Terum no eran un artículo que un grupo de bandidos comunes y corrientes pudiera permitirse. Eran herramientas especializadas, costosas y de acceso restringido, generalmente forjadas por orden directa del arconte del dominio Solvayne, el implacable líder del dominio este de Zhailon. Cada una de esas sogas podía costar entre una y diez monedas de oro, una pequeña fortuna, dependiendo de la potencia y la calidad de la infusión de Terum. Entonces, ¿por qué demonios esta escoria, poseía una soga capaz de soportar la energía combinada de varios despertados? Algo no cuadraba.
Antes de que pudiera ahondar más en esa incongruencia, el bandido de la cicatriz se inclinó bruscamente hacia él, con su rostro desfigurado.
—No me gusta nada cómo me está mirando este, —dijo con un desdén palpable, dejando escapar una risa seca y cortante—. Quizás esto lo ayude a despejarse un poco.
Sin previo aviso, sin darle tiempo a prepararse, un puño duro como una piedra se estrelló contra su estómago. El impacto fue seco y directo, robándole el aliento y haciendo que se encorvara. Aiden apretó la mandíbula con todas sus fuerzas, obligándose a no soltar un gemido, negándole esa satisfacción. El dolor, no obstante, le recorrió el cuerpo como una descarga de fuego líquido, dejándolo momentáneamente paralizado. No tuvo tiempo de recuperar el resuello antes de que un segundo golpe, igual de salvaje, impactara su mandíbula, haciendo que su cabeza girara bruscamente hacia un lado con la fuerza de un latigazo. Un chasquido húmedo resonó en su boca cuando sus dientes se cerraron con violencia, y el sabor ferroso de la sangre fresca inundó su paladar. La cabeza le martilleaba con cada pulso.
—Vaya, parece que estás perdiendo tu toque, Rynn, —comentó el bandido ágil, su voz teñida de una burla evidente, mientras observaba la escena con los brazos cruzados. El de la cicatriz, ahora identificado como Rynn, chasqueó la lengua con fastidio y tronó los nudillos con un sonido ominoso.
—Apenas estamos calentando. Déjame darle un par más. —Sin dudarlo, lanzó otro puñetazo, esta vez dirigido al costado de Aiden, justo sobre las costillas. Pero en el último instante, con un esfuerzo de voluntad que le costó un espasmo de dolor agudo en el abdomen, Aiden logró dirigir una mínima parte de su Terum hacia la zona del impacto, endureciendo sus músculos una fracción de segundo antes de la colisión. El golpe aterrizó con la misma fuerza demoledora... pero la sensación fue distinta; un impacto sordo, resistido, aunque el dolor subyacente seguía ahí, como brasas ardientes bajo la piel, amenazando con quebrar su resistencia.
El bandido ágil, frunció el ceño, notando la diferencia. —Eh, ni siquiera lo sintió esta vez.
—Bah, pues así cualquiera puede hacerse el duro, —bufó Rynn, claramente molesto, mientras la respiración de Aiden comenzaba a perder el control, volviéndose más errática y superficial. Sentía que el aire no le llegaba a los pulmones.
Desde la oscuridad impenetrable del fondo, la cuarta figura habló de nuevo, su voz cortando el aire tenso como un cuchillo. —Ya dejen de estar jugando. Kael revisa sus cosas y Lirik, tú vigila la puerta. Terminemos con esto de una vez. —La voz de alguien más resonó con impaciencia.
El bandido ágil, ahora conocido como Kael, chasqueó la lengua con visible contrariedad, pero obedeció, agachándose para rebuscar con brusquedad en la bolsa de cuero de Aiden. —Pero mira esto. Una reliquia. ¿Cuánto tiempo tienes usando esta basura, eh? —Preguntó, sacando la pequeña navaja de caza con intrincados detalles en la empuñadura. La arrojó a un lado con desprecio, como si fuera un trapo viejo sin el menor valor. Aiden no apartó la vista del objeto mientras éste rodaba por el suelo polvoriento.
