La Escena del Crimen

La bodega estaba impregnada con el aroma metálico de la sangre fresca, un olor que se adhería al frío húmedo que emanaba de las paredes de piedra y al polvo del lugar. Tres bandidos y un militar yacían despojados de sus vidas en la oscuridad: uno en el exterior, dos desparramados en el interior y el militar con el que trabajaban. Angellon Norvel se hallaba en el centro de aquella carnicería con Aiden, su nuevo y reticente cómplice. Habían acordado trabajar juntos, aunque los términos eran turbios; mientras Angellon parecía conocer el objetivo real de Aiden, este se hallaba en la más completa incógnita respecto a los planes de ella. Solo había pedido que cumpliera sus órdenes, una perspectiva que Aiden no sabía si considerar buena o rematadamente mala.

Tras haber cometido estos asesinatos Angellon no reposó ni por un instante. Comprendía que dejar los cuerpos tal como yacían traería una investigación exhaustiva por parte de la guardia de Zhailon, una que, podría llegar a implicarla. Por lo que tras analizar durante un momento el panorama sombrío y su situación, fue capaz de encontrar una posible solución.

Pero primero lo primero, se acercó a Aiden, sus botas chapoteando levemente en el charco de sangre que se extendía debajo del militar Zhailonita, hasta que llegó detrás de él. Vio la soga aún adherida a las muñecas de Aiden, la fibra oscura brillando una luz tenue y oscura bajo la escasa iluminación.

—Son sogas embuídas en Terum, —soltó Aiden, su voz un graznido rasposo debido a su debilidad y a la garganta seca—. Necesitaremos por lo menos la energía de varios maestros para romperlas o un arma con la misma cantidad de energía.

Al escuchar esto Angellon enarcó una ceja. —No tienes idea de con quién estás hablando—. En lugar de buscar una hoja con energía en Terum, Angellon aferró la fibra con ambas manos. Por un instante sus nudillos se tensaron bajo el cuero de sus guantes antes de ejecutar un tirón seco que causó que la soga restallara, partiéndose con un chasquido que resonó en el silencio opresivo de la habitación. Aiden observó, atónito, a pesar de la niebla de dolor que lo envolvía, Angellon no utilizó Terum en ningún momento; la pura fuerza física necesaria para tal acto, sin el uso de la energía, era inhumana.

—De pie, hay que modificar todo esto, —sentenció Angellon, su voz desprovista de emoción alguna. Aiden obedeció con un esfuerzo visible, y aferrándose al abdomen dolorido donde los golpes habían dejado marcas, empezó a levantarse. Cada fibra de su cuerpo protestó con punzadas hasta que, temblando, se acercó al bandido Lirik y recuperó el colgante de su familia.

Luego, Angellon se dirigió al militar y lo despojó de su capucha antes de colocar su cuerpo inerte en la silla donde Aiden había padecido.

—No te quedes sin hacer nada y sostenlo. —Le dirigió Angellon una mirada a Aiden con los ojos en un rojo intenso.

Aiden obedeció y, arrastrando los pies, se acercó hacia el militar. Sujetándolo torpemente del pecho para que se mantuviera erguido en la silla, observó como Angellon, por su parte, tomaba las muñecas del militar y las retorcía con fuerza tras su espalda. Luego, presionó la carne fría del cadáver con los restos de la soga rota antes de hacer un nudo apretado, asegurándose de que pareciera él quien fue secuestrado y posteriormente interrogado. Tras esto último, se colocó frente al cuerpo y le colocó varios golpes tanto en la cabeza como el torso, simulando una tortura previa a su muerte por una daga en el craneo.

Recogió sangre aún tibia del suelo –la sustancia oscura y pegajosa adhiriéndose a sus guantes– y con ella trazó en el suelo polvoriento el emblema de la Trifulca: tres dagas, dos cruzadas y una vertical en el centro. Era el símbolo de una notoria pandilla que residía en el dominio Vaelcrest famosa por su especialización al utilizar esta arma, una imagen que tenía el propósito de sembrar la duda de la autoría del acto y desviar cualquier investigación lejos de ella y Aiden. Aunque el asesinato de unos simples bandidos realmente no importaba a las altas esferas, la participación de un militar convertía esto en un asunto completamente diferente.

