Eliam Svalthren despertó con la misma presión sorda y constante aplastándole el cráneo. Inspiró profundamente, y el aire que llenó sus pulmones supo a humedad, a metal oxidado y al sudor rancio de cuerpos confinados. Se sentó sobre el lecho de tela raída en el que descansaba, sintiendo cómo cada vértebra de su espalda protestaba tras otra noche sobre la dura roca que hacía de cama.
Su habitación, si es que podía llamarse así, no era más que un cubículo excavado en la piedra, tan bajo que lo obligaba a encorvarse al ponerse de pie. En las paredes, estantes rudimentarios sostenían sus escasas pertenencias: una lámpara de aceite a medio consumir cuyo humo tiznaba el techo, un puñado de libros viejos con las páginas hinchadas por la humedad y, en un rincón, una caja con herramientas de supervisión que detestaba tocar.
Se vistió con las mismas ropas de tela gruesa de siempre, prendas funcionales y sin carácter, y se abrochó el cinturón del que colgaba un cuchillo que usaba más para abrir cajas que para defenderse. Sobre la mesa improvisada, la tablilla de anotaciones del día anterior lo esperaba con su lista de problemas habituales: disputas, racionamiento, y las súplicas silenciosas en los ojos de su gente. Más de lo mismo. Cada día era un eco del día anterior.
Con un suspiro que pareció arrastrar el polvo del aire, salió de la habitación y se adentró en la vasta y sofocante red de túneles. Llevaba poco más de un mes como supervisor, un título irónico otorgado por sus captores, quienes lo consideraron "el más apto" para mantener a raya a los suyos. Al principio, el peso de controlar a más de sesenta almas desesperadas casi lo había quebrado, pero la supervivencia tiene una forma cruel de forzar la adaptación. Ahora, la zona izquierda del laberinto, donde habitaban los restos de su clan y los de sus odiados rivales, los Thalmyr, era su responsabilidad.
Las cuevas eran un laberinto de piedra y sombras, algunas amplias y otras estrechas. Gotas de agua goteaban desde los muros en ciertos puntos, el agua filtrándose desde la superficie, dejando rastros calcáreos que brillaban bajo la luz de las antorchas. Cada diez metros, la silueta inmóvil de un guardia enmascarado rompía la monotonía de la roca. Eran guardias rasos, el rango más bajo, que se encargaban de la vigilancia y de mantener la disciplina cotidiana, su presencia asfixiante.
La máscara de los guardias rasos era un diseño liso y angular de hierro opaco que los despojaba de toda humanidad, convirtiéndolos en monolitos sin rostro. Su estructura cubría por completo sus facciones, dejando solo dos rendijas estrechas por ojos y extendiéndose hasta la base del cuello, ajustada con correas de cuero que aseguraban que ningún rastro de identidad se filtrara.
Después de un rato, Eliam llegó a uno de los tres cuartos de descanso de su gente, los Svalthren. El espacio, aunque era cinco veces más grande que su habitación, olía a pasto, con esteras de paja repartidas por el suelo y un pequeño fogón en el centro que apenas servía para mantener el frío a raya. Golpeó la pared de roca con los nudillos.
Apoyado contra la entrada, observó a su gente despertar, los Svalthren. Las antorchas parpadeaban, su luz anaranjada y débil danzando sobre cuerpos que se movían con la lentitud de la resignación.
—Buenos días, ya es hora, —dijo, su voz más animada de lo que realmente sentía.
Los murmullos y quejidos que recibió como respuesta eran la única forma de protesta que les quedaba. Algunos gruñidos, suspiros pesados y quejidos vagos recorrieron la habitación.
—Buenos días, Eliam, ya vamos, —se escuchó una voz cansada entre la multitud.
Eliam asintió y se retiró, dejándolos prepararse. No necesitaba presionarlos ya que entendían la situación. Su gente era dura. Habían sobrevivido a las criaturas del Ram, a la destrucción de su hogar y ahora... a esto.
Tras asegurarse de que su clan estaba en movimiento, continuó avanzando por la red de túneles hasta llegar a la sección de los Thalmyr. Aquí el aire era diferente. No estaba cargado de resignación, sino de un odio denso.
—Vamos, ya es hora de trabajar, —dijo, tratando de sonar igual de animado que con su gente pero sin conseguir el mismo efecto.
El silencio cargado de resentimiento lo recibió. Cuando las miradas de todos se clavaron sobre él, pudo encontrar personas fieras y orgullosas las cuales odiaban cada segundo de su existencia en aquél agujero, pero sobre todo, que un Svalthren viniera a darles órdenes. El grupo de los Thalmyr era igual de diverso que su gente, niños de apenas ocho años dormían entre adultos, y casi todos eran problemáticos.