Kael siguió hurgando con dedos ágiles y codiciosos hasta que estos se encontraron con el frío contacto de un par de monedas de plata. El bandido más delgado, Lirik, que hasta ahora había permanecido en silencio cerca de la puerta, silbó con decepción.
—Vaya chasco. Este no trae nada que valga la pena.
Rynn cogió una de las monedas y la mordió con una sonrisa de pura codicia, probando su autenticidad. —Qué esperabas. Después de todo, lo acababan de liberar de la jaula. No iba a salir nadando en oro.
—¿Cómo saben que iba saliendo?
—Oh, ¿no lo sabes? A este punto ya deberías de recordar nuestros rostros.
En el momento en el que Rynn dijo esto, Aiden se dio cuenta de que ya los había visto, eran dos sujetos quienes lo vieron saliendo del Bastión Hueco, Rynn y Kael pero sin las capuchas, aquellos que aparentaban ser comerciantes.
—Parece que ya se dio cuenta. —Dijo Kael, con una risita socarrona.
—Qué más da, lo único que importa es lo que nos puede dar. —Respondió Lirik, encogiéndose de hombros.
—Hoy sí que es nuestro día de suerte, ¿eh, muchachos? —Dijo Kael con una sonrisa falsa, la decepción era evidente en su tono. Después de un breve intercambio de palabras el bandido continuó hurgando en la bolsa hasta que sus dedos tropezaron con algo metálico y pequeño, de forma irregular—. Oh... ¿y qué demonios tenemos aquí?
Con un gesto teatral, sostuvo el colgante de plata de Aiden entre sus dedos sucios, dejándolo oscilar lentamente para que los demás lo vieran a la escasa luz. El metal, aunque empañado por el tiempo y el abandono, aún reflejaba un brillo tenue. El símbolo grabado en él estaba desgastado por el roce constante contra la piel y la tela, pero para quien conociera las viejas heráldicas, aún era dolorosamente reconocible.
El emblema de su familia. El lobo y la estrella de los Svalthren.
Rynn escupió con asco al suelo polvoriento y cruzó los brazos, su expresión transformándose en una máscara de asco.
—Un maldito Svalthren. Su voz era ahora un gruñido bajo y cargado de veneno.
El aire en la habitación cambió al instante, volviéndose más denso, más pesado. El tono burlón y la diversión superficial se desvanecieron como humo, reemplazados por un desprecio palpable. El colgante fue lanzado al suelo cerca de la navaja.
—Con la pinta de perro apaleado que tiene, no es de sorprender, —dijo Lirik, observando con renovado interés—. Se dice que andan como vagabundos por todo el reino desde que los echaron del norte. Corrieron con la extraña suerte de que el último rey, tuviera un arrebato de misericordia hacia ellos.
Aiden apretó los puños con tanta fuerza que sintió las uñas clavándose en las palmas de sus manos. ¿Misericordia? El rey solo les permitió vivir en el reino pero no hizo nada más para ayudarlos, siempre a la sombra de los Thalmyr.
—Bueno, —continuó Rynn, saboreando cada palabra—, supongo que nadie en este mundo extrañará a un perro callejero menos.
No esperó una respuesta. Su puño, ahora visiblemente imbuido de un tenue resplandor rojizo de Terum, se estrelló contra la mejilla de Aiden con una fuerza devastadora. Esta vez no era un golpe común, la energía concentrada lo magnificaba. La cabeza de Aiden se sacudió con una violencia que le hizo ver estrellas blancas y negras, y su visión parpadeó peligrosamente, amenazando con sumirlo de nuevo en la inconsciencia. Un dolor explosivo le recorrió la cabeza. Un segundo golpe, cargado con la misma malicia y poder, le hundió el aire en los pulmones, arrancándole un quejido ahogado y haciendo que escupiera una bocanada de sangre que salpicó el suelo. El ardor lacerante recorrió su torso, cada fibra muscular gritando en protesta. Sentía como si sus costillas fueran a astillarse. La reacción de dolor de Aiden, aunque contenida, hizo sonreír con crueldad al bandido.
—¿No vas a decir nada, chucho? —Preguntó Rynn de forma burlona, acercando su rostro al de Aiden.