Después, despojó a uno de los bandidos caídos de una de sus botas ajadas y, de su propio bolsillo, Angellon extrajo tres monedas de oro que brillaron fugazmente antes de que las deslizara dentro de la bota del bandido, volviéndosela a calzar con un tirón.

Con la escena recompuesta a su satisfacción, tomó la capucha raída y manchada de sangre que había conseguido del militar. El tejido áspero y grueso, impregnado del olor a sudor, se rasgó bajo su fuerza mientras creaba vendas improvisadas. Aiden apenas pudo reprimir un siseo de agonía cuando Angellon, sin preámbulos ni una palabra de advertencia, le aplicó un torniquete feroz en el hombro lacerado donde el cuchillo del militar había penetrado, seguido de otro en el muslo herido. Una tercera tira de tela fue ajustada con firmeza alrededor de su cabeza, presionando la herida que no dejaba de emanar sangre tibia sobre su sien.

—No servirás de nada si te desangras antes de llegar, —murmuró ella, su voz con un tajo de irritación, mientras aseguraba los nudos con rápidos y firmes movimientos.

¿No crees que te estás olvidando de algo? —Soltó Aiden—. Aún hay rastros de energía Terum que no concuerdan con la escena.

—Como si no me hubiera percatado. —Respondió ella.

Los residuos del uso de la energía Terum eran provenientes del bandido más grande y tosco, Rynn, así que tras hurgar entre las cosas de los bandidos y encontrar solo cuchillo cortos y mellados, Angellon se sintió algo decepcionada. La Trifulca era conocida por su relativa riqueza y poderío; un cuchillito no era una herramienta que ellos usarían para un trabajo así, además necesitaba un arma que realmente pareciera que era de una pandilla importante, no cualquier cosa que hallara a la mano y que cualquiera podría tener. Necesitaba algo más convincente. Al escudriñar la penumbra de la bodega, sus ojos se posaron en una navaja de caza con intrincados detalles en la empuñadura, aunque a simple vista pareciera que no tiene valor alguno lo cierto es que contaba con los bordados de los Solvayne acompañado de una piedra preciosa en la parte inferior del mango, olvidada en un rincón. Eso serviría.

—¿Qué piensas hacer con ello? —Inquirió Aiden, la desconfianza apenas velada en su voz mientras observaba la navaja que le habían entregado para cometer un asesinato.

Ella ni siquiera lo miró. —¿Qué crees que haré? —Replicó, su tono frío como el acero de la navaja. Un silencio tenso se instaló entre ellos, roto solo por el goteo distante de la sangre.

—Esa navaja... —comenzó Aiden—, pertenecía a quien me contrató. Advirtió que si me escapaba sin cumplir mi trato, sin dinero o su arma... me encontrarían donde fuera.

Angellon se encogió de hombro, un gesto que pasó casi desapercibido bajo su capucha. —Palabras. Ya no importan. Ahora formas parte del ejército de Veilon. En teoría, eso te hace intocable.

—Igual que él, —susurró Aiden, su mirada desviándose hacia el cadáver del militar. Angellon no le prestó atención; su decisión ya estaba tomada. Esa clase de cabos sueltos eran problemas menores, para lidiar en otro momento.

—Muévete hacia la salida, —ordenó finalmente—. No tenemos toda la noche.

Aiden, apretando los dientes obedeció. Discutir era inútil.

La amargura que destilaba Angellon era casi palpable, pero Aiden no tenía intención alguna de complicar la precaria alianza que habían forjado. Si trabajar para ella significaba una oportunidad, por remota que fuera, de que lo protegiera o al menos lo mantuviera con vida, se aferraría a ello. Por ahora, no le quedaba más remedio que confiar, o fingir que lo hacía, en que aquella mujer realmente tenía la situación bajo control, por más que cada instinto insinuara lo contrario.

