El cielo estaba cubierto de nubes negras cuando el Consejo llegó.
Cinco figuras de túnicas grises descendieron al claro del bosque como espectros. A su lado, Helena, con su capa roja ondeando como sangre viva, los guiaba. La cabaña donde Luna y Valentín se escondían parecía frágil ante la tempestad que se avecinaba.
Valentín salió primero.
Ahora era distinto. Más fuerte. Sus ojos ya no reflejaban duda, sino determinación. Luna caminó tras él. Su piel era pálida como la luna, pero sus ojos… sus ojos brillaban con una luz nueva. Ya no era humana. Era algo más. Algo nuevo. Algo hermoso y peligroso.
—El pacto fue roto —dijo el líder del Consejo, un anciano de rostro cadavérico—. Y ahora el equilibrio se ha alterado.
—Yo elegí —dijo Luna, con voz firme—. Nadie me obligó. Mi humanidad fue una decisión. Y mi amor también.
Helena dio un paso al frente, furiosa.
—¡Esto es una traición a nuestras leyes! ¡A nuestros linajes!
—¡Tú no conoces el amor! —gritó Valentín—. Solo conoces el control. El poder. Y por eso perdiste mi corazón hace décadas.
Helena levantó la mano. Un aura oscura se encendió a su alrededor. Los miembros del Consejo prepararon sus espadas de plata, afiladas con el juicio de siglos.
La batalla comenzó.
El bosque se llenó de gritos, fuego, sombra y sangre. Valentín peleaba como un demonio liberado. Luna, aunque recién nacida, usó cada latido de su nuevo cuerpo para protegerlo. El amor les daba fuerza, pero la furia del Consejo era ancestral.
Helena y Luna se encontraron cara a cara entre los árboles incendiados.
—Pude haberte protegido —susurró Helena—. Pude haberte enseñado a vivir sin él.
—No quiero vivir sin él —respondió Luna.
Y clavó la daga de obsidiana que Tomás le había entregado antes de huir de la ciudad. Directo al corazón de Helena.
Helena cayó de rodillas. Sorprendida. No de dolor. Sino de comprensión.
—Así… se siente… amar tanto —dijo, antes de desvanecerse en polvo.
Valentín, herido pero vivo, cayó al lado de Luna. Ambos cubiertos de cenizas, respirando entre ruinas.
El Consejo se retiró en silencio. No por miedo. Sino por respeto. Porque algo había cambiado. Un vampiro había elegido amar. Y una humana había elegido morir para renacer por amor.
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Días después, en lo alto de una colina, Luna y Valentín miraban el amanecer. No les quemaba aún. No del todo.
—¿Crees que podamos vivir así? —preguntó ella.
—No lo sé —respondió él—. Pero sé que ahora no estoy solo. Y que tú… me haces querer ser mejor.
Ella le tomó la mano.
—Entonces, que venga la eternidad.
Y el sol, por un segundo, les dio un rayo de luz. Solo uno.
Suficiente para saber que el amor… aún puede vencer a la oscuridad.