Capítulo 12 –
La brisa del atardecer rozaba con suavidad las torres de Hogwarts mientras el sol se ocultaba tras las montañas, tiñendo los cielos de un rojo profundo. Era el final del verano, y los pasillos de piedra del castillo todavía permanecían en silencio, apenas perturbados por los ecos lejanos de algún elfo doméstico o el crujir de una armadura viviente.
Las clases aún no comenzaban, pero Matt Moore ya estaba allí, por recomendación expresa de Snape. Durante el verano, mientras otros estudiantes disfrutaban de días libres, Matt se había quedado en el castillo, bajo la tutela del profesor de Pociones. Snape había usado esos meses para llevarlo más allá de los límites que cualquier otro estudiante conocería jamás.
Matt avanzaba por el campo de entrenamiento improvisado tras la torre de Astronomía. Vestía una túnica negra sin emblemas, la varita sujeta con firmeza. Sus ojos, oscuros como la noche sin luna, reflejaban una determinación que hacía un año no existía.
Snape lo aguardaba en el centro del campo, erguido, con los brazos cruzados tras la espalda. Vestía su típica túnica negra, su silueta parecía parte de las sombras. Sólo quien lo conociera bien —y Matt ya había aprendido a hacerlo— podía percibir el matiz casi imperceptible en la comisura de sus labios: una mezcla de desafío y orgullo.
—Cinco segundos tarde, Moore —dijo con su voz áspera.
—Estaba afinando mi mente —respondió Matt—. Mejor tarde que desarmado.
Snape no respondió de inmediato. Asintió apenas, aceptando la provocación como quien reconoce una jugada precisa.
—Empieza.
El primer hechizo de Snape fue rápido: Expelliarmus. Un rayo rojo, veloz como un latigazo. Matt lo desvió con un Protego no verbal, girando sobre sí mismo y lanzando un Depulso que Snape apenas necesitó esquivar. La batalla comenzó sin más advertencias.
Los hechizos se cruzaban en el aire con la precisión de espadas. Incarcerous, Incendio, Reducto, Levicorpus. Cada uno lanzado con la intención de empujar al otro más allá del límite. Matt ya dominaba con solidez la magia no verbal. No con la perfección de su maestro, pero con una fuerza perturbadora. Por momentos, Snape se veía obligado a emplear reflejos que pocos habrían imaginado que aún poseía.
—¡Sectum…! —inició Matt, su varita vibrando.
—¡Expulso! —respondió Snape, con violencia. Matt voló por el aire, cayendo cinco metros atrás.
Jadeando, con el cuerpo adolorido, Matt se levantó. No soltó su varita ni siquiera al golpear el suelo. El sudor le corría por la sien, pero sus ojos brillaban con una furia contenida.
—Estás reteniéndote —escupió Matt.
Snape alzó una ceja.
—Y tú estás dejando que tu ira controle tu puntería. Pierdes precisión.
—No necesito precisión si el fuego es suficiente.
—¿Fuego sin control? Es solo destrucción.
—Entonces enséñeme a controlarlo —exigió Matt—. No me trate como un niño si me entrena como un arma.
Snape permaneció en silencio. Esa frase lo tocó más de lo que quiso admitir.
La siguiente oleada de hechizos fue brutal. Snape dejó de contenerse. La oscuridad parecía agitar su túnica como si la misma noche respondiera a su magia. Matt resistía. Contraatacaba. Una y otra vez. Rayo tras rayo. Chispas y explosiones bailaban en la hierba quemada.
Una llama negra chispeó brevemente en la punta de su varita antes de apagarse. Una energía que no respondía del todo a la voluntad de Matt, pero que estaba allí. Viva. Esperando. Snape lo notó.
—Eso… no lo invoques sin saber a qué responde —gruñó.
Matt asintió, sin dejar de moverse. Confringo, Bombarda Maxima, Protego Maxima. Aquel ya no era un entrenamiento normal. Era una conversación sin palabras, hecha de luz, ruido y silencio.
Finalmente, Snape dio un paso atrás y alzó la varita. Matt se detuvo también, sin dejar de apuntarlo.
—Estás leyendo mis intenciones —dijo Snape.
—No lo hago a propósito.
—No importa. Ocurre. Eso te hará fuerte… pero también vulnerable. Si un enemigo siente que lo invades, te matará sin pensarlo.