Una vez que Aiden se había alejado lo suficiente, convirtiéndose en una silueta, Angellon se volvió hacia el cuerpo de Rynn. La navaja, que antes había sopesado, ahora brillaba con un propósito siniestro en su mano. Sin un atisbo de duda, se arrodilló junto al cadáver. Con una mano aferró con fuerza los antebrazos del muerto, uno tras otro, y con la otra ejecutó dos cortes rápidos, cercenándolos limpiamente de su dueño. Un sonido húmedo y breve rompió el silencio, después de eso lanzó la navaja cerca del bandido. 

Tomó los pedazos de la capucha ensangrentada que quedaban y los usó para envolver de forma tosca los muñones de los brazos amputados, más para facilitar su transporte que para detener la hemorragia de un hombre muerto. Finalmente, con los restos de la soga imbuida, les hizo un nudo fuerte, asegurando su paquete para evitar que la sangre continuara supurando de los muñones.

El torso del bandido, por su parte, seguía chorreando sangre, pero eso era lo de menos para el plan. Por último, Angellon agarró la bolsa de cuero de Aiden que estaba en el suelo y guardó los brazos cercenados del bandido en ella para llevarlos consigo.

Al llegar a la puerta, Angellon escudriñó la oscuridad exterior a ambos lados. Tras asegurarse de que no había nadie cerca, arrastró el cuerpo del primer bandido al que había matado y lo introdujo en la bodega junto a los otros. Después salió, le hizo una seña a Aiden y, tras dejar la puerta de la bodega apenas entreabierta para facilitar el hallazgo de la escena, se fundieron en la negrura de Zhailon.

Las calles de la Ciudadela, envueltas en el silencio de la noche profunda, apenas eran iluminadas por la luz temblorosa de algunas farolas de hierro distantes, cuyo resplandor vacilante se reflejaba sobre el empedrado húmedo y resbaladizo. Aiden se esforzaba por seguir el ritmo de Angellon, quien se deslizaba como una sombra entre los recovecos de los callejones del reino, evadiendo con pericia las escasas patrullas de guardias y los noctámbulos ocasionales. Al principio mientras avanzaban por el Tercer Círculo llegaron a teñir un poco el suelo debido a la sangre que portaban en sus botas pero con el tiempo la sangre desapareció hasta que se perdió el rastro de ambos.

Cada paso era una nueva acometida de dolor para Aiden, una tortura que lo golpeaba sin piedad. Sentía la sangre caliente y pegajosa continuar su lento descenso por su cuerpo; en la cabeza, el hombro y la pierna herida, la tela de su ropa se adhería a la piel de forma grotesca. Su pierna era un infierno de ardor que pulsaba con cada movimiento forzado, haciendo que la arrastrara de vez en cuando. La cabeza, un yunque donde un martillo invisible golpeaba de forma tortuosa, y su visión se convertía en un torbellino nauseabundo, oscilando entre fugaces momentos de claridad y un mareo espeso que amenazaba con derribarlo.

Justo cuando doblaban hacia un callejón estrecho, flanqueado por la pared trasera de una tienda y un muro desconchado, escucharon varias voces alteradas, y al ver más de cerca descubrieron a varias figuras corpulentas rodeando a un par de transeúntes aterrorizados, un asalto estaba en progreso. Si avanzaban quedarían en medio del túmulo, aunque Angellon podría acabar con ellos con facilidad, el ruido alertaría inevitablemente a los guardias cercanos. No valía la pena el riesgo, por lo que ambos decidieron mantenerse en las sombras, esperando una oportunidad para pasar, pero fue entonces cuando un nuevo problema se hizo evidente. Un goteo sutil, casi inaudible, rompió el silencio tenso entre ellos. Ambos bajaron la mirada instintivamente: Aiden estaba dejando un rastro fresco y delator de sangre sobre las losas húmedas; sus ropas, especialmente la pernera del pantalón, estaban visiblemente empapadas. Una mueca de contrariedad tensó el rostro de Angellon. Nada estaba saliendo según lo planeado esa noche, y la condición de Aiden empeoraba cada vez más.

