La luna llena iluminaba el claro del bosque como un ojo inmóvil, testigo mudo de lo inevitable. Luna y Valentín habían huido tras enterarse del decreto del Consejo de Sangre: ningún vampiro podía amar a una humana sin consecuencias. La sentencia era clara: muerte o conversión. No había término medio.
Se refugiaron en una cabaña abandonada al borde del acantilado, donde el mar rugía como si presintiera la tormenta que se avecinaba. El fuego crepitaba, pero no era suficiente para calentar la tensión que llenaba el aire.
—Van a encontrarnos —susurró Luna, mirando por la ventana.
—Sí —respondió Valentín, sentado frente al fuego, con la mirada fija en las llamas—. Y cuando lo hagan, elegirán por nosotros.
Luna se acercó. Se arrodilló frente a él, tomó sus manos heladas entre las suyas.
—No dejes que lo hagan.
—¿Estás segura de lo que me estás pidiendo?
—Estoy segura de ti.
Valentín cerró los ojos. El peso de su decisión lo consumía. Convertirla significaba condenarla a la eternidad. A una sed sin fin. A perder el calor del sol, la dulzura de los años humanos. Pero también significaba no perderla. Significaba tenerla a su lado… por siempre.
—Una vez que lo haga, no habrá marcha atrás —dijo con voz temblorosa—. Ya no serás Luna. Serás algo más. Algo… como yo.
—¿Y tú crees que eso me asusta?
Él la miró. Ella no temblaba. No mentía. Luna estaba allí, decidida, firme, como solo los valientes lo están cuando la muerte o el amor los llama.
Valentín asintió lentamente. Se levantó. Caminó hasta la vieja habitación, y Luna lo siguió.
Se detuvo frente a ella, y por primera vez, sus ojos brillaron con una mezcla perfecta de amor… y hambre.
—Necesito que estés completamente segura.
—Lo estoy —dijo ella—. Hazlo.
Él la abrazó. Por un instante, se quedaron así, escuchando solo sus respiraciones, sus corazones latiendo desacompasados.
Luego, Valentín besó su cuello.
Y la mordió.
El dolor fue breve. El placer… eterno. Luna sintió como si se rompiera en mil partes y se reconstruyera desde adentro. Como si su alma se despegara de la carne para luego hundirse en una oscuridad dulce, acogedora, profunda.
Cuando abrió los ojos, ya no respiraba.
Y Valentín, con los labios manchados de rojo, la sostenía entre sus brazos como si fuera su tesoro… o su maldición.
—Bienvenida, Luna —susurró—. A la eternidad.
Y fuera, el Consejo ya se acercaba.
Pero ahora, ya no eran solo dos.
Eran uno.
Y estaban listos para luchar.