Un Trato con el Demonio

El militar giró la cabeza de inmediato, sus músculos tensándose, su ceño fruncido en una expresión de alerta máxima. Su mano, por puro instinto de soldado, se aferró con más fuerza al mango de su cuchillo, aún clavado profundamente en la pierna de Aiden, y en un acto reflejo, lo retiró con un tirón brusco, provocando que la sangre brotara con renovada intensidad, manchando sus manos y el suelo.

La repentina corriente de aire agitó su capa oscura, pero no había nadie visible al otro lado de la puerta abierta; solo la negrura del pasillo y el silbido del viento. Aiden, respirando con dificultad, el sabor de su propia sangre llenándole la boca, apenas logró alzar la mirada, sus sentidos agudizados por el peligro inminente. Algo estaba terriblemente mal. Mucho peor que antes. La tensión en la habitación se había vuelto casi sólida como un filo invisible que estaba sobre todos los presentes, erizando el vello de sus nucas.

El militar tardó apenas un segundo en recomponerse, la disciplina imponiéndose ante su shock inicial. Pero la urgencia en sus movimientos era palpable; tenía que terminar con esto, y rápido. Se volvió bruscamente hacia Lirik, el de rostro huesudo y ojos hundidos que tenía sus ojos abiertos como platos.

—¡Tú! Ve a revisar qué fue ese ruido, —ordenó con voz imperiosa.

El bandido vaciló visiblemente solo un instante, sus ojos moviéndose con nerviosismo entre la puerta oscura y la figura amenazante de su jefe, sabía que no podía dudar, si no el militar se desharía fácilmente de él. Se llevó una mano al cuello, tocando un amuleto que llevaba oculto, un gesto rápido, antes de asentir con la cabeza, tragando saliva con dificultad. 

—Sí, jefe. Enseguida.

Aiden notó esa vacilación, ese microsegundo de terror puro en los ojos del matón. Los bandidos eran carroñeros sin escrúpulos, sí, pero incluso la carroña más estúpida poseía un instinto de supervivencia. Algo en el aire, en el silencio antinatural que siguió al golpe, no daba buena espina. Y ese bandido, lo había sentido con la misma claridad con la que un animal siente la proximidad de un depredador superior.

Lirik avanzó con cautela exagerada, su mano aferrada con tanta fuerza a la empuñadura de la daga que colgaba de su cinturón que la mano empezó a dolerle. Cada sombra parecía alargarse, cada crujido del viento sonaba como una advertencia directa a sus oídos. Sus pasos inseguros resonaban con una claridad ominosa contra la piedra húmeda del suelo mientras se dirigía hacia la puerta abierta, adentrándose en la oscuridad del pasillo hasta salir a la oscuridad de la noche.

El militar no esperó a ver qué ocurría con su subordinado. La información que poseía Aiden, o que creía poseer, podía ser valiosa. Giró su atención de vuelta hacia el prisionero, sus ojos oscurecidos por una creciente irritación y una impaciencia mal disimulada. El murmullo constante del viento contra las paredes agrietadas apenas parecieron afectarlo, su concentración fija, decidido a continuar con el interrogatorio. 

—Se acaba el tiempo.

Apretó el cuchillo ensangrentado en su mano, girándolo levemente entre sus dedos, la hoja capturando destellos rojizos de la sangre de Aiden a la escasa luz. 

—¿Qué buscabas en la taberna?

—Acababa de salir del Bastión Hueco, ¿dónde crees que iba a conseguir dinero de forma fácil? —Respondió Aiden, su voz un susurro ronco, cada palabra un esfuerzo doloroso. Su visión comenzaba a empañarse por los bordes.

El militar apretó la mandíbula, una vena palpitando visiblemente en su sien. —Dudo mucho que ese sea el caso, considerando que tienes una relación lo suficientemente cercana con el rey como para que te liberen de prisión y envíe a uno de sus... agentes a buscarte. —Dijo, entrecerrando los ojos, su mirada intentando perforar la fachada de indiferencia de Aiden.

Aiden no respondió. Mantuvo el silencio, observando al militar con una calma que esperaba fuera más irritante que cualquier palabra. ¿Acaso creía que se hallaba en algún tipo de misión?