Sin ver otra alternativa viable, Angellon cambió de rumbo abruptamente, indicándole con un gesto a Aiden que la siguiera. Este, haciendo acopio de sus últimas fuerzas, la obedeció, arrastrando su pierna herida por otro callejón desierto; en medio de dos edificios Angellon localizó una rejilla de hierro encajada en un recoveco, por un instante miró a los lados para asegurarse de que no hubiera nadie y de forma rápida, con un esfuerzo que apenas pareció tensar sus músculos, la levantó, revelando un agujero negro que exhalaba un aliento fétido de agua estancada y podredumbre, un olor nauseabundo que ascendía desde las entrañas profundas del reino. El desagüe. Era la única opción para evitar que el rastro de Aiden los delatara, además así se evitaba tener que chocar con alguna persona.

Descendieron por la oscuridad, Aiden aferrándose a los tubos sintiendo su cuerpo apaleado. El hedor era casi sólido, la mezcla de excrementos, moho y secretos descompuestos de la ciudad. El agua helada y sucia les llegaba a los tobillos, y la sangre que goteaba de Aiden se mezclaba con ella, tiñendo brevemente el líquido oscuro antes de disolverse. El único sonido en la penumbra opresiva era el chapoteo viscoso de sus pasos y el eco del goteo constante de agua desde las bóvedas invisibles sobre sus cabezas.

—Aférrate a la pared, —ordenó Angellon, y el eco de su voz pareció ser absorbido por la piedra húmeda. Ella misma apoyó también una mano en la superficie.

Las paredes del túnel eran de una piedra oscura, resbaladiza y constantemente húmeda al tacto. A pesar de la oscuridad absoluta, que ni siquiera permitía distinguir sus propias manos frente al rostro, Angellon guiaba hacia el frente, siguiendo un camino que para Aiden era completamente ciego. Sin embargo; esto cambió pronto.

—Hay dos caminos al frente, vamos a ir hacia la derecha. —Escuchó Aiden de Angellon.

El alcantarillado se convirtió en un laberinto de bifurcaciones, Aiden tuvo que cambiar de lado repetidamente siguiendo las indicaciones de Angellon, estaba seguro de que Angellon no portaba ningún tipo de visión especial para la oscuridad ya que ella fue la primera en aferrarse a la pared. Que supiera con tal precisión cuál era el camino correcto hacía que Aiden se preguntara cada vez más sobre qué era lo que buscaba aquella mujer y qué oscuros propósitos la movían.

Todo pareció ir relativamente bien durante un trecho, hasta que Aiden, con las fuerzas menguando a cada paso y la cabeza embotada por el dolor, tropezó al intentar cambiar de lado en un pasaje especialmente estrecho. Cayó de bruces sobre el suelo fangoso, el impacto sacándole el poco aire que le quedaba y manchando todos sus ropajes, además de contaminar sus heridas con la inmundicia del lugar.

Un siseo de pura exasperación escapó de entre los dientes de Angellon. Sin soltar la bolsa de Aiden que aferraba en una mano, la otra se cerró como una garra sobre el brazo sano del hombre, izándolo sin miramientos hasta dejarlo temblando, apoyado con un golpe sordo contra la pared viscosa del túnel. Aiden ahogó un gemido; el agarre de acero casi le disloca el hombro ileso. Sintió el frio de ella a través de la tela empapada, sucia y maloliente de su propia camisa, el contacto helado una tortura más sobre su piel febril. El mundo se inclinó peligrosamente a su alrededor y, por un instante, solo el apoyo áspero y húmedo de la pared evitó que se desplomara de nuevo, su respiración una serie de jadeos superficiales y dolorosos.

—Ya falta poco. Aguanta, —la voz de Angellon fue tajante, desprovista de cualquier atisbo de compasión, pero cargada con la urgencia de quien no puede permitirse más retrasos.