—No tengo enemigos en Hogwarts.
—Por ahora. Recuerda esto, Moore: el poder llama la atención. Y tú estás comenzando a gritar.
Matt bajó lentamente su varita. Respiraba con dificultad. El campo estaba hecho un desastre. Rocas quebradas, tierra removida, árboles calcinados.
—¿Cuánto falta para que me supere? —preguntó, más en tono reflexivo que desafiante.
Snape lo observó.
—Solo un loco cree que puede superar a quien le enseñó todo.
—Entonces estoy loco.
—No lo dudes —murmuró Snape, aunque algo parecido a una sonrisa cruzó brevemente su rostro.
Se sentaron bajo uno de los árboles que aún resistía en pie. El silencio se instaló entre ellos por unos minutos. Matt fue el primero en hablar.
—¿Por qué me eligió, profesor? De todos los estudiantes, ¿por qué yo?
Snape no respondió al instante. Su mirada estaba fija en el horizonte.
—Porque tú no buscas ser especial —dijo finalmente—. No quieres fama. No buscas gloria. Solo deseas comprender quién eres… y lo haces con una intensidad que asusta.
—¿Eso le recuerda a usted?
—Sí —admitió con una voz apenas audible—. Demasiado.
Matt bajó la vista. A pesar del cansancio, no quería que ese momento terminara. Era de esos raros instantes en los que Snape no era un profesor, sino un hombre. Uno que, quizás, creía realmente en él.
—¿Alguna vez sintió que… estaba destinado a algo más? No grandeza, sino algo que ni usted mismo entendía.
—Muchas veces. Y cometí errores creyendo que debía perseguir ese "algo" a toda costa.
—¿Y lo encontró?
—Encontré consecuencias —respondió Snape con dureza—. Y lecciones. Que no siempre es lo mismo.
Matt asintió, dejando que las palabras calaran hondo. Sabía que había dolor en la historia de su maestro. Nunca se lo había contado, pero lo sentía en cada silencio, en cada mirada dura, en cada pausa calculada.
—Quiero seguir entrenando, profesor. Quiero llevar esto hasta el final.
—¿A qué llamas "el final"?
—A ese lugar donde nadie más ha llegado. A entender lo que hay más allá de la magia común.
Snape lo miró con atención.
—Ese lugar no existe. Y si existe, puede que no haya retorno.
—Entonces iré sabiendo eso.
Por un momento, Snape vio algo en los ojos de Matt que le resultó inquietante. No era arrogancia. Tampoco ambición. Era… entrega. Como quien ha aceptado que su camino está lleno de oscuridad, pero lo recorrerá de todos modos.
Se levantó.
—Mañana practicaremos maldiciones silenciosas avanzadas. No me falles.
—No lo haré.
Matt lo observó alejarse, su figura oscura recortándose contra el cielo encendido. El viento soplaba con fuerza, llevándose el humo del campo destruido. Y en medio de la devastación, Matt permanecía de pie.
Solo, pero en paz.
Porque en esa oscuridad, él era fuego.
Y el fuego no necesita luz para arder.
–_
El sonido de las pisadas de Snape se desvanecía por el pasillo mientras Matt se quedaba solo, con el corazón latiendo aún al ritmo del duelo. El campo de batalla improvisado seguía impregnado de magia residual, una bruma leve que vibraba en el aire como electricidad estática. El joven miró su varita. Temblaba ligeramente, como si también estuviera agotada por lo que acababan de hacer.
Pero Matt no estaba satisfecho.
Inspiró profundamente, recogiendo su capa del suelo y sacudiendo el polvo. En su pecho todavía ardía una mezcla de emociones: furia, respeto, admiración, y algo más oscuro, algo que ni siquiera él sabía nombrar. Caminó unos pasos entre la hierba quemada, repasando mentalmente cada hechizo que había lanzado, cada error que lo había obligado a retroceder.
—Otra vez —susurró para sí mismo, y apuntó hacia una roca agrietada a unos metros—. Reducto.
El hechizo estalló con fuerza, deshaciendo la piedra en pedazos. No con la precisión de Snape, pero con una potencia indiscutible.
—No es suficiente —murmuró.
La voz lo tomó por sorpresa.
—Siempre dices eso, incluso cuando ya has hecho lo que nadie más haría a tu edad.