Estos tipos eran como todos los demás, pensó Aiden con una oleada de odio y desesperación creciente. Cobardes que se escondían detrás de excusas y prejuicios ancestrales. Se aferraban a la historia manipulada, a los viejos rencores, como justificación para tratar a su gente como basura, como algo menos que humano, escoria pura.
Los golpes continuaron, una lluvia implacable. Uno tras otro, cada puñetazo venía acompañado de insultos soeces sobre su linaje, sobre su sangre. Sobre las supuestas atrocidades que su gente había cometido generaciones atrás. Sobre cómo su mera existencia era un error que debía ser corregido.
Cada palabra, cada impacto, hacía que el odio latente de Aiden creciera, alimentándose de su dolor y su impotencia. No era solo rabia lo que sentía; era un fuego inextinguible, una fragua ardiente que había estado encendida en lo más profundo de su ser desde el infausto día en que lo encerraron injustamente en el Bastión Hueco. El último golpe, un mazazo brutal en la cabeza, lo arrancó de la silla improvisada en la que lo habían sentado.
El impacto de su cuerpo contra el duro suelo de piedra le nubló la vista por completo, sumiéndolo en un torbellino de luces cegadoras y oscuridad punzante. Un pitido ensordecedor y agudo resonó en sus oídos, ahogando cualquier otro sonido. Con un esfuerzo sobrehumano, se obligó a no perder el conocimiento, a aferrarse a la consciencia como un náufrago a una tabla en medio de la tempestad, la herida en su cabeza se había abierto más, manando sangre tibia por su rostro.
Fue entonces, mientras yacía aturdido y sangrante, cuando Kael, que había vuelto a hurgar en la bolsa, encontró algo más. Sus dedos se cerraron con curiosidad alrededor de un cilindro de pergamino, pequeño y compacto. Lo sacó sin mostrar mayor interés al principio, pero en cuanto sus ojos captaron el brillo inconfundible del sello de cera dorada que lo aseguraba en la parte superior, su sonrisa socarrona se desvaneció de inmediato, reemplazada por una expresión de súbita aprensión. El aire en la habitación, ya tenso, se volvió casi irrespirable.
Kael tragó saliva con dificultad, su nuez subiendo y bajando visiblemente, y habló, su voz ahora despojada de toda burla, teñida de una cautela palpable. —Oye... Rynn... —Dijo, con un tono de duda e incredulidad—. Esto... esto tiene el sello real.
Los otros dos bandidos, Rynn y Lirik, se tensaron visiblemente al oír esas palabras. Rynn se acercó con rapidez y le arrancó el pergamino de las manos con un manotazo. Su rostro pasó del desprecio más absoluto a una palpable inquietud en cuestión de segundos mientras sus ojos confirmaban lo que su cómplice había dicho.
Aiden, desde el suelo, observó con una mezcla de amarga satisfacción y creciente aprensión cómo el color abandonaba los rostros de sus captores. El miedo comenzaba a reemplazar a la arrogancia.
Lirik frunció el ceño, sin comprender del todo la implicación.
—¿Qué? ¿El sello real?
Rynn no respondió al instante. Enrolló el pergamino lentamente, con una expresión sombría que ensombrecía aún más sus facciones, antes de girarse con lentitud hacia la figura que permanecía inmóvil en la oscuridad del fondo de la habitación. Su habitual bravuconería se había esfumado. —Jefe... tenemos un problema.
La voz que provino desde la oscuridad fue tan calmada como el ojo de una tormenta.
—Dame eso.
La figura en la sombra avanzó con un paso lento, permitiendo que la tenue luz que se colaba por alguna rendija lejana revelara gradualmente su rostro y su porte. Aiden, aguzando la vista a pesar del dolor que le partía la cabeza, pudo ver al fin con claridad de quién se trataba. Era un hombre de complexión fuerte y maciza, con una mandíbula cuadrada y varias cicatrices desvanecidas, casi imperceptibles, que surcaban una piel curtida. Su cabello oscuro, abundante y espeso, estaba peinado hacia atrás con pulcritud, aunque algunos mechones grises en las sienes delataban una edad más avanzada de lo que su postura erguida podría sugerir. Vestía una armadura de cuero reforzado con placas de metal estratégicamente colocadas, y sobre el pecho, bordado con hilo de oro, lucía el inconfundible emblema de Zhailon: la corona acompañada con las siete estrellas. Sin lugar a dudas, un militar del ejército de Veilon Thalmyr.