—¿El rey Veilon te ordenó que fueras a esa taberna? —Insistió el militar, su voz subiendo un tono.

Pero Aiden permaneció en silencio, haciendo que el hombre exhalara con una frustración audible, un silbido de impaciencia.

—¿Qué te prometió a cambio?, ¿oro?, ¿un puesto en su reino?

Pero Aiden no respondió, solo continuó en silencio. Un silencio denso y desafiante que llenaba la habitación y llenaba de irritabilidad al militar.

El militar cerró los ojos brevemente, sus fosas nasales dilatándose mientras inspiraba profundamente, luchando por controlar su creciente y violenta molestia. Cuando los volvió a abrir, su mirada se había vuelto cortante como el acero de su cuchillo. 

—Habla de una maldita vez, bastardo Svalthren, o te juro que te desollaré vivo aquí mismo.

El militar apretó los dientes con tanta fuerza que pareció que iban a estallar, su paciencia finalmente desmoronándose con cada segundo de silencio desafiante que Aiden le regalaba con macabra satisfacción. Su agarre sobre el cuchillo se tensó hasta que los nudillos se le pusieron lívidos, y sin previo aviso, con un rugido gutural de pura rabia, lo hundió de golpe y hasta la empuñadura en el hombro izquierdo de Aiden.

El filo afilado perforó la piel y desgarró el músculo con una facilidad, sin encontrar apenas resistencia. El dolor fue un relámpago blanco y ardiente que recorrió cada nervio del cuerpo de Aiden, una agonía tan intensa que amenazó con robarle el aliento y la conciencia. De manera instantánea la fatiga lo abandonó y en su lugar una mancha roja empezó a permear desde la herida. Pero no gritó. No iba a concederle ese placer.

El militar lo miró con una furia desquiciada, su rostro a escasos centímetros del de Aiden, su aliento fétido y cargado de ira chocando contra la piel sudorosa y ensangrentada del prisionero. 

—¡No te hagas el maldito mártir conmigo! —Gruñó—. Vas a hablar. ¡Ahora mismo!

Aiden apretó la mandíbula hasta sentirla crujir, el frío metálico del cuchillo clavado profundamente en su carne, una presencia constante y nauseabunda, su propia sangre caliente deslizándose en un torrente tibio por su costado y brazo. Pero no desvió la mirada. Sostuvo los ojos inyectados en sangre del militar con una determinación feroz, en su decisión de resistir hasta el final.

Los bandidos restantes, Rynn y Kael, intercambiaron miradas nerviosas, la brutalidad de su jefe comenzando a inquietarlos visiblemente. Pero el hombre no reaccionó a su vacilación. Solo presionó el cuchillo un poco más, su paciencia llegando a su límite absoluto, a punto de quebrar. Pero justo en ese preciso instante, cuando la oscuridad amenazaba con reclamar a Aiden...

—¡Aaaaggh! —Un grito desgarrador, inhumano, rasgó el aire tenso de la noche.

No era el grito de alguien que atacaba, ni un grito de furia o de batalla. Era el alarido ahogado de alguien que moría, una expresión de completa agonía. Lo más atemorizante fue que tan solo duró un instante, antes de ser brutalmente silenciado, cortado de raíz. El grito, sin lugar a dudas, provenía del exterior. Al instante todos en la habitación supieron que se trataba de Lirik.

Los bandidos Rynn y Kael giraron la cabeza hacia la puerta abierta con un reflejo automático y espasmódico, sus manos aferrándose instintivamente a las empuñaduras de sus armas con repentina desesperación. Un escalofrío volvió a recorrer a todos en la habitación, como si una ráfaga de viento helado proveniente de una tumba la hubiera atravesado de lado a lado. La temperatura pareció descender varios grados en un solo instante.