Un hombretón se puso de pie, su sombra proyectada por la antorcha devorando la luz. Eliam lo reconoció al instante: Jhorgan, un veterano de guerra que no se llevaba bien con Eliam. En el pasado, este fue uno de los soldados que sirvió a Everard Thalmyr en el Fuerte Helado.
Una cicatriz rugosa le cruzaba la frente hasta la mejilla, dándole un aspecto más agresivo de lo que su físico ya transmitía. Su mirada estaba cargada de rabia. Este cerró sus puños con fuerza.
—¿Por qué carajo siempre es un maldito Svalthren quien nos dice qué hacer? —Su voz resonó en la cueva, acallando cualquier otro murmullo.
Eliam no se inmutó. No movió un músculo, mantuvo su respiración pausada y sostuvo la mirada furiosa de Jhorgan sin pestañear. Era la misma queja de cada mañana. Entendía su odio, pero él era solo un niño cuando todo ocurrió y no tenía culpa de ello; además, había cosas más importantes de las que preocuparse en ese momento.
—Yo no diseñé las reglas, —respondió en un tono sin importancia—. Si tienes alguna queja, puedo pasársela a uno de los guardias.
—¡Es una humillación! —Rugió Jhorgan, acercándose con pasos deliberados, su cuerpo vibrando—. Después de todo lo que nos hicieron, ¿y tenemos que hacerle caso a uno de los tuyos?
Eliam no retrocedió. Sabía que cualquier atisbo de debilidad sería aprovechado por ellos.
El resto del grupo lo miraba con expectativa. Algunos intercambiaban miradas entre ellos. Otros asentían con movimientos sutiles de la cabeza, compartiendo el resentimiento de Jhorgan. No era solo él. Todos ellos llevaban consigo la misma frustración acumulada.
Jhorgan apretó los puños con aún más fuerza, sus músculos marcándose bajo la piel como si estuviera a punto de iniciar una pelea, y en ese momento, un silencio antinatural cayó sobre la cueva. Los murmullos se ahogaron al instante.
Eliam vio cómo la furia en el rostro de Jhorgan se resquebrajaba, reemplazada por un miedo puro y pálido. Fue entonces cuando sintió la presencia a su lado, una sombra fría que parecía absorber la luz de las antorchas y que no pertenecía a un simple guardia. Este tenía una máscara de acero negro, la cual dejaba en claro su segundo lugar en la jerarquía de los enmascarados. Era alto, esbelto, y su sola presencia irradiaba un peligro silencioso que sofocaba el aire. Estos no eran simples vigilantes; eran los que manejaban las transacciones y eliminaban "problemas". Era un ejecutor.
El ejecutor vestía un traje oscuro y pesado, hecho de cuero endurecido y reforzado con placas de metal ubicadas en el pecho, los hombros y los antebrazos. La ropa estaba diseñada para el combate, pero sin entorpecer su movimiento.
Sobre su torso, llevaba un abrigo largo, de un negro azabache, con bordados en los bordes. El abrigo llegaba hasta la mitad de sus muslos y tenía múltiples correas que lo mantenían ceñido a su cuerpo. No solían frecuentar los barracones a menos que hubiera algún asunto importante que atender.
En su cintura, portaba una espada corta con el pomo tallado, una daga en el muslo derecho y un cilindro metálico en el cinturón, un artefacto.
Los guantes que usaba estaban hechos de cuero reforzado con costuras gruesas, diseñados para resistir cortes y abrasiones. Las botas eran altas, con refuerzos en la parte delantera y trasera.
El enmascarado avanzó con calma, su máscara negra reflejando la luz de las antorchas con un brillo opaco. Las expresiones de todos se habían convertido en una mezcla de respeto y temor.
—¿Hay algún problema? —Preguntó el enmascarado en un tono bajo.
Jhorgan, que segundos antes estaba listo para matar, ahora temblaba en silencio. Eliam exhaló lentamente.
—No, ninguno. —Respondió con calma, sin quitarle la mirada a Jhorgan.
El ejecutor pareció sopesar la tensión en el aire por un instante, y luego se dirigió al grupo.
—Cinco minutos. —La orden cayó como un peso sobre todos. Jhorgan y, al igual que todos, comenzaron a moverse, algunos con un disgusto mal disimulado, pero ninguno atreviéndose a desafiar lo que se les ordenó.