El militar tomó el pergamino de las manos temblorosas de Kael y le lanzó una mirada de indiferencia a Aiden, como si fuera un objeto sin importancia, antes de desplegar el documento. Sus ojos recorrieron el contenido con una lentitud, su expresión permaneciendo absolutamente inmutable, una máscara, hasta que pareció detenerse en un nombre en particular, una línea específica del texto. El ambiente, si era posible, se volvió aún más pesado, cargado de una tensión que se podía cortar con un cuchillo.
—Cambio de planes, —dijo de pronto el militar, su voz, fría, rompiendo el silencio opresivo.
Lirik, parpadeó, visiblemente confundido. —¿Qué pasa, jefe?
El militar enrolló el pergamino con un chasquido seco y preciso. Cuando levantó la vista, sus ojos estaban afilados, una chispa de oportunidad o quizás de peligro brillaba en ellos.
—Este hombre es más importante de lo que pensábamos, —dijo, señalando a Aiden con un leve movimiento de cabeza. Se permitió una breve y casi imperceptible sonrisa de desprecio mientras sostenía con sumo cuidado el documento.
—Angellon Norvel está involucrada en esto.
El nombre cayó en la habitación como una piedra en un lago en calma, sus ondas expandiéndose en el silencio tenso. Uno de los bandidos, Rynn, resopló con una mezcla de burla e incredulidad.
—¿Angellon Norvel?, ¿pero esa quién es? —Preguntó Kael, con genuina ignorancia en su voz.
—Con razón no te sorprendiste tanto al ver el contenido, no tienes ni puta idea de quién es. —Soltó Lirik.
—Angellon Norvel es esa perra ambiciosa que el comandante Lyskaar Xhandreal expulsó de su dominio hace unos meses por insubordinación. —Aiden escuchó esto con una punzada de confusión; no tenía idea de ningún enfrentamiento entre Norvel y el comandante de Vharos, la información lo descolocó momentáneamente en medio de la agonía.
—¿El comandante de Vharos? —Preguntó Kael.
—Ese mismo, —confirmó el militar, su expresión volviéndose más seria—. Parece que Veilon ha decidido encontrarle un uso a la mujer... o quizás ella lo ha encontrado a él.
Rynn soltó una carcajada cruda y despectiva. —Pero si el rey ya tiene a la mismísima Rea Zephandor comiendo de su mano, ¿qué más podría querer de otra mujer, especialmente una con la reputación de esa Norvel?
Lirik añadió con una risa lasciva:
—Bueno, en su lugar, yo haría lo mismo. Después de todo, ¿has visto el tremendo culo que se carga la Norvel? Ya quisiera la princesa Rea tener la mitad de sus... atributos.
El militar le lanzó una mirada cargada de desdén, su paciencia visiblemente agotándose ante la estupidez de sus subordinados. —Esto va mucho más allá de simple lujuria, imbéciles, —siseó—. Esto podría ser una oportunidad para incitar fácilmente a una disputa más abierta entre la influencia de Xhandor y los intereses del dominio de Vharos. Tenemos que aprovecharla.
El militar giró sobre sus talones con decisión y de una funda oculta en su espalda extrajo un cuchillo de hoja corta, ancha y formidablemente afilada, dejándolo brillar siniestramente a la tenue luz de la luna que se filtraba. Sus ojos se clavaron en Aiden con renovada intensidad, una mirada inquisitiva; era la mirada de un interrogador profesional y despiadado. Con ayuda de Rynn, levantaron a Aiden del suelo y lo volvieron a sentar bruscamente en la silla, asegurándose de que estuviera bien visible mientras todo le daba vueltas. El movimiento brusco arrancó un gemido ahogado de Aiden.