Fue entonces cuando todos lo vieron, o más bien, lo intuyeron. En el umbral oscuro de la puerta, justo donde la pálida luz de la luna proyectaba sombras alargadas y fantasmales en el suelo de piedra, una nueva silueta se había unido a la oscuridad, recortándose por un instante contra el exterior apenas menos oscuro. No era la silueta menuda y nerviosa del bandido que había salido a investigar. Era otra, diferente, más alta, más definida, y emanaba un aura de peligro silencioso. El problema era que esa sombra solo apareció por un brevísimo instante, antes de fusionarse con la negrura impenetrable de la habitación y perderse por completo en ella, como si la propia oscuridad la hubiera absorbido.

El militar, con el cuchillo aún enterrado hasta la guarda en el hombro de Aiden, se irguió de inmediato, su cuerpo volviéndose rígido y alerta como un animal que presiente al depredador. 

—¿Quién anda ahí? —Dijo entre dientes, su voz apenas un sonido tenso, despojada de toda su arrogancia anterior.

El viento sopló de nuevo a través de la puerta abierta, silbando con un lamento fúnebre entre las grietas de la piedra desgastada. Kael, sacó un cuchillo de debajo de su capucha raída con una mano visiblemente temblorosa, sus ojos desorbitados moviéndose con pánico de un lado a otro de la estancia. Su compostura de ladrón avezado se había hecho añicos. Mientras tanto Rynn, con un gesto tenso, dejó que la energía Terum recorriera visiblemente su cuerpo con una estela roja que le produjo una armadura invisible a su cuerpo, preparándolo para el combate inminente. 

Aiden, aún atado e inmovilizado por el dolor y las sogas, trató de observar la escena en un tenso silencio con su vista nublada debido a la pérdida de sangre. Cada respiración venía cargada de una tortura. Trató de percibir cualquier fuente de energía Terum en la oscuridad que los envolvía, alguna fluctuación que delatara al intruso, pero lo único que detectó con claridad fue la potente emanación de Rynn a su lado. Lo que sea que estuviera acechando en esa habitación no emitía nada, a pesar de ello todos podían sentir un peligro inminente sobre ellos.

Rynn avanzó con cautela, sus músculos tensos y abultados bajo la energía Terum que lo reforzaba, cada paso medido y alerta. Su sombra se proyectaba, grotescamente alargada y distorsionada, contra la pared opuesta bajo la tenue luz de la luna que se filtraba por la abertura en lo alto del muro y por la puerta abierta. Dio unos cuantos pasos más, adentrándose en la zona más oscura cerca de la entrada, y de repente, se detuvo en seco, como si hubiera chocado contra una pared invisible. Sus ojos escudriñaron con desesperación el rincón más lejano y oscuro de la habitación, donde las sombras eran más densas, semisólidas. Algo estaba allí. Podía sentirlo. No podía verlo, no todavía, pero la presión en el aire, el instinto primario de peligro.

Y entonces, sin previo aviso, sin un solo sonido que delatara el ataque, su cuerpo cayó pesadamente hacia atrás, como si sus piernas hubieran desaparecido.

No hubo advertencia alguna. No hubo el más mínimo sonido de lucha, ni un grito ahogado, ni el choque de armas. Solo un movimiento abrupto y sin el menor sentido aparente. Su enorme figura se desplomó al suelo con la rigidez inerte de un muñeco de trapo al que le habían cortado sus cuerdas, su mirada fija en el techo de la habitación. Un hilo de sangre oscura comenzó a serpentear desde la base de su cabeza y a manchar el suelo.

Kael, que estaba justo a su lado, ahogó un grito de puro terror y giró sobre sí mismo con la agilidad de una rata acorralada, sus cuchillos brillando débilmente. Pero no tuvo la más mínima oportunidad de reaccionar, ni de defenderse. Su cuerpo fue arrancado del suelo con una velocidad sobrehumana, casi invisible, como si una fuerza oscura lo hubiera tomado por la garganta y lo hubiera levantado como un pelele. Por un instante fugaz, su silueta quedó suspendida en el aire, sus piernas pataleando inútilmente y sus brazos aferrados a su cuello tratando de zafarse, justo antes de ser lanzado con una brutalidad inconcebible contra la pared de ladrillo más cercana. Kael quedó inmóvil. El impacto fue tan violento que hizo temblar las paredes, enviando una lluvia de polvo fino y pequeños fragmentos de piedra desprendida al suelo, su cabeza fue quien recibió el golpe, haciendo que su cuello se doblara con un crujido espantoso que resonó en la habitación.