Matt se giró rápidamente. Snape estaba de nuevo allí, de pie entre la niebla tenue del atardecer. No se había ido del todo. Había esperado. Observado. Probablemente, había querido ver qué hacía su pupilo cuando creía estar solo.
—Pensé que había terminado la lección —dijo Matt, volviendo a guardar su varita.
—Las lecciones no terminan nunca —contestó Snape con suavidad—. Y a veces lo que haces cuando no estás siendo observado dice más de ti que cualquier hechizo.
El silencio volvió a instalarse, denso y frío como el aire antes de una tormenta. Pero esta vez, Snape no se marchó. Caminó despacio hacia una de las rocas semiquemadas y se sentó, con las manos entrelazadas.
—Ven —le indicó.
Matt obedeció, con cierta reticencia. No era habitual que Snape hablara sin tono de mando. Y mucho menos que lo invitara a sentarse junto a él.
—¿Sabes qué fue lo más difícil de aprender para mí cuando tenía tu edad? —preguntó el profesor, mirando al horizonte.
Matt lo miró de reojo. No podía imaginarse a Snape con catorce años. ¿Había sido tan frío como ahora? ¿Tan distante?
—No lo sé. ¿Pociones?
—No —dijo Snape con una sombra de sonrisa en los labios—. Fue no odiar a todos. No querer destruir todo a mi paso por lo que me había hecho daño.
—Eso es… más difícil de lo que parece —reconoció Matt en voz baja.
—Sí. Lo es. Y más aún cuando tu magia responde a esas emociones como si fueran órdenes. El fuego que llevas dentro, Moore, te da poder. Pero también puede consumirlo todo. Incluso a ti.
Matt asintió con la mirada fija en el suelo. No era la primera vez que Snape le hablaba de eso, pero esta vez había algo diferente. Un matiz más personal. Como si en esas palabras no estuviera hablando solo del fuego de Matt, sino también del suyo propio.
—¿Y qué hizo usted con ese fuego? —preguntó.
Snape tardó en responder.
—Lo oculté. Lo reprimí. Pensé que si lo ignoraba lo suficiente, desaparecería. Pero no lo hizo. Solo se volvió más silencioso. Más frío. Más venenoso.
Los dos se quedaron callados. Matt no necesitaba que Snape se explicara más. Lo entendía. La oscuridad no desaparece si uno la ignora. Solo aprende a disfrazarse mejor.
—¿Y cree que yo debería hacer lo mismo?
—No —dijo Snape con firmeza—. Tú no eres yo. Pero tampoco eres como los demás. Y eso puede ser una maldición… o una bendición. Depende de lo que hagas con ello.
Matt tragó saliva. En el fondo, siempre había temido escuchar esas palabras. Que era distinto. Que su poder no era normal. Que su camino no era el de los otros estudiantes. Y sin embargo, allí estaba su maestro, diciéndoselo no como una condena, sino como una advertencia… y quizás una promesa.
—¿Y si no puedo controlarlo? —preguntó, bajando la voz.
—Entonces lo haremos juntos. —Snape lo miró por primera vez directamente—. Te entrenaré hasta que ya no quede nada más que entrenar. Pero debes prometerme que nunca usarás ese poder solo para demostrar que puedes hacerlo.
Matt sostuvo su mirada. En el rostro severo del profesor había algo más allá del juicio: había una preocupación genuina. Una conexión que no se construía con afecto, sino con propósito. Con reconocimiento.
—Lo prometo.
Snape asintió lentamente.
—Bien. Mañana a primera hora. Y prepárate… No tendremos más duelos como el de hoy. A partir de ahora, todo será más difícil. Mucho más.
Matt se levantó al mismo tiempo que él, con la espalda adolorida pero el espíritu más firme. No dijo nada. No hacía falta. Sabía que algo entre ellos había cambiado. Ya no eran solo maestro y alumno. Eran aliados en una guerra invisible. Una que librarían en las sombras, lejos de los aplausos y lejos de las reglas.
Cuando Snape se alejó una vez más, esta vez definitivamente, Matt se quedó allí unos minutos más. Observando las huellas del combate, las cicatrices que él mismo había dejado en el campo. Y en su interior, por primera vez en mucho tiempo, no sintió miedo. Sintió dirección.
Porque si Snape no lo temía… entonces tal vez, solo tal vez, aún había esperanza para él.
....