Aiden no sabía por cuánto tiempo estuvieron caminando en aquella negrura fétida, pero cada minuto se sintió como una hora de agonía, tanto fue así que finalmente, el cuerpo de Aiden sucumbió por completo. Sus piernas se negaron a obedecer, convirtiéndose en peso muerto. La oscuridad comenzó a engullir los bordes de su visión mientras estaba recargado contra la pared, y comenzó a deslizarse hacia el suelo fangoso cuando en eso sintió que Angellon lo alzó con suma facilidad.

Al principio, fue arrastrado unos metros, cada roce una tortura. Luego, Angellon pasó el brazo sano de Aiden sobre sus hombros, asegurándolo para cargarlo. El cuerpo de Aiden estaba casi deshecho, quedando completamente a merced de ella. Cuando finalmente emergieron, a través de una salida oculta entre raíces retorcidas en un cauce seco, la transición de la oscuridad sofocante a la penumbra del exterior fue un golpe para sus sentidos agotados, Aiden se desmayó en aquel instante, la conciencia abandonándolo por completo.

Salieron por un terreno baldío, un páramo desolado a las afueras de la Ciudadela de Zhailon. Angellon, sin disminuir el paso, ajustó el cuerpo inconsciente de Aiden, su cabeza colgando inerte mientras ella se dirigía hacia un campamento improvisado que se alzaba en las sombras, por mucho que odiara todo esto tenía que seguir adelante.

Lo primero que vieron fue un denso bosque de matorrales espinosos, y tras este, se distinguían las siluetas oscuras de carpas desgastadas que se mecían con la brisa nocturna, rodeadas por una empalizada irregular de estacas de madera clavadas apresuradamente en la tierra. Un único individuo estaba sentado sobre una caja de suministros vacía cerca de la entrada al campamento. Era joven, de cabello negro y un porte relajado, vestido con un uniforme militar de un tono plateado con sutiles detalles dorados que brillaban tenuemente a la luz de una hoguera lejana que crepitaba en el centro del asentamiento.

Cuando Angellon llegó cerca de él con su capucha, esté los percibió primero como unas sombras en la oscuridad. El joven apenas levantó la vista, a punto de interrogarlos, cuando la luz de las fogatas distantes iluminó fugazmente el rostro de Angellon bajo la capucha. Sus ojos azules claros, fríos como el hielo parecieron entender en ese instante quién era ella, o al menos, que no debía hacer preguntas. Así que sin el menor atisbo de curiosidad ni sorpresa, solo con una quietud vigilante, agachó la cabeza nuevamente en señal de reconocimiento.

La brisa nocturna arrastró el aroma a tierra seca y madera quemada, un contraste casi agradable con el hedor a podredumbre del desagüe del que acababan de emerger. Angellon avanzó con paso firme hacia el corazón del campamento improvisado. Las llamas de las fogatas titilaban en la penumbra, proyectando sombras alargadas e inquietas de las pocas personas que aún se hallaban a su alrededor sobre las carpas de lona gastada y las empalizadas rudimentarias que delimitaban el refugio. Aunque algunos notaron la imponente figura de Angellon y su carga, ninguno dijo nada; sabían bien que no debían meterse en sus asuntos. Era un asentamiento precario, a las afueras de la Ciudadela, muy diferente a las robustas fortificaciones de Zhailon.

Angellon se movió con confianza hasta llegar frente a una de las carpas más grandes, ligeramente apartada de las demás y confeccionada con una lona más oscura y resistente que el resto, con la solapa de la entrada bien tensada, sugiriendo mayor privacidad o importancia, cerca del centro del refugio. Angellon levantó la solapa de la carpa y al entrar al recinto, deslizó el cuerpo de Aiden de su hombro en la oscuridad, dejándolo caer con menos delicadeza de la que su estado crítico merecía. El sonido del cuerpo al caer sobresaltó a alguien en el interior. Una luz parpadeó en la oscuridad de la tienda, y luego se estabilizó, iluminando la figura de una mujer que se incorporaba, un poco desorientada, sobre una manta gruesa. Su cabello oscuro y largo se desparramaba hasta llegar a un cojín improvisado donde estaba descansando un momento antes mientras sostenía una vela en mano.