El militar, con el rostro completamente desencajado por el terror más absoluto, dio un torpe paso atrás, tropezando casi, hasta quedar prácticamente pegado a la silla donde Aiden seguía atado. Sus manos temblorosas arrancaron con violencia el cuchillo del hombro de Aiden, provocando una nueva oleada de sangre y un gemido ahogado del prisionero, y se aferró al arma como si fuera lo único que importara en todo el mundo. El militar miró sin pestañear hacia la oscuridad opresiva que lo rodeaba, sus ojos desorbitados tratando de encontrar algo, cualquier indicio, cualquier sombra, cualquier movimiento que delatara a la entidad que había acabado con sus hombres en un abrir y cerrar de ojos. Y entonces, en el límite de su visión periférica, creyó ver una figura moverse con fluidez entre las sombras más profundas, un destello oscuro demasiado rápido para ser real.

Plop.

El sonido fue extrañamente apagado, casi insignificante en medio de la tensión palpable. Algo cálido, viscoso y pegajoso salpicó la mejilla de Aiden, haciéndolo respingar.

El militar pareció quedarse congelado en el lugar durante un segundo eterno, sus ojos abiertos de par en par con una expresión de incredulidad y horror, antes de desplomarse lentamente hacia adelante. Su cuerpo se inclinó sin vida, golpeando el hombro herido de Aiden en su caída antes de derrumbarse pesadamente al suelo con un ruido sordo y definitivo. El contacto reavivó el fuego en su hombro herido. Los ojos de Aiden, a pesar del dolor y el shock, bajaron instintivamente hacia la figura caída de su torturador.

Una daga de hoja delgada y oscura, casi negra, sobresalía limpiamente de la parte superior del cráneo del militar, justo en el centro, enterrada con tal precisión y fuerza que solo la empuñadura de hueso tallado era visible. La hoja había perforado el hueso con la misma facilidad que si fuera mantequilla tibia. Los ojos del hombre, ahora fijos en el techo bajo y opresivo, estaban vacíos, muertos, reflejando la tenue y pálida luz de la luna que se filtraba en la estancia y el charco de sangre oscura que ya comenzaba a formarse rápidamente a su alrededor, extendiéndose como una mancha voraz.

Aiden inhaló de golpe, una bocanada de aire temblorosa y entrecortada, su respiración volviéndose errática y superficial. Sus músculos se tensaron instintivamente, preparándose para una amenaza que no podía ver, pero las sogas lo mantenían cruelmente inmovilizado, vulnerable.

Entonces, en la penumbra más absoluta, dos puntos rojos resplandecieron con una intensidad antinatural, como brasas incandescentes surgidas de la nada.

Brillaban con una luz propia, fijos en él con una intensidad depredadora que le heló la sangre en las venas. No parpadeaban. No se movían. Solo lo observaban, estudiándolo en la quietud mortal de la habitación.

Aiden sintió cómo su garganta se secaba instantáneamente, cada fibra de su ser gritando en alerta. Lentamente, con una gracia fluida y silenciosa que resultaba aún más inquietante, una figura emergió.

Paso a paso, la incierta luz de la luna comenzó a revelar los contornos de Angellon Norvel. A diferencia de su impecable uniforme militar que había portado en su encuentro anterior, esta vez vestía una capucha y una capa de cuero oscuro y flexible a la vista, el dobladillo inferior visiblemente manchado con salpicaduras recientes de sangre que brillaban oscuramente a la luz. Lo único que se apreciaba con claridad de ella bajo la capucha era su rostro pálido, enmarcado por mechones de cabello oscuro y violeta, y esa expresión distante que parecía ser su estado natural. 

Angellon se detuvo justo en el borde donde la luz de la luna se encontraba con la sombra, ladeó ligeramente la cabeza, y examinó la escena de carnicería a sus pies con una calma absoluta, como si contemplara algo en ella. Luego, con un tono imperturbable, desprovisto de cualquier emoción aparente, dejó que su voz, clara y cortante, invadiera el pesado silencio de la masacre.