El enmascarado le hizo un gesto a Eliam para que lo siguiera. Caminaron en silencio por los pasadizos, alejándose de los demás hasta llegar a una cueva más apartada.
Sólo cuando estuvieron lo suficientemente lejos, el ejecutor habló.
—En una semana habrá un pedido de esclavos. Necesitas preparar a tu gente. —Dijo antes de extender un pergamino y darle el aparato que tenía en su cinturón—. Sé que apenas vas iniciando, así que te pregunto, ¿necesito explicarte cómo se utiliza esto?
Eliam ya conocía este aparato; era un artefacto de señalización que los enmascarados utilizaban para mandar una señal a los guardias cercanos. El artefacto tenía la forma de un cilindro de metal oscuro, de unos quince centímetros de largo, con un grosor que cabía cómodamente en la palma de la mano. En su superficie se hallaba una pequeña manija, como las de un reloj, y en el centro se hallaba una gema de color azul opaco. Una vez que se giraba la manija, el cristal emitía una brillante luz que cegaba a quienes estuvieran cerca por unos cuantos segundos, lo suficiente como para que los guardias llegaran al lugar.
—Sé cómo se usa. —Respondió Eliam.
Satisfecho con la respuesta de Eliam, el ejecutor le dejó tomar ambas cosas y se retiró del lugar, dejando que inspeccionara el pergamino.
Eliam desenrolló el pergamino con dedos tensos, dejando que sus ojos recorrieran los nombres alineados en columnas organizadas de los dos clanes. Eliam ya estaba familiarizado con el pergamino gracias a su padre; en él se hallaban nombres de distintas personas que iban a ser compradas por personas con grandes riquezas.
El primer apartado era el de trabajo manual; contenía los nombres de hombres y mujeres robustos que Eliam ya conocía, seleccionados para trabajos pesados en las minas, el transporte de carga o la construcción de estructuras en la superficie. La demanda de esclavos para estos trabajos era constante, y aunque la mayoría de los enlistados no tenían gran afinidad con el Terum, sus cuerpos fuertes bastaban para asegurarles un puesto de utilidad… al menos por un tiempo.
Luego venía el de combate. Además de hombres jóvenes y adultos de complexión atlética, el listado incluía niños. La demanda por niños con potencial era alta, no solo para entrenarlos como gladiadores en arenas privadas, sino también para moldearlos desde una edad temprana y convertirlos en guardaespaldas leales y soldados obedientes, algunos incluso llegando a tener afinidad con Terum desde su nacimiento, lo cual incrementaba su precio. Los hombres de más edad, aunque no fueran portadores del Terum, eran requeridos para vigilar propiedades o defender rutas de comercio.
Sus ojos pasaron al siguiente apartado, el de sacrificio.
Este grupo consistía, en su mayoría, en personas mayores, demasiado débiles o enfermas para realizar cualquier otra tarea. Sus destinos eran los más lúgubres de todos. A lo que había llegado a escuchar por parte de los enmascarados, algunos eran utilizados para potenciar las habilidades de otros, forzados a ser canalizadores en rituales oscuros que drenaban su energía vital hasta convertirlos en meras cáscaras. Otros, más desafortunados, eran empleados en experimentos diseñados para desarrollar nuevas aplicaciones del Terum, reducidos a simples herramientas de prueba.
Finalmente, llegó al último apartado. Placer.
Aquí la variedad de edades era más amplia; tanto hombres como mujeres estaban listados. Jóvenes, adultos, adolescentes e incluso hasta niños. La demanda no hacía distinción de género. Eliam tragó saliva y desvió la mirada un instante. No le gustaba pensar en lo que ocurriría con ellos una vez fueran vendidos.
Sin embargo, al regresar la mirada, sus ojos se postraron en un nombre en particular. Eliam lo reconocía, era el de una niña del clan Thalmyr. Esto hizo que le hirviera la sangre y apretara el papel con fuerza.
«Malditos animales», pensó.
Por mucho que odiara esto, lo cierto es que no podía hacer nada; los supervisores no tenían voz ni voto en las transacciones que se llevaban a cabo entre los altos oficiales y los compradores. Quienes se negaban a hacer su labor o a intentar cambiar el sistema terminaban siendo ejecutados y arrojados por un acantilado; esta fue la razón por la que tanto el padre de Eliam como los otros supervisores dejaron su puesto
Sin más opción, guardó el pergamino en su chaqueta y continuó con su labor. Pero la ira nunca lo abandonó... La transacción ocurriría en dos semanas.