—¿Quién anda ahí? —Inquirió un murmullo adormilado, teñido por el sueño. Una silueta encapuchada se recortaba contra el resplandor mortecino de una vela recién encendida, y unos ojos entrecerrados luchaban por enfocar.

—Zen, —la voz de Angellon cortó el aire. Se despojó de la capucha, revelando su rostro y dejando caer la tela, ahora un guiñapo ensangrentado, al suelo polvoriento sin miramientos. Sus ojos, liberados de la sombra, habían recuperado su inquietante tono morado habitual.

—¿Angellon...? —Preguntó Zen, la sorpresa y el sueño luchando en su tono mientras se incorporaba con torpeza sobre su lecho de pieles.

—Levántate, —ordenó Angellon, su voz sin rodeos, ignorando la confusión de la otra mujer.

—¿Qué... qué pasa? —Preguntó Zen, frotándose los ojos con el dorso de la mano, el aroma a hierbas secas y ungüentos de su tienda mezclándose con el olor metálico que ahora percibía vagamente en el aire. Su mirada luchaba por adaptarse a la luz temblorosa de la vela y a la presencia dominante de Angellon.

Angellon, impaciente, zanjó cualquier pregunta incipiente con un gesto seco hacia el cuerpo inmóvil de Aiden, tendido junto a ella. —Hay trabajo. Este hombre necesita tu ayuda. Vas a curarlo.

Los ojos de Zen se abrieron con incredulidad al enfocar la figura tendida en el suelo, la escena la recibió con aliento. El hombre estaba cubierto de sangre de la cabeza a los pies; su ropa, hecha jirones y empapada, la cual se adhería a su cuerpo, un charco de sangre estaba empezando a formarse a su alrededor.

Zen se arrodilló junto a Aiden. Su rostro juvenil y expresivo, con grandes ojos color perla, se tornó grave al instante. Con el ceño fruncido, sus manos delicadas comenzaron a evaluar la magnitud del daño. Primero, revisó los torniquetes improvisados con las capuchas de los bandidos; estaban bien apretados, conteniendo lo peor de las hemorragias del hombro y el muslo, pero la tela estaba saturada. La herida en la cabeza seguía manando un flujo más lento pero constante.

—¿Qué demonios le pasó? —Inquirió con grave urgencia y manos temblorosas al sentir el pulso de Aiden, débil, bajo sus dedos fríos en el cuello.

Aiden permanecía inmóvil. Angellon, que había observado la evaluación inicial con una impaciencia palpable, cortó cualquier posible pregunta adicional.

—Solo haz tu trabajo, —ordenó, su tono seco—. Y asegúrate de dejarlo impecable. Mañana se presentará ante el rey Veilon.

Zen exhaló lentamente, una resignación teñida de fastidio en su mirada. Discutir con Angellon era como intentar hacer que el sol dejara de salir, simplemente no era posible; una pérdida de tiempo y energía. —Como digas, —murmuró entre dientes, volviendo su atención completa al cuerpo inconsciente, la magnitud de la tarea extendiéndose ante ella.

Angellon no ofreció más. Giró sobre sus talones y salió de la carpa sin mirar atrás, dejando a Zen sumida en el silencio tenso, con la monumental tarea de mantener con vida al desconocido.

Sola, con el aroma metálico de la sangre y la luz parpadeante de la vela como única compañía, Zen se enfrentó a lo que tenía por delante. Suspiró profundamente, el peso del cansancio –uno que iba mucho más allá de un simple sueño interrumpido y se hundía en la raíz misma de su estancia en aquel lugar– asentándose sobre sus hombros. 

«Definitivamente», pensó mientras sus manos comenzaban a moverse con pericia sobre las heridas de Aiden, «esta va a ser una noche muy larga...».