—Parece que has estado bastante ocupado en mi ausencia.

Aiden sintió cómo su mente, aturdida por el dolor y la conmoción que lo envolvían como una mortaja, luchaba desesperadamente por procesar lo que sus ojos veían, por hacer encajar las piezas de un rompecabezas que no estaba bien hecho. La persona que acababa de asesinar a tres hombres armados y a un militar no era una bestia ni un asesino contratado para alguna oscura misión. Era Angellon Norvel, una militar al servicio directo del rey Veilon Thalmyr, supuestamente una pieza bastante valiosa en el tablero de guerra y política del reino. Y sin embargo, allí estaba, rodeada por los cadáveres de sus víctimas, habiendo eliminado sin la menor vacilación, sin el menor atisbo de remordimiento, a uno de los propios hombres de su rey, un militar de Zhailon.

El Aiden de hacía unos años, el joven idealista que aún creía en códigos y lealtades, habría sentido un miedo cerval al encontrarse en esa posición. Pero el Aiden de ahora... el hombre que había pasado quince años pudriéndose en las sombras del Bastión Hueco, el que había sido despojado de todo excepto de su rencor, solo sintió una oleada de rabia y una inquietante duda, ¿había salido del Bastión Hueco solo para terminar aquí? Tenía que ser una maldita broma; sin embargo, algo si lo perturbaba profundamente, más allá de la masacre. Eran los ojos de Angellon. Aquellos inquietantes ojos rojos, brillando en la penumbra con un fulgor antinatural y salvaje. No era el resplandor de alguien a quien se le habían tornado los ojos de otro color debido a su conexión o uso del Terum. Nunca había visto un color así.

—Tienes suerte de que haya llegado antes de que acabaran contigo, —continuó Angellon. Avanzó un poco más, su bota de cuero aplastando con indiferencia el charco de sangre que se extendía a los pies del militar muerto.

Aiden entrecerró los ojos, su respiración aún entrecortada y dolorosa, el olor a sangre y muerte asfixiándolo. —¿Qué es lo que quieres, Angellon? —escupió finalmente, su voz rasposa y débil por la sangre seca que le cubría la garganta y los labios.

Ella esbozó una sonrisa que era casi divertida, pero que no alcanzaba a ocultar la frialdad depredadora de su mirada. —Aunque decidieras huir de aquí, Svalthren, aunque lograras irte a otro continente, si Veilon realmente te quiere, podría encontrarte y traerte de regreso. O podría hacer algo mucho peor. No estás enterado pero, —hizo una pausa deliberada, sus ojos rojos brillando con malicia, y por un instante casi imperceptible, la comisura de sus labios pareció tensarse—, tu padre, Alvan, se encuentra en Asnar, bajo la protección de mi gente.

—¿Qué? —Preguntó Aiden incrédulo—. Eso no es cierto.

—¿A dónde crees que tu padre fue después de haber sido exiliado? Tu madre era una habitante de Asnar, así que era obvio que el único apoyo que tendría sería de esa tierra.

Aiden sintió cómo su estómago se revolvía con violencia al escuchar aquel nombre maldito: Asnar. El peor lugar del mundo en el que su padre podría estar, un nido de víboras políticas y rencores antiguos donde la influencia de los Norvel era casi absoluta. Y si Veilon tenía lazos o influencia allí a través de Angellon... no, no había escapatoria posible. Aiden quería evitar creerle pero era cierto, su madre nació en Asnar y luego conoció a su padre, era tonto de él pensar que iba a estar en algún continente como Rimehart. Después de todo, desde que llegaron a Zhailon su padre terminó exiliado, ahora estaba atrapado, una vez más.

Su mente, febril y dolorida, lo arrastró sin piedad a un torbellino de recuerdos que había intentado enterrar bajo capas de odio y resentimiento durante años. La academia Eilhart, sus años de juventud, entrenando con fervor junto a sus compañeros, soñando con convertirse en guerreros honorables, en protectores de su gente. La fugaz oportunidad que creyó tener para ser algo más que un paria, algo más que el portador de un apellido maldito. Pero cuando uno de los arrogantes cachorros del clan Thalmyr atacó a su mejor amigo, a su hermano de juramento, Aiden no vio otro camino más que el de la sangre y el acero. Una pelea desesperada, que le costó su futuro, su honor y, finalmente, su libertad.