—¿Qué sabes de todo esto, Svalthren? —Preguntó el militar, sosteniendo el pergamino real en una mano y el cuchillo en la otra, su voz un susurro amenazante que buscaba tantear la resistencia de Aiden.
Aiden respiró hondo, un silbido doloroso escapando de sus labios mientras trataba de ignorar el ardor lacerante de sus costillas magulladas y la sangre que sentía correr por su rostro. El mundo se balanceaba precariamente. —No sé de qué demonios hablas, —respondió con voz áspera, cada palabra un esfuerzo latente.
El militar ladeó la cabeza, una sonrisa condescendiente dibujándose en sus labios. —¿Qué podrías tener de utilidad para el rey Veilon? —Preguntó, alzando ligeramente el mentón en un gesto de superioridad.
—No lo sé, —contestó Aiden, su voz un témpano, sus ojos fijos en los del militar.
La paciencia del militar comenzaba a resquebrajarse visiblemente, a sus ojos Aiden estaba simplemente haciéndoles perder el tiempo. —¿Qué sabes de Angellon Norvel? —Insistió, su voz adquiriendo un tono más duro.
—No sé nada de ella. Ayer fue la primera vez que la vi, —dijo Aiden, manteniendo su expresión impasible a pesar del infierno que ardía en su interior.
¿Qué fue lo que dijo?, —presionó—. Algo debió de decirte. Un mensaje, una orden. Dinos lo que sepas y quizá, solo quizá, te dejemos con vida para que veas el amanecer.
Aiden dejó escapar una risa seca y amarga ante el comentario. Era tan obvio que no tenían la menor intención de dejarlo ir con vida. Desde el primer instante en que despertó en esa mazmorra improvisada, habían dejado dolorosamente en claro que ya habían hecho esto antes. Además, el hecho de que ahora supieran que tenía un pergamino con el sello del rey no mejoraba en absoluto su precaria situación; al contrario, ahora tenían muchas más razones para hacerlo desaparecer sin dejar rastro.
El militar lo observó en silencio durante un largo instante, sus ojos fríos sopesando las palabras y la actitud desafiante de Aiden. Luego, sin previo aviso, con un movimiento rápido y brutal, le enterró la hoja del cuchillo profundamente en el muslo.
Aiden soltó un quejido ahogado, un sonido gutural que no pudo reprimir por completo, mientras sentía el ardor punzante y desgarrador del metal frío abriéndose paso a través de la piel y el músculo. El dolor fue tan intenso que por un momento vio todo blanco.
—Mira, basura, —siseó el militar, su rostro contorsionado por la crueldad—, podemos hacer esto de la forma rápida y relativamente limpia, o podemos hacerlo de la forma muy, muy lenta y dolorosa.
Tras decir esto el militar le dio una vuelta al cuchillo dentro de la pierna de Aiden.
—Tú decides.
Aiden soltó un quejido bajo y exhaló con fuerza, un temblor recorriendo todo su cuerpo, sintiendo cómo la sangre caliente comenzaba a empapar con rapidez la tela de su pantalón y a gotear sobre el suelo sucio. El olor metálico se hizo más intenso, casi sofocante. Justo en ese momento, cuando la desesperación amenazaba con ahogarlo, un chasquido seco y metálico, seguido de un golpe sordo, retumbó en la quietud tensa de la habitación. Algo pesado se había soltado o, tal vez, había golpeado con violencia contra algo.
Antes de que nadie en la habitación pudiera reaccionar o procesar el origen del sonido, una luz apareció al otro extremo de la habitación, era una puerta que comunicaba con el exterior, se abrió de golpe con una fuerza inusitada. La luz pálida y fantasmal de la luna se filtró a través del umbral oscuro, dibujando un rectángulo luminoso en el suelo polvoriento. El viento nocturno, frío y cargado de presagios, irrumpió con una ráfaga violenta, removiendo el polvo acumulado en pequeños remolinos danzantes y haciendo crujir las viejas y podridas paredes de ladrillo con lamentos quejumbrosos.
—¿Qué carajo...? —masculló entre dientes, su voz un susurro incrédulo mirando hacia la luz.
Alguien había dado con ellos.