Helena se detuvo frente a ellos, tan silenciosa como el viento. Su capa roja ondeaba como una herida abierta contra la negrura de la noche. La máscara de porcelana ocultaba su rostro, pero no su intención. La tensión en el aire era espesa, casi eléctrica.
—Vaya, vaya… —dijo con una voz suave, afilada como cristal—. Así que esta es la humana que ha robado tu atención, Valentín. Me la imaginaba más... especial.
Luna dio un paso hacia él, sin apartar la vista de la desconocida.
—¿Quién eres?
—¿No te lo ha dicho? —rió Helena, quitándose la máscara lentamente—. Soy su primera elección. Su primer error. Su primera condena.
El rostro que reveló era hermoso… de un modo cruel. Ojos intensos, labios rojos como sangre fresca. Luna sintió un escalofrío. No por celos, sino por la certeza de estar frente a algo... inestable.
—Vete, Helena —ordenó Valentín—. No tienes derecho a acercarte a ella.
—¿Y tú sí? —replicó, clavando la mirada en Luna—. ¿Acaso ya le contaste lo que pasó con la última humana que dijiste amar?
Luna lo miró. Valentín bajó los ojos.
—Eso no tiene nada que ver con ella —dijo con los dientes apretados.
—Todo lo tiene que ver. Porque la historia se repite, Valentín. Siempre se repite.
Y sin más, se desvaneció en la niebla, dejando tras de sí un rastro de perfume a rosas... y algo metálico.
Valentín no dijo nada durante un largo momento.
—¿Qué quiso decir con eso? —preguntó Luna en voz baja.
—No importa.
—Sí importa.
Él suspiró, mirándola con ojos que parecían haber visto mil otoños morir.
—Hace setenta años… me enamoré de una humana. Se llamaba Elisa. Era fuerte, inteligente, tan valiente como tú. Y yo… la amaba. Pero Helena la odiaba. La vio como una amenaza. Al final, Elisa murió. No por mi mano… pero por mi culpa.
Luna sintió un nudo en el estómago.
—¿Y si yo también muero por tu culpa?
Valentín se acercó a ella. Muy cerca. Su rostro apenas a centímetros. Sus ojos brillaban como fuego bajo el cielo nocturno.
—Por eso debería alejarme. Pero no puedo. Me maldigo por eso, Luna. Porque eres lo primero que deseo en mucho tiempo… y lo último que debería tener.
Y entonces la besó.
Fue un beso lleno de hambre, de miedo, de amor contenido. Sus labios eran fríos, pero el contacto la incendió por dentro. Se fundieron como si el mundo no existiera. Como si solo ellos pudieran romper siglos de silencio con un solo gesto.
Pero algo sucedió.
Luna sintió un pinchazo en el labio. Muy leve. Una gota de sangre. Y los ojos de Valentín cambiaron.
Sus pupilas se dilataron, su respiración se volvió pesada. Retrocedió bruscamente.
—¡Lo siento! —dijo, dándose la vuelta—. No debí…
—Valentín…
—¡Vete! —gritó, con una voz que no parecía suya—. Vete antes de que no pueda controlarlo.
Luna se quedó inmóvil. Su corazón latía con fuerza. Pero no por miedo.
Por deseo. Por amor. Por peligro.
Y comprendió, en ese instante, que besar a un vampiro no era como besar a un hombre.
Era besar a una tormenta. Una que podía destruirlos a ambos.