Porque una vez que el conflicto terminó, una vez que el polvo se asentó, todos, absolutamente todos, se pusieron del lado de los Thalmyr, los nuevos amos de Zhailon. Siempre lo hicieron y, por lo visto, siempre lo harían. Los oficiales del antiguo ejército del rey Zephandor, los nobles arribistas, los mercaderes cobardes, todos fingieron una falsa neutralidad mientras, en la práctica, condenaban a su gente, a los Svalthren y a sus aliados. Mientras permitían que los exiliaran, que los despojaran de sus tierras y títulos, mientras dejaban que aquellos que cometían las peores atrocidades en su contra quedaran impunes, protegidos por el nuevo régimen. Mientras que los suyos, los que se atrevieron a resistir, eran confinados de por vida en prisiones infames como el Bastión Hueco, exiliados a otras tierras y cazados por los demás, su propia condena no fue diferente, incluso siendo apenas un joven en aquel entonces. 

Porque no importaba lo que hiciera, no importaba cuán justo fuera su proceder, a los ojos del mundo siempre sería culpable. Y ahora, Angellon Norvel, con sus ojos de depredador y sus manos manchadas de sangre, pretendía someterlo de la misma manera, usando las mismas tácticas de coacción y amenaza.

—No creas que voy a dejar que me hundas contigo en esta estupidez, Svalthren, —sentenció ella con una frialdad que cortaba el aire, interrumpiendo sus amargos pensamientos—. Si no lo haces por las buenas, por tu propia voluntad, haré que vayan a buscar a tu padre a Asnar y entonces, te aseguro, no tendrás maldita opción. Vas a trabajar para mí, y harás exactamente lo que yo te diga, cuando yo te lo diga. —Sus ojos rojos refulgieron con una intensidad casi tangible, como si esperara ver algún destello de miedo, de desesperación o de sumisión en los de Aiden.

Pero él sólo contempló el suelo ensangrentado por unos momentos, su mente una vorágine de recuerdos y una rabia que comenzaba a cristalizar en una resolución inquebrantable. Su padre estaba en Asnar, sí, un lugar infernal donde nadie movería un solo dedo para ayudarlo si los Norvel o Veilon decidían apretar las tuercas. La imagen de su padre, viejo y desamparado, se superpuso al recuerdo de su propia celda en el Bastión Hueco. ¿Acaso otra vez estaría atado? La idea le provocó una náusea más profunda que cualquier golpe recibido. No había chance, al final su padre sería quien lo condenara, otra vez...

Desde el momento en que Veilon le dio el pergamino a Angellon esta se puso a trabajar, Aiden jamás tuvo oportunidad alguna de escapar de tener una vida libre, lo único que le quedaba ahora era rendirse y aceptar su nuevo papel bajo el control de ella.

—¿Y bien? —insistió Angellon, su paciencia desmoronándose visiblemente en el borde de su voz.

La pregunta de Angellon quedó suspendida en el aire, pero la verdadera batalla se libró dentro de Aiden. El nombre de su padre retumbó en su mente como una campana fúnebre, una herida antigua que nunca había cerrado del todo. Pensó en el Fuerte Helado, en el desastre de ataque que su padre lideró y el Cataclismo seguido que aconteció; una apuesta desesperada que le había costado todo tanto a él como a su gente.

Veintidós años… Veintidós años desde que fue exiliado de Zhailon, dejando a Aiden completamente solo en un mundo que se desmoronaba. ¿Qué habría sido de él? Aiden se aferró a la única esperanza a la que podía recurrir: que su padre hubiera encontrado paz en alguna tierra lejana, que tuviera una nueva vida, una fortaleza propia que lo mantuviera a salvo de tipos como Angellon. Quizás ella solo estaba fanfarroneando, usando la única palanca que sabía que podría moverlo. No quería creerlo, se negaba a aceptar que la sombra de su padre fuera arrastrada de nuevo a este infierno, seguro era alguien valioso en Asnar, quería creerlo.

Si esta mujer creía tenerlo sometido, se equivocaba, aunque fuera asesinado en ese mismo instante, preferiría hacerlo a su manera que morir como un perro asustado. Si iba a ser una pieza en el juego de alguien, al menos buscaría la forma de dictar algunas de sus propias reglas, o arrastraría a sus verdugos con él. Aiden no estaba dispuesto a ceder, no esta vez. Ya no era el joven ingenuo que habían encerrado hacía quince años.

—No... —masculló finalmente, escupiendo una mezcla de sangre y saliva al suelo con deliberado desprecio.

Angellon parpadeó, una leve sorpresa cruzando sus facciones antes de que su expresión se endureciera como el granito.

—¿Cómo que no? —siseó, su voz un hilo tenso de incredulidad e ira contenida.

Su tono estaba impregnado de una furia que prometía violencia. ¿Acaso este imbécil, este despojo humano cubierto de sangre y mugre, no entendía la gravedad de su situación, la absoluta falta de opciones que tenía? Si era necesario, lo haría pedazos allí mismo, lentamente, hasta que se arrastrara por el suelo rogando por su vida y por la de su padre.

—Lo haré, —repitió él, su voz ahora más firme, a pesar del sufrimiento que estaba teniendo y que amenazaba con acabar con su vida—, pero con una condición.

Antes de que pudiera procesar la audacia de sus palabras, Angellon, moviéndose con la velocidad de una víbora, le propinó una patada raudaz directamente en el rostro. La fuerza del impacto fue demoledora; su visión se tornó borrosa por un instante, salpicada de luces cegadoras, y un pitido ensordecedor y agudo llenó sus oídos, bloqueando cualquier otro sonido. El impacto hizo que escupiera una bocanada de sangre al suelo. Aiden sintió el sabor metálico de más sangre brotando a chorros de su boca y nariz, y un dolor agudo en el pómulo, su patada fue más fuerte que cualquier golpe que el militar corpulento le haya propinado, si esto seguía así dentro de poco perdería la vida.

Angellon se inclinó sobre él, su rostro a escasos centímetros, y lo sujetó con rudeza por el mentón, levantando su cabeza con una mano enguantada para obligarlo a mirarla. Sus ojos rojos, dilatados y salvajes, brillaban como los de un depredador. 

—¿Y qué demonios te hace pensar que estás en una maldita posición de negociar?

Aiden sonrió, una mueca grotesca con la boca llena de su propia sangre, sus dientes manchados de rojo. —Puedes amenazarme todo lo que quieras, Norvel, pero lo cierto es que no puedes matarme ni tampoco puedes tocar a mi padre. —Su voz era un susurro rasposo pero cargado de una convicción inquebrantable—. Puedes matarme ahora mismo, pero entonces el rey Veilon exigirá saber qué demonios me sucedió. Te aseguro que no le gustará tenerte cerca si desaparezco el mismo día de mi liberación. Y si me dejas vivir, no podrás tocarle un pelo a mi padre, porque entonces hablaré. Estoy convencido de que Veilon no conoce tus verdaderos actos, ya que mantienes una fachada en público; de lo contrario, me habrías llevado a la fuerza desde el principio... pero si me equivoco, estoy muerto. Aun así, es un riesgo que estoy dispuesto a correr. Si de verdad quieres que coopere, será mejor que empieces a escuchar y me des lo que pido.

Los dedos de Angellon, que aún sujetaban su mandíbula, temblaron visiblemente como si estuviera a punto de perder el control. 

—Ya sabes quién soy, —continuó Aiden, su voz ganando una sorprendente dureza a pesar de su debilidad—. Ya conoces la razón por la que me encerraron en ese infierno durante quince años. No tengo nada más que perder.

—¿Qué es lo que quieres, Svalthren? —Angellon soltó entre dientes, su voz un gruñido bajo. Lo soltó con brusquedad y retrocedió un paso, dándole un mínimo espacio para respirar.

Aiden alzó la mirada, sus ojos, aunque hinchados y rodeados de hematomas, brillando ahora con algo más allá del odio y el dolor; era una determinación con una sed oscura y largamente reprimida. —Quiero venganza.

Su voz fue apenas un susurro, impregnado de un rencor que había acumulado durante toda su vida. 

—Quiero que paguen. Que paguen por todo lo que han hecho. Los Zhailonitas. Los malditos Thalmyr. Los clanes nobles que se arrastraron a sus pies. Toda esa maldita escoria que lo único que han hecho durante generaciones ha sido aplastarnos, humillarnos y despojarnos de todo lo que era nuestro... Ayúdame con eso... dame los medios, la oportunidad... y trabajaré para ti. Haré lo que me pidas.

Aiden escupió una flema sanguinolenta al suelo, su respiración pesada pero sorprendentemente estable ahora, su cuerpo temblando por la adrenalina y el esfuerzo. Sus ojos, inyectados en sangre pero encendidos con una furia, se clavaron en los de Angellon sin el menor atisbo de titubeo. No había súplica en su voz, ni el menor rastro de miedo. Solo una promesa oscura.

Por un momento, un silencio denso y pesado se apoderó de la habitación. Solo el crujir ocasional del viento gélido contra las grietas de la pared y el goteo constante de la sangre de Aiden sobre el suelo de piedra interrumpían la quietud opresiva. Angellon no respondió de inmediato; simplemente lo observó con una intensidad impenetrable, sus ojos rojos analizando cada matiz de su expresión, cada palabra, como si tratara de desentrañar cada fibra de su ser, de medir la profundidad de su odio y la fuerza de su resolución.

Aiden no sabía con certeza por qué Angellon Norvel, una mujer de su linaje, servía realmente a Veilon Thalmyr. Pero lo que había presenciado esa noche, el asesinato de alguien de su propio bando, había revelado mucho más de lo que ella probablemente pretendía o de lo que el rey sabía. Si realmente estuviera del lado incondicional de los Zhailonitas, de los hombres de Veilon, habría intentado, como mínimo, dialogar con el militar, o reducirlo, antes de asesinarlo sin la menor vacilación. Y lo más importante: la forma en que le había dicho "trabajarás para mí", y no "para el rey", no dejaba lugar a dudas sobre sus propios planes. Ella no seguía ciegamente sólo las órdenes del rey Veilon Thalmyr; Angellon Norvel estaba en otro bando.

Era irónico, pensó Aiden con una mueca de dolor que casi era una sonrisa. Acababa de conocer a Angellon, y sin embargo; ya sabía que tipo de persona era, con su porte altivo y su evidente desprecio por aquellos que consideraba inferiores, seguramente odiaba la idea de que alguien como él, un prisionero recién liberado y en desgracia, se atreviera a exigir condiciones, a negociar desde una posición de aparente debilidad. 

Lo que pedía Aiden... en el fondo, no era algo imposible ni descabellado para alguien como ella. Después de todo, por lo que él había podido deducir de los comentarios de los bandidos y del propio militar, y por la forma en que ella misma actuaba, Angellon ya había estado teniendo conflictos con los Zhailonitas en otros dominios como el de Vharos. Quizá su sed de venganza podría, de hecho, alinearse convenientemente con sus objetivos.

Angellon avanzó un paso lento, deliberado, su bota de cuero crujiendo suavemente contra los restos de piedra y el polvo del suelo ensangrentado. Su mano derecha aún estaba visiblemente manchada de sangre, el líquido oscuro secándose y agrietándose sobre sus nudillos y entre sus dedos. Se inclinó levemente hacia él, su sombra proyectándose sobre la figura maltrecha de Aiden a la luz mortecina de la luna. Un destello de malicia pura, de complicidad, cruzó sus pupilas mientras sus labios se curvaban lentamente en una sonrisa cruel y depredadora. 

—Bien, Svalthren, —murmuró finalmente, su voz apenas un aliento sibilante entre los dos. Sus palabras se deslizaron en el aire como veneno. Se enderezó con la misma gracia fluida, dándole a Aiden una última mirada larga y evaluadora, como si sellara un pacto con el diablo—. A partir de ahora, estarás bajo mis órdenes directas... y yo, te concederé la venganza que tanto anhelas.